Aunque muchos lo intentaron, pocas
figuras dañaron tanto a la literatura moderna en la medida y con la hondura
como lo hizo Juan Nicolás Arturo Pedro Benavente Rimbaud (nombre que consta en
la fe de bautismo conservada en la capilla de Charleville), príncipe de los
poetas y rockstar decimonónico al que se le debe una de las obras más
sucintas y poderosas de la lengua francesa; pájaro en llamas que conduce un
vuelo sin escalas a la frustración alevosa y esencial en caso de que se intente
seguir sus pasos: hablo de aquel mandato que obliga, sin posibilidad de
rezongo, a escribir obras maestras antes de aprender a rasurarse el bigote, lo
que resulta, si uno no ha nacido chino o bajo la estrella de los méndigos
niños índigo, un absoluto despropósito.
Nadie
ignora que por extraños e insondables motivos, desde que nace el ser humano se
encamina con paso decidido hacia la muerte. Por lo tanto la cultura, desde
distintos flancos, hace todo lo posible por volverlo un ser neurótico y
funcional, es decir, un ciudadano modelo. De ahí que ni bien el individuo
integra los instintos básicos para su supervivencia en el entramado social, se
le obligue a desarrollar actividades que tienden a convertirlo –horror de los
horrores– en un adulto ridículo. Impostado: estólido. Por ello todos los niños
vestidos de viejos, con ademanes de señorcitos o de lograda elocuencia
parezcan, en el mejor de los casos, remedos de ewoks siniestros: young
genius is the secret name that fairies use for the psychopaths solía decir,
ya con sus copas encima, Gilbert Keith Chesterton.
El
valor de la precocidad –estigma del que me declaro culpable no por asunción
propia sino por catalogación colectiva (acaso resulte ocioso aclarar que no me
refiero a mi desempeño viril)– es un valor adquirido que bajo ninguna
circunstancia puede homologarse en todas las artes conocidas, puesto que si
bien existen pruebas notables de prodigios en la música y las matemáticas, al
día de hoy es posible asegurar que si el arte verbal contiene un valor
específico es sólo debido a la experiencia empírica del mundo: Mozart sólo ha
habido uno y sus restos descansan en la fosa común: lo que abundan bajo el sol
de medianía son los Salieris. Y hasta eso habría que verlo.
El
mito del escritor juvenil, además de chabacano, es de factura improcedente. A diferencia
de ciertas actividades motoras, cognitivas y sensibles perfectamente
localizadas en el cerebro, el lenguaje literario es una herramienta complicada
que sucede más en la distancia y en el tiempo: la literatura, en sus instantes
más plenos, deviene antropología: Balzac, Chéjov, Pessoa e incluso Beckett
(siempre Beckett, sobre todo Beckett) son esas formas extrañas en las que el
lenguaje ha ensayado distintas formas de lo humano, nutrido siempre por la
simultaneidad de la experiencia. Y es sabido que si los rusos supieron hacer
arder sus corazón en la estepas y los estadounidenses enseñaron una forma de
beber al siglo XX, sólo poetas, particularmente los surrealistas, pudieron
bordear como aquellos inválidos a los que falta algún sentido la circunstancia
íntima del acontecimiento. Tal es la grandeza de Rimbaud.
Arrancar
los trabajos y los días a edad temprana para mejor abandonarse a sus deleites
nada tiene de incorrecto: el desencanto llegará primero pero ya aguardaba a la
vuelta de la esquina; después de todo si se trata de echar desmadre con ahínco
pa luego es siempre tarde (en las lides del deseo los placeres exquisitos
suceden entre los trabajos y las noches).
El
rock, desde luego, arde mucho y con esmero, pero se trata de una pasión que
sólo respeta a algunos cuantos; por ello, y ante la incapacidad de perdurar en
el instante, vale la pena recordar el sollozo del poeta:
Juventud,
divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer... ♦
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer... ♦
Por Rafael Toriz