Un alacrancito acorralado


Estimado boss:
A veces me siento como un alacrán rodeado por un círculo de fuego donde no queda más alternativa que aplicarse el harakiri como el arácnido. Me siento atrapado sin salida en esta sociedad empeñada en retroceder felizmente en la ignorancia y la estulticia.
Por si fuera poco, recibo su mensaje para que por fin me digne a escribir unas cuantas líneas con motivo de los diez años de Performance y de nuevo me siento acorralado. Dejo mis actividades recreativas de la madrugada y en los albores matutinos me dirijo a mi humilde palacio para redactar estas líneas.
El cerco del terror continúa. Abordo un taxi y me acribilla con el sonido alterado del Komander y sus historias hipermachistas en franca apología de la violencia; en un tramo del trayecto nos hace compañía una camioneta Lobo, negra, con vidrios polarizados pero con ruidos excesivos parecidos a la música con la grabación de una especie de cantante desafinado hasta las cachas que se hace llamar Julión Álvarez.
Harto de esos atentado auditivos le pedí al taxista que le bajara al sonido narcótico del Komander y de mala gana sintonizó en su radio a El Patrón. No noté cambio alguno en la música. Resignado vi por la ventanilla a un comando de la Fuerza Civil (ignoro por qué usan uniforme de camuflaje de campo en plena ciudad) que nos “escoltó” un momento. Al parecer también disfrutaban de la música mientras me apuntaban sin querer con sus armas de alto poder.
¡Cuánto hemos cambiado en diez años! A pasos agigantados hemos visto cómo la barbarie, la corrupción y la impunidad son las divisas importantes del poder, donde la educación, el arte y la cultura son acotados. Cuando menos en ese tiempo desaparecieron dos proyectos importantes en la agenda cultural de Xalapa: el Festival Jazzuv y el Hay Festival.
La radio se ha llenado de bazofia (más de la normal), los medios oficiales insisten en creer que tener auditorio es apostar por los esquemas de Televisa, la televisión local aporta poco, la Universidad Veracruzana mantiene su status quo y pocos proyectos culturales trascienden la entidad, el Instituto Veracruzano de la Cultura depende de los vaivenes políticos, la Cumbre Tajín es un derroche de vanidad sin beneficio real para la región del Totonacapan, las ferias del libro crecen poco y los grupúsculos del arte y la cultura se refugian en sus propios nichos. En cuanto a la información periodística, la crítica o información adversa al actuar gubernamental es poco tolerada y como resultado el estado de Veracruz ocupa el primer lugar de asesinatos de periodistas en  el país con once plumas calladas.
Es de celebrarse, sin duda, que Performance sobreviva en esta vorágine y que llegue a diez años siendo independiente, con los ojos bien puestos en el quehacer cultural veracruzano.
No me queda más que felicitarlo, boss, a usted, a todo el equipo base y al sinnúmero de colaboradores que han desfilado por estas páginas a lo largo de una década. Al recapitular sobre este esfuerzo periodístico cultural, se me olvida un poco sentirme como alacrán acorralado por el fuego y me entra más el espíritu del Jefe, ese personaje simbólico de la película Atrapado sin salida, para recordarme que siempre habrá una posibilidad de escapar aunque parezca lo más increíble. Al menos decidí bajar del taxi y caminar por las calles entre la neblina y el frío. Reconfortante encuentro con la ciudad, la Xalapa de siempre. Me dieron ganas de ir a buscar al poeta y caballero Ramón para empezar los festejos de los diez años de Performance. Iré en su búsqueda. Hasta entonces el próximo escrito.
Un abrazo.

Conde de Saint Germain, duque de los Jardines de Xalapa y ocasional tundeteclas para Performance.

No hay historia sin ti



Los últimos seis años de la vida de Victor Serge en México, según recordaría más tarde su amigo y camarada Julián Gorkin, “fueron los más tranquilos y literariamente los más fecundos”. Por ello la reciente aparición en México de Los años sin perdón ha de leerse como un ajuste de cuentas de nuestra tradición literaria con el autor de origen ruso. Exiliado en nuestro país desde 1941, luego de un peregrinar accidentado por Europa y algunas islas caribeñas, Serge emprende su escritura cinco años más tarde y no alcanzaría a verla publicada, al igual que un par de obras más que languidecían en el mismo cajón de su escritorio en la hora fatídica de su muerte en una calle céntrica de la capital, en 1947: Memorias de un revolucionario y El caso Tuláyev.
Serge es un reconocido autor por su vasto conjunto de obras de corte político traducidas a numerosas lenguas (Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión, El año I de la Revolución rusa, Literatura y revolución, Retrato de Stalin, De Lenin a Stalin…); sin embargo, su obra novelística no ha merecido semejante atención, más por razones políticas e ideológicas que por méritos literarios, que los tiene de sobra. Y es que la vida de Serge, como la de la mayoría de sus contemporáneos de la Europa de la primera mitad del siglo XX, fue una existencia que raya en la ficción. Sólo que él, a diferencia de sus colegas escritores, logró, con más pena que gloria, sobrevivir y trascender un destino atroz para dejar testimonio de su tiempo.
El tiempo de Serge es un tiempo que se extiende en la historia, un puñado de décadas que abarcan el antizarismo de sus padres, trashumantes por Europa (él nace, por este hecho, en Bruselas), el fin de la era Romanov, la Revolución de Octubre, el encumbramiento de Stalin, el ascenso del nazismo, la caída de París, el cerco a Leningrado, pueblos enteros devastados por los bombardeos  aliados y la destrucción irracional de ciudades hasta entonces emblemas de Occidente. Estos hechos históricos fueron los elementos que Serge empleó para el trazado de Los años sin perdón, los que dieron origen a las dos guerras mundiales, pero cometeríamos un grave error si la consideramos una novela histórica.
No es del interés de Serge ensalzar la Historia y las figuras de la pandilla temible. El lector no encontrará una sola mención directa a Stalin, pero percibirá su omnipresencia con la referencia del “Jefe”; o Hitler, sólo un moribundo sustantivo en boca de algún oficial nazi incrédulo y metafóricamente ciego. Serge considera que no merecen un nombre, por la misma razón que lo que no puede ser nombrado nunca existió. Lo que le mueve al autor es el acontecer humano en situaciones concretas, pero el hombre visto más como posibilidad y no como alguien sujeto a una realidad. Para Serge, un intelectual que se nutrió de todas las fuentes filosóficas en boga –pienso en los padres del existencialismo, Nietzsche y el primer Heidegger, y los materialistas Marx y Engels–, es el proyecto humano el que le da sentido al mundo.
La trama de la novela, pronto veremos, no es sencilla. Sus protagonistas, Sacha y Daria, son dos agentes encubiertos de la Internacional Comunista que renuncian a la causa, él el primero, Daria requiere de más tiempo. En las voces de los personajes centrales, que son la voz del propio Serge, el relato es el recuento del doloroso despertar de los personajes, de las crisis de valores, del incierto destino del arte y de la huida de sí inevitable.
Los escenarios de la historia por los que transitan son el París crispado por la amenaza nazi y el ambiente de terror de los espías: en el mundo del espionaje (como en el del amor), la lealtad es un arma de doble filo. El sitio de Leningrado será el siguiente escenario, donde todo y todos son sacrificables en aras del sueño delirante y macabro de un solo hombre, el del Hombre de Acero. En el tercer capítulo hacen su aparición las ciudades reducidas a escombros y las fantasmales presencias de los habitantes sobrevivientes de una Alemania que se resiste a la inminente derrota. Y, finalmente, el lugar del reencuentro de los exagentes, el mítico México, escenario del fin de los viajes.
El lector acaso podrá concluir que Los años sin perdón es un compendio de historicidad, la misma que llevó a su autor a reflexionar e interpretar hechos pasados que le eran próximos en el tiempo. Y Victor Serge se sirve de sus personajes –espíritus libres dentro de un cuerpo material, finito y limitado– para reflexionar sobre su propia temporalidad, la de la esperanza inútil puesta en un mundo más igualitario, libre de guerras y ambiciones totalitarias. En fin, la toma de conciencia de la revolución traicionada.
La prosa de Serge hace alarde al desvelar los pliegues más secretos de la condición humana, los del pueblo raso, amas de casa urgidas de pan para los hijos, profesores que cultivan lilas para conjurar las bombas, médicos y enfermeras obrando milagros en todos los frentes, soldados viles o con restos de humanidad. Todos ellos encarnan al ser angustiado (que somos todos) ante la presencia de la nada, que no sólo muere sino que sabe que va a morir. Serge, es un hecho, no pudo vivir todas sus tramas, pero aseguraba haber conocido a todos sus personajes.
Con todo, Serge se veía a sí mismo como un ser optimista, su fe en la especie humana era inquebrantable. Richard Greeman, autor del inteligente, bien documentado y mejor escrito “Prefacio para la edición mexicana”, afirma que quizá por ello el Serge novelista “inyectó un poco de su propio espíritu invicto a su Sacha D. ficticio, quien sí logra resistir la desmoralización”. Sí, tal cual lo hiciera Víctor Serge, que escribía en francés (él, que nunca tuvo patria que lo reclamara) pero que, según su concepto de la misión de un escritor, se consideró “en la línea de los escritores rusos”. Retomo del Prefacio de Greeman, quien a su vez los tomó de Memorias de un revolucionario, estos últimos apuntes de un autorretrato de Serge: 
De esta infancia difícil, esta problemática adolescencia, todos esos años terribles, de nada me arrepiento en lo que a mí concierne […] Cualquier arrepentimiento que albergue es por las energías desperdiciadas en luchas destinadas al fracaso. Esas luchas me enseñaron que en todo hombre viven juntos lo mejor y lo peor, y a veces se mezclan, y que lo peor viene por la corrupción de lo mejor.
¿Y dónde todos los muertos? En los años sin perdón, los años negros desperdiciados en amores y luchas destinados al fracaso. Y es que Serge bien podría suscribir que en la realidad pasan muchas cosas, pero si no estás tú, cómplice lector, no hay historia.

Los años sin perdón de Victor Serge, trad. Alberto González Troyano, col. Ficción, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2014, 479 pp





Por Nina Crangle

La catedral del underground: Doña Pancha


Obra de Emanuel Tovar, Édgar Cobián y Cristian Franco
Tampoco al arte y la música hay que tomarlas tan en serio. Habrá que aprender a reírse de pretensiones, poses, estereotipos e incluso de sonidos e imágenes, de uno mismo y de los otros, para aventurarse a uno de los festivales de música más independientes y menos acartonados, solemnes y ceremonioso de México: Doña Pancha Festival, que nació en 2008, cuando la banda Los Nuevos Maevans buscaban espacios, acompañantes de tocada y, sobre todo, espectadores comprensivos. Los Maevans encontraron en Tecate, Baja California, el espacio ideal para una buena tocada que después se convirtió en tres conciertos, más adelante en varias sedes y, para este 2015, en un festival que se llevará a cabo en su natal Tecate, pero también en Guadalajara y Mexicali en México, y en San Diego y Los Ángeles California, en Estados Unidos.
El Doña Pancha es coordinado por tres amigos de infancia, los tres de Tecate: Cristian Franco, Julián González y Guillermo Cosío, y han agregado otro buen elemento: las artes visuales. Ahora la aparatosa, guapachosa, ruidosa y divertida música sin pretensiones del festival, también se transforma en intervención, descontextualización y arte acción, desde el escenario hasta el boletaje, proponiendo otra manera de difundir el arte, tan diferente como el contenido y las bandas que se presentan sobre el escenario (aunque, habrá que agregar, que la mayoría de los artistas que se presentan tienen algo de propuesta visual, bastaría presenciar un concierto del magnífico El Muerto de Tijuana o Los Pellejos, o las bandas que han nacido pensando en el festival, como Players, Juan Cirerol, Trillones, Rancho Shampoo, Maniquí Lazer o San Pedro Cortez).
En 2014, para la primera edición en Guadalajara, el festival estrenó sus “boletos de autor”: boletos intervenidos por tres artistas jóvenes pero bastante reconocidos en el círculo de las artes visuales mexicanas: Emanuel Tovar, Édgar Cobián y Cristian Franco, piezas únicas surgidas, en palabras de Franco, porque “antes los boletos estaban chingones y ahora son una cagada; antes los flyers para un concierto se imprimían y los hacían artistas, ahora los hacen diseñadores gráficos. Se nos ocurrió para reunir fondos para el proyecto (la edición especial costaba un poco más que el boletaje normal), y también para criticar la pérdida de los valores estéticos de esta época, donde el boleto o el flyer ya valen para pura verga”.

Este año se renuevan las estrategias visuales, se amplían los escenarios y se engrandece la geografía de Doña Pancha, el espacio perfecto para escuchar una buena banda, bueno, más bien una banda diferente, o bueno, una banda underground, o bueno, una banda que suena mejor después de dos caguamas, o bueno, una banda más un boleto intervenido. Dios Salve a Doña Pancha.


Por Dolores Garnica


Nostalgia del chupacabras


Chupacabras con sabor a tiranosauriogremlin
Debo comenzar diciendo que extraño al chupacabras. Crecí con su presencia en las noticias: hace veinte años era común que alguien dijera haberlo visto e incluso capturado. Esos avistamientos eran más bien improbables, movidos por el deseo del dinero fácil y la fama instantánea, o por las ganas de conocer en persona a Jaime Maussan. Allí iba el provinciano, cargando un cadáver de perro callejero deformado por las inclemencias del sol y de los inviernos, a pararse en un set de televisión o a recibir al avispado reportero con chaleco de mil bolsillos, mientras afirmaba categóricamente ante las cámaras que sí, que ese era el chupacabras, que al fin habían capturado a la escurridiza creatura. El caso se transmitía en algún canal de televisón abierta y la conmoción era inmediata: la gente, boquiabierta, le hablaba a sus amigos o corría a contarle a los vecinos de la cuadra; los padres y abuelos movían la cabeza de arriba a abajo, certeros ante la confirmación de algo que nunca dudaron. “Y decían que se lo había inventado Salinas”, apuntalaban. Hoy, esa efervescencia, como corresponde a sus orígenes químicos, se ha diluido, y no puedo menos que lamentarlo.
La fama del chupacabras permanece, ahora, mayormente oculta. Su nombre ya no ocupa primeras planas; algunos estudiosos afirman haber descifrado su linaje y aseguran que el chupacabras nunca fue tal: era una manada de coyotes con un virus que les carcomía la piel, dicen, o: fue producto de la imaginación de una muchacha que vio en demasiadas ocasiones las películas de Species, a grado tal que la ficción de la película terminó superponiéndose a la realidad de su natal Puerto Rico, el primer lugar donde se avistó a la creatura. El chupacabras, palabras más, palabras menos, no existe, nunca existió, jamás pasó de ser un alucine colectivo. Pero el chupacabras (o la idea del chupacabras) no se rinde, y sin previo aviso salta de vez en cuando a los titulares, sólo para comprobar su radical estático. De pronto se le ve asomarse en las páginas interiores de un ejemplar del Semanario de lo Insólito, o alguien, generoso, sube un video a internet en el que, tras decodificar lo que sugieren unos píxeles de ánimo expresionista, se alcanza a mirar el cuerpo ya sin vida de un supuesto ejemplar.
Acaso el chupacabras se rehúse a morir porque en él confluyen ideas que nos son comunes. El chupacabras es, qué duda cabe, un heredero de aquel nahual mesoamericano cuyas correrías se siguen contando en pueblos, rancherías y demás zonas a las que el México del Progreso no ha llegado en su totalidad. El nahual, en su acepción contemporánea, refiere a un brujo con la habilidad de transformarse en animal y, de esa forma, perpetrar robos, intimidaciones, simples y maliciosos sustos. Como el nahual, el chupacabras ataca de noche; su refugio es el campo en el que todos duermen: su manto es la oscuridad y con ella se cubre para no ser capturado. Como el nahual también, el chupacabras no tiene una forma precisa: su morfología es cambiante, mutatis mutandis; su aspecto es utilitario, se modifica según quien asegura haberlo visto (el chupacabras es una creatura de la subjetividad): un día parece un coyote y al día siguiente, un canguro pequeño. No en vano sus primeras apariciones ocurrieron en países con estrechos vínculos culturales: parecía que los únicos capacitados para verlo en acción éramos los hispanohablantes. Si Octavio Paz aún viviera y decidiera internarse, de nuevo, en las profundidades del laberinto de la soledad, invariablemente tendría que psicoanalizar al chupacabras.
* * *
La más reciente incursión del chupacabras de la que tuve conocimiento apareció en un periódico del que nunca había escuchado y del que nunca volví a escuchar: como tantos otros, llevaba las palabras «Crónica» y «Veracruz» en su título. Según contaba la nota, algunos habitantes, hartos ya de que su ganado desapareciera y de que sus exigencias a la policía no fueran tomadas en cuenta, emprendieron la cacería, internándose en los alrededores de su localidad. Después de varios días siguiendo el rastro de la bestia, los locales terminaron por abatirlo a tiros; después de matarlo, lo fotografiaron y dieron aviso a las autoridades y a los periódicos de la zona. La nota se hizo merecedora a un breve espacio en la versión impresa del periódico y a una entrada en su página de Internet, donde podía verse la foto a todo color. Allí estaba el chupacabras: yacía en una porción de tierra de Paso de Ovejas, rodeado de hojas de plantas. Era su cuerpo como el de un lagarto, no muy distinto al de un dragón de Komodo, la mandíbula perruna, abierta en una última mueca delirante; sus extremidades, alargadas y con cinco dedos coronándolas, parecían más humanas que reptiles. El torso exhibía varios pequeños orificios, y su cola parecía desprenderse del resto del cuerpo, acaso por efecto de las balas. Los habitantes de Paso de Ovejas estaban divididos: algunos tenían la certeza de estar ante el chupacabras; otros, los más, creían firmemente que el animal capturado era un nahual al que no le dieron tiempo de volver a su forma humana: las extremidades, decían, tan parecidas a manos humanas, lo confirmaban. Nadie dio seguimiento al caso, y es probable que la bestia abatida haya sido ya asimilada por la tierra negra y húmeda donde abandonaron su cadáver.
Esa noticia apareció hace más de un año: desde entonces, no he visto ninguna nueva nota sobre el chupacabras. En ocasiones surge alguna que me devuelve la esperanza; una rápida lectura hace ver que no es más que material reciclado de casos ya desmentidos. Vuelvo así a sumirme en la nostalgia por el chupacabras: este punzante extrañamiento de la última creatura que albergó la posibilidad de otro México: uno en el que, bajo la aparente y aplanadora urbanización de concreto, habitaran seres extraños, últimos reductos del vínculo supersticioso que unía a muchos. Este México, inserto en un mundo en el que la posibilidad de lo fantástico ha dado paso a la tangibilidad de lo plausible, preserva al chupacabras en su imaginario como una curiosa pieza de museo, un críptido que, como aquellos que poblaban los cuartos de maravillas de los siglos XVI y XVII, funciona como un recordatorio de las posibilidades de un planeta aún desconocido. El error, creo, radica en pensar que todo ha sido descubierto ya, que no existe nada más allá de esta racionalidad: que esta visión es la última frontera. “Es un mundo extraño. Mantengámoslo así”, tenían como lema los personajes de Planetary, aquel cómic de Warren Ellis y John Cassaday que relataba las aventuras de un grupo de aventureros atemporales, permanentes retadores de lo fantástico. En algún rincón inexplorado de México, estoy seguro, el chupacabras suscribe esa afirmación, esperando el momento idóneo para abandonar, de nuevo y para siempre, su escondite.  

Por Luis Reséndiz


Estrobos


Utilizo un bastón para agitar las nubes. Agito el aire. Se mueve. Se hace un torbellino en forma de cono. Me detengo y todo termina en el suelo. Escucho risotadas al fondo. Parto el bastón en dos. Una mujer me mira de lejos. Ella lo necesitaba. Pienso, medito, vuelvo sobre mis pasos. Inicia sólo aquello que nos confirma la paradoja. Habitamos en el lenguaje porque es lo único que tenemos. El prado es verde y el sol no brilla. Las nubes están agitadas aunque recuerdan la fuerza del viento. La mujer se arroja al precipicio.
En el correo hay una carta sin remitente. No la abro. Le escribo el nombre del vecino y la reenvío a otra dirección. La carta se escurre entre buzones porque su misión es evitar la inmovilidad. Viaja de un lado a otro y estalla y nos confirma el dicho de Heráclito. La devoción es para los débiles, así como el ansia de llegar primero. A la carta no le importa lo que desayuno. Se levantó una frontera entre su destino y el mío. Habitamos mundos distintos, nos alejamos en el tiempo y ninguno de los dos extraña al otro.
Lo normal es que la bala viva inconforme con serlo, pero es el destino de todos. Habita en un lugar cerrado y sin previo aviso recibirá un golpe en la parte trasera. Saldrá disparada en busca de un objetivo. Una bala es una bala es una bala es una bala. Habita su redondez para perseverar en su condición de instrumento. Y al ser lanzada gira y rueda y se concentra para llegar a ese objeto providencial que la detenga. Detesta el movimiento y prefiere la seguridad de su caja antes que la velocidad de un disparo, así sea a quemarropa.
El cielo y la tierra no son asimétricos. La intemperie es un sitio para los elegidos. Pasadizos de aire, tolvaneras en un desierto de hielo. Que nadie tiemble si la brisa no le afecta. De nada sirve gritar si el eco es una memoria del pasado. Herimos a la insistencia y damos la vuelta a la cobija. Para dormir es necesario fundirse con un mundo de imágenes superpuestas. Bostezo fugaz de arrepentimiento y delirio. En un punto específico del espacio nos diluimos para conocer las alcantarillas y ahí reconocer la forma oculta de aquel rostro.
A la sombrilla no le gusta el agua porque es sucia y delirante y soberbia. Se agita antes de abrirse para escapar a las manos que la aprisionan. Sabe que el tesoro de su personalidad es un enigma, incluso para ella misma. De ahí que se resigne al trato infrecuente y poco delicado. La lluvia de verano es desconsiderada y la busca con insistencia. Es capaz de dirigir sus gotas hacia un punto específico y minar cualquier objeto a través del golpeteo constante. La brisa es caprichosa y no se deja gobernar.
La punta de un lápiz subsiste a las exigencias del usuario, pero cambia de forma. Es un ritmo, una línea, el paso tenue del jaguar previo al ataque. Los animales fabulosos nos rodean y exigen de nosotros discreción para lograr la invisibilidad. Es un arte decoroso y amplio. Existe en los márgenes de la impotencia que ataca sólo a los objetos que se enfrentan con rigor a la vitalidad. Ahí existe, palpita, se congrega en una cueva sin fondo. Bucea sin agua y agita un océano sin fondo. La multitud observa desde la distancia.
Cada que llega la noche me pregunto si podré dormir a pierna suelta. Tiento la cama, reordeno las sábanas, me fugo de la rigurosidad de quien la tendió sin disciplina. La cama es un refugio para los días más tristes. La peor batalla es contra el sueño. Se vuelve huidizo, frágil, indolente. Viene y va, según dicta el misterio de la noche. Increíble acostarse para que sucedan temblores, huracanes y otros imprevistos en el centro de la cabeza. Sin los favores del mundo onírico, vivir sería una pesadilla.
Las cordilleras existen para deleite de los viajeros. Se aprecian mejor desde el aire porque todo se aprecia mejor desde ahí. Vivir fuera mejor experiencia si se nos hubiera otorgado el privilegio de las alas. Podríamos hacerlas crecer con suplementos vitamínicos y llegar hasta alturas impensadas. Quizá podríamos poblar otros universos con sólo desearlo. Al despertar por la mañana sería imperioso una sacudida de alas y todo saldría volando en el cuarto. No las tenemos, para tranquilidad de los decoradores.
Los aviones sonríen cuando suben los pasajeros. Escuchan sus anécdotas y disfrutan su entusiasmo. Están lejos de ser aves, a las que reconocen como maestras del vuelo. Esperan aterrizar sin sobresaltos y andar entre nubes sin molestarlas con el ruido del motor. Cruzar el cielo es un ejercicio imposible y de virtudes heroicas. Más aún aterrizar con las prevenciones necesarias. Acaso no sólo es gasolina lo que necesitan los aviones. ¿Funcionarían sin pasajeros, sin el compartimiento del equipaje lleno?
El aserrín pelea por no tener forma. Salta, se vuelve sobre sí mismo, se arrincona y esquiva, hace ojos bizcos y se ríe de la escoba, que se esmera y falla en cada barrida. Su origen es incierto. Todas las maderas del mundo podrían ser la madre de cada pedazo. Hay trozos más gruesos que otros, los cuales imponen su condición a los demás. Los débiles cambian a condición de astillas. Todo es tan mudable que el aserrín pareciera humano y no un producto natural. Carpintería: museo de (in)formas.
La fortuna no es una rueda aunque todo apunta a su circularidad. Es lapso, ciclo, revuelta interior y desajuste. Es un barniz en los labios que se quita al menor roce. Quien la busca no la encuentra, quien la padece no la necesita y quien la tolera apenas puede digerir un plato de sopa. Su misterio es idéntico al de una caja de cerillos, salvo que enciende aún en días nublados y de lluvia. No hay ironía en la fortuna y el humor de los días recorre el cuerpo de la perfección. No tiene ojos entre semana, pero te observa los sábados.
¿Qué será de las uñas cuando son cortadas? ¿Huyen, se dispersan, escriben odas a su libertad? Los dedos nos acompañan y se rascan ellos mismos. Labor ingrata por dondequiera que se le mire. El cuerpo reclama la persistencia de sí mismo, pero al ser cortada la uña deja de ser parte de él. Lo mismo una pierna o un brazo que se amputa. Es posible que las uñas nos miren con desprecio. Crecieron para darnos la comodidad de rascarnos y, eventualmente, son desechadas sin clemencia. ¿Culpa del hombre o del cortauñas?
Las arrugas del rostro presumen su avance ante el espejo. Y siguen y marchan y declinan la inmovilidad. Se amanece para hacer un inventario renovado. Ahí transcurren, en la inminencia de su firmeza. Son una línea que confirma que el tiempo existe y no es una entelequia para evitar que todos los eventos transcurran en un solo instante. Lo indeseable es que se roben el espacio entre ellas mismas, ya que ser ventajoso no es una habilidad destacable y menos aún la posibilidad de una virtud. Tampoco son falta de agua, como se ha dicho. Son una resignación.

Se suele creer que los botones se desprenden de la ropa por el paso del tiempo, pero lo cierto es que saltan a voluntad propia. Suelen tener cuatro ojos para calcular la caída, pero dos son suficientes. Intuyen que caer será menos doloroso que la oscuridad del clóset. Los botones prevén, argumentan, discuten y se organizan. Son una fuerza invisible en un océano de perplejidad. Van y vienen sin que los poseedores de la prenda se enteren. Existen al margen aunque su tarea es mantener parte de la realidad unida.


El regreso de un clásico


Hombre y esfinge (Esteban Azamar)
La leyenda es consustancial para nimbar con lauros de oro la efigie de ciertos artistas. En el breve periodo de una década, entre la segunda mitad de los años ochenta y la primera mitad de los noventa, uno de los pintores que se perfilaba como perdurable era Esteban Azamar. Nacido en 1954, en Minatitlán, Veracruz, el artista había demostrado firmeza y levedad en el trazo siendo a la sazón un gran dibujante, además de un don para componer obras que si figurativas inducían a un orden simbólico. Era claro que para Azamar  el acto pictórico no constituía una sencilla representación del orbe cotidiano ni una asimilación nostálgica del neoclásico sino un orden en el que cada elemento poseía un secreto susurrando sibilino al espectador. Una composición plástica que participaba del encuentro entre elementos ajenos entre sí pero sin el habitual dejo surrealista. Diríase, como lo atestigua su preferencia por alusiones escultóricas y pétreas, que era un arte de ruinas, el testimonio de una razón fragmentaria.
El cambio de milenio transformó este derrotero . La devoción filial apartó a Azamar no sólo de la pintura sino de toda actividad ajena a la dedicación a su amada madre. Sus selectas obras –sólo lista dos exposiciones individuales y apenas una decena de colectivas– se convirtieron en emblemáticas y aun hoy circulan en subastas de Internet.
Azamar ha sufrido un profundo dolor, uno de esos golpes como el rayo de Vallejo, que lo han obligado a recapitular sobre la existencia y también sobre los fundamentos del arte. Paulatinamente ha retomado el sendero, primero como alumno, después como maestro de formación estética y últimamente otra vez como ejecutante. El lienzo aún aguarda pero entre tanto este ignoto maestro actúa con la fotografía digitalizada.
Las muestras de este quehacer recuerdan las composiciones clásicas de Azamar. Hombre y esfinge por ejemplo retoma una antigua fotografía de desnudo y la entrevera con una suerte de quimera que Azamar compuso con objetos encontrados. La composición evoca la serie de óleos de Azamar con fotografías de Eadward Muybridge y en la propia composición, en la atmósfera lograda a través de los filtros de Photoshop, se aprecia un cuadro de indudable factura azamariana con reminiscencias de la tradición simbolista y por qué no órfica. Otras obras, como Niveles del sueño, evocan a los cuadros de pequeño formato que junto a las empresas mayores, compuso Azamar en su juventud con elementos florales y orlas evocando la estética camp de las tarjetas de felicitación de los años treinta y cuarenta. Son obras que retoman el elemento camp pero al descontextualizarlo y urdirlo en una trama distinta transforman el sentido. Esa filiación camp lo acercó en su momento a Carla Rippey y también al denominado neomexicanismo.
Otra cualidad de Azamar es su pasión por la trama. No claro está por las peripecias narrativas sino por la simetría que urden las matemáticas vegetales. Y aquí en su nueva faceta de artista de manipulación digital, Azamar recupera ese gusto por las ramas, las frondas y las flores para componer collages que si abstractos no evaden nunca su origen natural. Una muestra, Naturaleza muerta.

Presentar estas imágenes que atestiguan el paulatino retorno de uno de los artistas mayores de México me conmueve y enorgullece. Disfrutémoslas como lo que son: un ejemplar regalo para conmemorar los diez años de Performance.




Por José Homero

Diez



En los más recientes diez años transcurridos hemos sido deponentes de la transformación, no sólo del contexto político social y de seguridad del país y del estado, sino de la forma en que el lenguaje ha ido perdiendo su carga semántica a fuerza de repetir palabras o recurrir a conceptos que acaban roídos hasta que su esencia se diluye en este inmediatez líquida que nos consume. De igual manera, este decenio ha parido una nueva jerga que se ha ido incorporando al imaginario colectivo y que de a poco hemos subsumido dentro de la normalidad léxica de los hablantes de este país. Son diez los términos aquí descritos, que pueden dar un bosquejo de lo que se dice líneas arriba.
En el centro de ese microcosmos se encuentra impunidad, de ella se hace bandera y centro para justificar el estado de las cosas; de tanto oírla, leerla en análisis, columnas e incluso en informes de entidades supranacionales como la ONU, ha acabado por no significar casi nada, su repetición acaba por blindar a quien se acusa, inoculándolo contra cualquier cosa que pudiera haber representado.
De la impunidad abreva la corrupción, relación simbiótica que incluso el propio Enrique Peña Nieto se declara incompetente en la materia para resolverla. Es cultural, dice. Y hay quien se levanta para rechazar sus dichos, señalando que ello es prohijarla; hipócritamente se llama “al ladrón, al ladrón” mientras se extiende la mano para ofrecer o recibir una dádiva, cuando desde los espacios periodísticos se enderezan campañas a modo, o en los reductos de la alta cultura y la academia se zurcen acuerdos al gusto. El que se ríe se lleva, y el que se lleva se aguanta.
El Estado como ente público está hoy en extinción. En los discursos vacuos de los políticos se acude al término como quien sumerge la mano en las pilas de agua bendita, hoy obsoletas en iglesias ante el criadero de gérmenes que representaba, buscando en él un asidero inexistente. Estado fallido resuena en los análisis de inteligencia y se levanta la guardia y el patrioterismo hincha pecho para rechazar al masiosare, ese extraño enemigo. El término perdió su esencia, su sentido.
Ciudadanía. Ajenos al concepto, nos llamamos ciudadanos sin entender a cabalidad de qué va la cuestión. Cabalgamos anodinos en los lomos de la desidia. México es uno de los países en Latinoamérica con el más bajo índice de confianza interpersonal,[1] lo que debilita el tejido social y en consecuencia la calidad de vida democrática de un país cada vez más abúlico. Un país con una baja confianza interpersonal es incapaz de lograr acuerdos. Desde el advenimiento de las redes sociales, se ejerce la ciudadanía desde el teléfono celular o la computadora, replicando mensajes e insultos sin que estos tengan un real impacto en las condiciones de vida del país.
Democracia, Borges la consideraba una superstición; Chomsky señalaba hace catorce años, cuando el EZLN marcaba la agenda política, que en América Latina se vivía (y se vive) en una policracia donde “se le asigna al público el papel de espectador, no de participante. Su función en un sistema democrático formal es presentarse de vez en cuando a marcar una boleta –lo que en la práctica es seleccionar entre sectores de las clases privilegiadas- y regresar a casa”. Es una entelequia y en esa medida su realización como vocablo nace muerta, no hay una vinculación directa entre el término y su realización objetiva en la cotidianidad.
Libertad de expresión. En los últimos años se ha escrito tanto sobre la ella y los muros que se pretenden construir desde las esferas del poder para acotarla. No obstante, es en los últimos años cuando el ejercicio de la libertad de expresión en este país ha tenido su mayor crecimiento, no gracias, cierto es, a la buena voluntad de autoridades de los tres órdenes de gobierno, ha sido un espacio ganado con base en el actuar responsable de verdaderos periodistas investigadores, de ciudadanos que ejercen en forma activa su condición, y no producto de la protesta o el golpeteo mediático que actúa bajo intereses económicos y de grupúsculos de presión.
A la par, el sustantivo periodista ha venido sufriendo el deterioro propio de la profesión convirtiéndose en reducto de oportunistas, que han hecho de ella un mecanismo de extorsión, cuarto poder tan corrupto o más que los otros tres que, se supone, delimita.
En este decurso, hemos subsumido como parte de la normalidad discursiva una triada que, estridente, obtuvo carta de naturalización y parecemos condenados a padecerla. Desaparecido, levantón y ejecutado son quizá la representación más acabada de la violencia desencadenada y reproducida hasta el adormecimiento en imágenes y discursos, en medios de comunicación, altavoces que dispersan su malaria, y conversaciones en voz baja, como evitando su invocación en una especie de conjuro infantil.
Son diez términos, apenas palabras pero que representan mucho de lo que hoy le duele a este país, ese que parece que algunos apenas descubren que está jodido.
Un texto que pretendía ser celebratorio de una década de esfuerzo continuado (Performance cumple diez años), salió un reproche, una mirada en el espejo que reproduce un rostro que quisiera no reconocer como propio pero que es el mío.
Aunque no todo es gris o marrón, el empeño puesto en empresas como la que conduce José Homero, le da tonalidades de selva, de trópico (“Trópico, ¿para qué me diste / las manos llenas de color? / Todo lo que yo toque se llenará de sol”), nave de los locos que se mantiene a flote a pesar de adversidades económicas y desinterés de los entes públicos, quizás en ello radique su éxito y de ello abreve la necedad de quien la impulsa. Brindo por eso.




[1] Un 72 por ciento de las personas considera que no se puede confiar en otras personas, según datos del Informe País de la Calidad de la Ciudadanía en México, publicado en 2014 por el IFE. Curiosamente, los niveles de confianza en las personas decrecen en las entidades ubicadas en el centro y sureste del país, mientras que en los estados del norte y occidente esta está por arriba de la media nacional. El bajo nivel de confianza en las instituciones se refleja en la disminución del porcentaje de confianza interpersonal de los ciudadanos.





Por Luis Enrique Rodríguez Villalvazo

El Síndrome Rimbaud




Aunque muchos lo intentaron, pocas figuras dañaron tanto a la literatura moderna en la medida y con la hondura como lo hizo Juan Nicolás Arturo Pedro Benavente Rimbaud (nombre que consta en la fe de bautismo conservada en la capilla de Charleville), príncipe de los poetas y rockstar decimonónico al que se le debe una de las obras más sucintas y poderosas de la lengua francesa; pájaro en llamas que conduce un vuelo sin escalas a la frustración alevosa y esencial en caso de que se intente seguir sus pasos: hablo de aquel mandato que obliga, sin posibilidad de rezongo, a escribir obras maestras antes de aprender a rasurarse el bigote, lo que resulta, si uno no ha nacido chino o bajo la estrella de los méndigos niños índigo, un absoluto despropósito.
Nadie ignora que por extraños e insondables motivos, desde que nace el ser humano se encamina con paso decidido hacia la muerte. Por lo tanto la cultura, desde distintos flancos, hace todo lo posible por volverlo un ser neurótico y funcional, es decir, un ciudadano modelo. De ahí que ni bien el individuo integra los instintos básicos para su supervivencia en el entramado social, se le obligue a desarrollar actividades que tienden a convertirlo –horror de los horrores– en un adulto ridículo. Impostado: estólido. Por ello todos los niños vestidos de viejos, con ademanes de señorcitos o de lograda elocuencia parezcan, en el mejor de los casos, remedos de ewoks siniestros: young genius is the secret name that fairies use for the psychopaths solía decir, ya con sus copas encima, Gilbert Keith Chesterton.
El valor de la precocidad –estigma del que me declaro culpable no por asunción propia sino por catalogación colectiva (acaso resulte ocioso aclarar que no me refiero a mi desempeño viril)– es un valor adquirido que bajo ninguna circunstancia puede homologarse en todas las artes conocidas, puesto que si bien existen pruebas notables de prodigios en la música y las matemáticas, al día de hoy es posible asegurar que si el arte verbal contiene un valor específico es sólo debido a la experiencia empírica del mundo: Mozart sólo ha habido uno y sus restos descansan en la fosa común: lo que abundan bajo el sol de medianía son los Salieris. Y hasta eso habría que verlo.
El mito del escritor juvenil, además de chabacano, es de factura improcedente. A diferencia de ciertas actividades motoras, cognitivas y sensibles perfectamente localizadas en el cerebro, el lenguaje literario es una herramienta complicada que sucede más en la distancia y en el tiempo: la literatura, en sus instantes más plenos, deviene antropología: Balzac, Chéjov, Pessoa e incluso Beckett (siempre Beckett, sobre todo Beckett) son esas formas extrañas en las que el lenguaje ha ensayado distintas formas de lo humano, nutrido siempre por la simultaneidad de la experiencia. Y es sabido que si los rusos supieron hacer arder sus corazón en la estepas y los estadounidenses enseñaron una forma de beber al siglo XX, sólo poetas, particularmente los surrealistas, pudieron bordear como aquellos inválidos a los que falta algún sentido la circunstancia íntima del acontecimiento. Tal es la grandeza de Rimbaud.
Arrancar los trabajos y los días a edad temprana para mejor abandonarse a sus deleites nada tiene de incorrecto: el desencanto llegará primero pero ya aguardaba a la vuelta de la esquina; después de todo si se trata de echar desmadre con ahínco pa luego es siempre tarde (en las lides del deseo los placeres exquisitos suceden entre los trabajos y las noches).
El rock, desde luego, arde mucho y con esmero, pero se trata de una pasión que sólo respeta a algunos cuantos; por ello, y ante la incapacidad de perdurar en el instante, vale la pena recordar el sollozo del poeta:

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...



Por Rafael Toriz

La broma de Praga


Puente de San Carlos, Praga vieja
Un gigante sueco y un psicoanalista esloveno conducían sendos taxis de lujo en el corazón de la Ciudad Vieja en Praga. Los taxis no eran de los amarillos, como recomendaban sinceramente los folletos de las agencias de viaje. Ronald Niedermann venía de Estocolmo, Suecia, huyendo de Lisbeth Salander; portaba un suéter de paca blanca con cuello de tortuga y encima una chamarra de piel oscura que daba la sensación de estar a punto de reventarse. Mientras que Slajov Zizek, cansado de ser un redactor multitask, llevaba puesta una gabardina azul, decolorada, un chaleco guinda de estambre y una camisa mostaza diluida del cuello, y venía de Liubliana, Eslovenia.
Niedermann y Zizek veían a los turistas que compraban en las tiendas de marca como Gucci y Cartier en pleno corazón del barrio judío. Aparte de las bolsas de diseño, las cámaras fotográficas y la compulsión por caminar sin un proceso mimético adecuado, Ronald y Slajov sabían a la perfección quién llevaba en la frente una tarjeta que dijera “¡Estáfame!”, como esas que se utilizan en las llegadas de los aeropuertos para identificar al huero visitante. Y a eso se dedicaban en un cuadro de la ciudad checa en donde, de pronto, cualquiera puede transformarse al amanecer, y sin razón, en un bicho.
Mi esposa y yo veníamos del Hoffmeister, hotel spa que se ubica a un costado del Castillo. El paseo nocturno no tenía ningún inconveniente, y menos en fin de año, donde el frío empezaba a apretar a las parejas de guiris que insistían en conocer los meandros del río Moldava en sus insólitos rincones góticos, como si fuesen protagonistas de una escena onírica de Brian de Palma en Misión imposible.
Sí, veníamos del Castillo, de ver la pequeñísima casa de Franz Kafka en la Callejuela del Oro número 22, y nos disponíamos a disfrutar del Teatro Negro. Los boletos los compré a Pavel Nedved, quien entusiasta me sugirió en inglés que de una vez los adquiriese porque en taquilla luego ya no alcanzaría. Le creí. Además me distraje de su discurso al ver la chamarra de globo italiana, negra, fresísima, que se ponía en la banca de la Juventus. De tal forma que no precisé el lugar de la función.
Me confié entonces y nos dimos la oportunidad de registrar unas postales fotográficas con la ipad y los teléfonos celulares. Las tomas eran con el Puente Carlos de fondo. También estaba emocionado por las gárgolas de la iglesia de San Vito, por el Judas que perdía la lengua a manos del Diablo, pero sobre todo por la compra de un golem tamaño miniatura. En efecto, adquirí un golem de metal, un mito de escasos cinco centímetros –diametralmente opuesto a lo imaginado–, que se le mueven piernas y brazos, en Kolos Alchemist, que se unía a otro golem que compré de arcilla y a un librito que explica la leyenda del rabino Lowe. Digamos de paso que estos golem se integran a una colección donde está un Tláloc de trapo folclórico y un triceratopo de lana rosada confeccionado en San Juan Chamula, Chiapas.
Inclusive pasamos de rapidito a la tienda de chunches de la Fundación Kafka para diagramar eventuales compras de pánico que incluían una bellísima edición bilingüe de La Metamorfosis e infinidad de bromas de Fun explosive jugando con la identidad intelectual de la región.
Teníamos tiempo de sobra para recorrer los escasos cien metros donde, según yo, estaba el teatro. Cuando llegamos al foro, una casa vieja con equipamiento moderno, el taquillero a señas me dijo que allí no era la función sino en otro lado. Y sólo restaban cinco minutos. Lo fácil: tomar un taxi –que fuera amarillo–; pero, lo complicado: como toda cascada de mala suerte, no teníamos dinero para pagarlo, pues todo lo cubrimos con tarjeta (como el excelso abrigo Boss que me costó menos de cuatro mil pesos).
De pronto no había cajeros, ni uno, en la calle de las más prestigiadas marcas de la moda europea. Bueno, había uno, escondido, que nos dio, por cierto, puro billete de mil coronas. Por fin vimos una luz al final del túnel y corrimos por el dichoso taxi que no era amarillo sino negro.
Ahí estaban Niedermann y Zizek, que recién había llevado a Olga, la musa pretendiente de Nathan Zuckerman, ya vetarra, a una orgía con exagentes del estado estalinista de Checoslovaquia.
Las manazas de Ronald infligían temor: rubio todo, casi albino, con ceja oscura. Mejor nos subimos con el venerable Zizek que, de cualquier manera, también era chofer de un taxi negro de lujo. Daba igual. Ya para esto teníamos el tiempo encima y no queríamos desaprovechar la ocasión para conocer el Teatro Negro.
Le indiqué la dirección y Zizek, calmo, tomó el apunte y la escribió en el tablero de su GPS que lo detectó de inmediato. Sospeché todo cuando salió por la sinagoga de la zona de Ciudad Vieja y vi como ráfaga el café Savoy. Pensé que nos raptaría el filósofo y que nos llevaría a la periferia para sufrir una pesadilla tipo la cinta Hostal o que se pondría a leernos algunas críticas a Hegel y Lacan y nosotros en actitud de Naranja mecánica de Stanley Kubrick. Sin embargo, dio vuelta y en tres cuadras ya estábamos pasando por Rodolfium, donde tocan a Mozart, uno de los hijos adoptivos predilectos de la República Checa.
De lado derecho alcancé a notar el pórtico del Puente Carlos y viró Zizek a la izquierda en la siguiente cuadra, con el GPS nos puso en la calle Narodni, vimos el Teatro Nacional, alma máter de la ópera, y nos detuvimos en una modesta placita como si fuese el pasaje Enríquez, en cuyo subterráneo daban la función de Life is life.
Le pregunté a Zizek cuánto era la tarifa y me dijo que quinientas coronas. Me vi entonces en un callejón: saqué un billete de mil coronas y se lo puse en la mano. De su gabardina desgastada sacó una cartera, con todo sigilo la revisó y tomó un billete, de quinientas, mi cambio. Era café la cartera. Zizek volteó y me miró a los ojos. Me entró la duda si era el verdadero intérprete de la vigilia de Hitchcock. Me pareció que más que a Zizek al que tenía frente a mí era Emir Kusturica. Tenía el cabello sebocito, como el director de Tiempo de gitanos después de entrevistar a Maradona. Recordé una foto del popular Zizek donde sus ojos tristes rimaban con la barba oblonga y desaliñada. El taxista de marras tenía una mirada más de mafioso de 8mm. Y hasta pensé que no tenía barba.
Puso en mi mano el billete de 500 sin dejar de mirarme. Le sostuve la mirada para que no oliera mi miedo. Sólo advertí de reojo el número 500 del billete y lo introduje en mi cartera, también café. Le di las gracias y me centré en correr para disfrutar la función de Teatro Negro, en donde no había ni veinte personas para un espectáculo perfecto de luces fosforescentes. En medio de los pasajes de Life es life, pensé en la bondad del universo que nos propone el director de El gran Hotel Budapest, Wes Anderson, y en que a mi padre le gustaba mucho Stefan Zweig –y me puse a leer Fouché–. Y al mismo tiempo hice mi cuentita: de la zona de Ciudad Vieja al teatro en la calle Narodni son, cuando más, diez cuadras entre chicas, medianas y largas. En tiempo hicimos siete minutos. Las coronas valen como la mitad de los pesos. Es decir, pagué 250 pesos por una corrida de, ¿qué te gusta?, ¿ochenta o cien pesos?
El espectáculo recuerda muchas técnicas visuales que permiten suplir la carencia de recursos de producción. Se trata de una base técnica que instauró el mismo George Meliés, que con sus selenitas en Viaje a la Luna, dejaba en claro la utilidad de la caja negra. Se trata de un orden físico tremendo donde la palabra queda atrás. Eso nos fascinó del Teatro Negro: la tarea muda para un decir vasto. Asimismo, también recordé los dibujos de Kafka, sobre todo el escritor tendido en un escritorio, que no era otra cosa que Teatro Negro. Max Brod tituló varios de los dibujos de Kafka como “marionetas negras que penden de hilos invisibles”.
Por ello decidimos olvidar el incidente que nos demoró la llegada al teatro de la calle Narodni y nos fuimos a cenar a un restaurante italiano en el puente que nos conecta a la zona del Castillo. En el restaurante nos sirvieron una deliciosa pasta con mariscos y de fondo musical teníamos a Billy Joel, que siempre se aparece sin pedir permiso por estos lares de un Oriente socialista prohibido anteriormente para el género del rock.
Los alimentos y el vino nos dieron todavía energía para un paseíllo antes de llegar a las faldas del Castillo. Las embajadas, con sus antiguas pero súper cuidadas construcciones, contrastaban con la maraña de tejados de Ciudad Vieja, encimados, como conectados secretamente, órganos de cemento y chimeneas que se amontonan como escenografía inclinada del expresionismo alemán. Toda la estética de El gabinete del doctor Caligari se entiende aquí, en una ciudad con un barroquismo cabalístico que tiene que ver con una lucha de resistencia entre la historia, la economía paupérrima, los tiranos, el imperio, el absurdo régimen comunista y la propia resistencia al clima inmisericorde cuando se trata del invierno.
Al otro día, muy temprano, fuimos a la casa donde nació Kafka. En la antigua calle de Niklas la casucha de dos pisos estaba en los bordes del gueto de Praga. Ahora hay un café y enfrente, en las noches, venden vino caliente sabrosísimo, con aros de pan azucarados también sabroso. Por su cercanía, los cronistas de Praga presumen que la casa de Kafka en algún momento funcionó como sede de la prelatura de los benedictinos eslavos que tenían su iglesia muy cerca, a una cuadra y media: la iglesia de San Nicolás.
Para no variar, siempre que viajamos le compro un rosario a mi madre. De palo de rosa, de plástico, salpicados en plata, o de lo que sea, el chiste es que ella se sienta satisfecha con tener algo sagrado del lugar. Así como yo busqué incunables de Kafka, pues ella igual con sus rosarios. La iglesia de San Nicolás no exhibe las riquezas de una casta eclesiástica, es muy modesta en relación con el resto de las iglesias en Praga, sobre todo si la comparamos con la que se encuentra dentro del Castillo. En San Nicolás compré los chunches religiosos y entonces pagué con los billetes de coronas. El señor que me recibió el dinero me señaló que no quería el billete de quinientos que Zizek me había dado de cambio. Me tomó el de mil coronas y me dio a su vez vuelto.
Salimos con tiempo suficiente para conocer otro lugar que habíamos reservado precisamente para concluir nuestro viaje. El vuelo de avión a Madrid era a media tarde y teníamos que irnos después de comer. Y nuestro último destino era el cementerio judío.
Para ello iría cuando menos con dos prejuicios. Uno, recordaba esa figura de cejas tupidas y en general de aire mefistofélico del rabino de Un hombre serio, de los hermanos Coen, donde para concluir el periplo del rito inicial de Danny Gopnik, un joven, le recomienda escuchar el disco Surrealistic pillow, de la banda psicodélica Jefferson Airplane. Y un segundo, quizá menos incorrecto pero igualmente pantagruélico, lo hallé en El cementerio de Praga, la novela de Umberto Eco. El erudito italiano nos plantea en Simonini a un personaje, genial impostor, capaz de crear cualquier documento apócrifo. A lo largo de la novela Simonini nos muestra el lado antisemita del piamontés con singular finura.
Fue entonces que se me reveló todo en este encuentro sumario. Visitaría el Cementerio… pero habría que pagar 300 coronas y 50 por el derecho a sacar fotos. La fila era extensa y no avanzaba. No me explicaba cuál era el motivo de la tardanza. Cuando me tocó mi turno me enfrenté a un personaje marginal del libro de Eco. La encargada de la librería Beaune era la misma que me atendía. Una vieja arrugada, “vestida siempre con una inmensa falda de lana negra y una cofia que parecía la Caperucita Roja que, afortunadamente, le tapaba una mitad de la cara”. Era una mujer cuarteada por el tiempo. Estaba por supuesto encorvada y dirigía su cuello como ave de rapiña. Lerdamente me pidió 600 coronas. Saqué mi cartera e intenté ocupar mi billete de 500 coronas que me dio Zizek. La anciana alzó la mano y estiró su retorcido dedo índice y lo hizo moverse en dirección pendular para frenarme. No, ese billete es falso, me dijo. Es extranjero. No es checo. No son coronas. Su billete es de Bulgaria. Y como no tenía más coronas ni aceptaban pago con tarjeta, fue un instante donde resumí la estafa de Zizek. Lo de menos era cuán caro me habría cobrado la carrera del taxi. Más bien me había robado por completo mil coronas al darme un billete de 500 lev, la moneda búlgara, que carecía de valor en las casas de cambio.

Debí haber pensado en el color de los taxis. Niedermann y Zizek sabían de lo que estamos hechos los turistas. De en balde me había servido la lectura de las obras completas de Milan Kundera, quien narra en cuentos la manipulación a los dirigentes del partido a través de los horóscopos. Nada es lo que parece, sostiene Eco. En la tierra de Kafka, insisto, cualquiera puede amanecer como un bicho raro. Y ni un golem se salva de esta paradójica, oscura, misteriosa y cabalística ciudad. Vaya, ni siquiera el cementerio judío, que no llegamos a conocer por culpa de esta broma de Praga.




Por Raciel D. Martínez