Chupacabras con sabor a tiranosauriogremlin |
Debo comenzar diciendo que
extraño al chupacabras. Crecí con su presencia en las noticias: hace veinte
años era común que alguien dijera haberlo visto e incluso capturado. Esos
avistamientos eran más bien improbables, movidos por el deseo del dinero fácil
y la fama instantánea, o por las ganas de conocer en persona a Jaime Maussan.
Allí iba el provinciano, cargando un cadáver de perro callejero deformado por
las inclemencias del sol y de los inviernos, a pararse en un set de
televisión o a recibir al avispado reportero con chaleco de mil bolsillos,
mientras afirmaba categóricamente ante las cámaras que sí, que ese era el
chupacabras, que al fin habían capturado a la escurridiza creatura. El caso se
transmitía en algún canal de televisón abierta y la conmoción era inmediata: la
gente, boquiabierta, le hablaba a sus amigos o corría a contarle a los vecinos
de la cuadra; los padres y abuelos movían la cabeza de arriba a abajo, certeros
ante la confirmación de algo que nunca dudaron. “Y decían que se lo había
inventado Salinas”, apuntalaban. Hoy, esa efervescencia, como corresponde a sus
orígenes químicos, se ha diluido, y no puedo menos que lamentarlo.
La fama del chupacabras permanece, ahora, mayormente oculta. Su
nombre ya no ocupa primeras planas; algunos estudiosos afirman haber descifrado
su linaje y aseguran que el chupacabras nunca fue tal: era una manada de
coyotes con un virus que les carcomía la piel, dicen, o: fue producto de la
imaginación de una muchacha que vio en demasiadas ocasiones las películas de Species,
a grado tal que la ficción de la película terminó superponiéndose a la realidad
de su natal Puerto Rico, el primer lugar donde se avistó a la creatura. El
chupacabras, palabras más, palabras menos, no existe, nunca existió, jamás pasó
de ser un alucine colectivo. Pero el chupacabras (o la idea del chupacabras) no
se rinde, y sin previo aviso salta de vez en cuando a los titulares, sólo para
comprobar su radical estático. De pronto se le ve asomarse en las páginas
interiores de un ejemplar del Semanario de lo Insólito, o alguien,
generoso, sube un video a internet en el que, tras decodificar lo que sugieren
unos píxeles de ánimo expresionista, se alcanza a mirar el cuerpo ya sin vida
de un supuesto ejemplar.
Acaso el chupacabras se rehúse a morir porque en él confluyen
ideas que nos son comunes. El chupacabras es, qué duda cabe, un heredero de
aquel nahual mesoamericano cuyas correrías se siguen contando en pueblos,
rancherías y demás zonas a las que el México del Progreso no ha llegado en su
totalidad. El nahual, en su acepción contemporánea, refiere a un brujo con la
habilidad de transformarse en animal y, de esa forma, perpetrar robos,
intimidaciones, simples y maliciosos sustos. Como el nahual, el chupacabras
ataca de noche; su refugio es el campo en el que todos duermen: su manto es la
oscuridad y con ella se cubre para no ser capturado. Como el nahual también, el
chupacabras no tiene una forma precisa: su morfología es cambiante, mutatis
mutandis; su aspecto es utilitario, se modifica según quien asegura haberlo
visto (el chupacabras es una creatura de la subjetividad): un día parece un
coyote y al día siguiente, un canguro pequeño. No en vano sus primeras
apariciones ocurrieron en países con estrechos vínculos culturales: parecía que
los únicos capacitados para verlo en acción éramos los hispanohablantes. Si
Octavio Paz aún viviera y decidiera internarse, de nuevo, en las profundidades
del laberinto de la soledad, invariablemente tendría que psicoanalizar al
chupacabras.
*
* *
La más reciente incursión del chupacabras de la que tuve
conocimiento apareció en un periódico del que nunca había escuchado y del que
nunca volví a escuchar: como tantos otros, llevaba las palabras «Crónica» y
«Veracruz» en su título. Según contaba la nota, algunos habitantes, hartos ya
de que su ganado desapareciera y de que sus exigencias a la policía no fueran
tomadas en cuenta, emprendieron la cacería, internándose en los alrededores de
su localidad. Después de varios días siguiendo el rastro de la bestia, los
locales terminaron por abatirlo a tiros; después de matarlo, lo fotografiaron y
dieron aviso a las autoridades y a los periódicos de la zona. La nota se hizo
merecedora a un breve espacio en la versión impresa del periódico y a una
entrada en su página de Internet, donde podía verse la foto a todo color. Allí
estaba el chupacabras: yacía en una porción de tierra de Paso de Ovejas,
rodeado de hojas de plantas. Era su cuerpo como el de un lagarto, no muy
distinto al de un dragón de Komodo, la mandíbula perruna, abierta en una última
mueca delirante; sus extremidades, alargadas y con cinco dedos coronándolas,
parecían más humanas que reptiles. El torso exhibía varios pequeños orificios,
y su cola parecía desprenderse del resto del cuerpo, acaso por efecto de las
balas. Los habitantes de Paso de Ovejas estaban divididos: algunos tenían la
certeza de estar ante el chupacabras; otros, los más, creían firmemente que el
animal capturado era un nahual al que no le dieron tiempo de volver a su forma
humana: las extremidades, decían, tan parecidas a manos humanas, lo
confirmaban. Nadie dio seguimiento al caso, y es probable que la bestia abatida
haya sido ya asimilada por la tierra negra y húmeda donde abandonaron su
cadáver.
Esa noticia apareció hace más de un año: desde entonces, no he
visto ninguna nueva nota sobre el chupacabras. En ocasiones surge alguna que me
devuelve la esperanza; una rápida lectura hace ver que no es más que material
reciclado de casos ya desmentidos. Vuelvo así a sumirme en la nostalgia por el
chupacabras: este punzante extrañamiento de la última creatura que albergó la
posibilidad de otro México: uno en el que, bajo la aparente y aplanadora
urbanización de concreto, habitaran seres extraños, últimos reductos del
vínculo supersticioso que unía a muchos. Este México, inserto en un mundo en el
que la posibilidad de lo fantástico ha dado paso a la tangibilidad de lo
plausible, preserva al chupacabras en su imaginario como una curiosa pieza de
museo, un críptido que, como aquellos que poblaban los cuartos de maravillas de
los siglos XVI y XVII, funciona como un recordatorio de las posibilidades de un
planeta aún desconocido. El error, creo, radica en pensar que todo ha sido
descubierto ya, que no existe nada más allá de esta racionalidad: que esta
visión es la última frontera. “Es un mundo extraño. Mantengámoslo así”, tenían
como lema los personajes de Planetary, aquel cómic de Warren Ellis y
John Cassaday que relataba las aventuras de un grupo de aventureros
atemporales, permanentes retadores de lo fantástico. En algún rincón inexplorado
de México, estoy seguro, el chupacabras suscribe esa afirmación, esperando el
momento idóneo para abandonar, de nuevo y para siempre, su escondite. ♦
Por Luis Reséndiz