Utilizo un
bastón para agitar las nubes. Agito el
aire. Se mueve. Se hace un torbellino en forma de cono. Me detengo y todo
termina en el suelo. Escucho risotadas al fondo. Parto el bastón en dos. Una
mujer me mira de lejos. Ella lo necesitaba. Pienso, medito, vuelvo sobre mis
pasos. Inicia sólo aquello que nos confirma la paradoja. Habitamos en el
lenguaje porque es lo único que tenemos. El prado es verde y el sol no brilla.
Las nubes están agitadas aunque recuerdan la fuerza del viento. La mujer se
arroja al precipicio.
En el correo hay una carta sin remitente. No la
abro. Le escribo el nombre del vecino y la reenvío a otra dirección. La carta
se escurre entre buzones porque su misión es evitar la inmovilidad. Viaja de un
lado a otro y estalla y nos confirma el dicho de Heráclito. La devoción es para
los débiles, así como el ansia de llegar primero. A la carta no le importa lo
que desayuno. Se levantó una frontera entre su destino y el mío. Habitamos
mundos distintos, nos alejamos en el tiempo y ninguno de los dos extraña al
otro.
Lo normal es que la bala viva inconforme con serlo,
pero es el destino de todos. Habita en un lugar cerrado y sin previo aviso
recibirá un golpe en la parte trasera. Saldrá disparada en busca de un
objetivo. Una bala es una bala es una bala es una bala. Habita su redondez para
perseverar en su condición de instrumento. Y al ser lanzada gira y rueda y se
concentra para llegar a ese objeto providencial que la detenga. Detesta el
movimiento y prefiere la seguridad de su caja antes que la velocidad de un
disparo, así sea a quemarropa.
El cielo y la tierra no son asimétricos. La
intemperie es un sitio para los elegidos. Pasadizos de aire, tolvaneras en un
desierto de hielo. Que nadie tiemble si la brisa no le afecta. De nada sirve
gritar si el eco es una memoria del pasado. Herimos a la insistencia y damos la
vuelta a la cobija. Para dormir es necesario fundirse con un mundo de imágenes
superpuestas. Bostezo fugaz de arrepentimiento y delirio. En un punto
específico del espacio nos diluimos para conocer las alcantarillas y ahí
reconocer la forma oculta de aquel rostro.
A la sombrilla no le gusta el agua porque es sucia
y delirante y soberbia. Se agita antes de abrirse para escapar a las manos que
la aprisionan. Sabe que el tesoro de su personalidad es un enigma, incluso para
ella misma. De ahí que se resigne al trato infrecuente y poco delicado. La
lluvia de verano es desconsiderada y la busca con insistencia. Es capaz de
dirigir sus gotas hacia un punto específico y minar cualquier objeto a través
del golpeteo constante. La brisa es caprichosa y no se deja gobernar.
La punta de un lápiz subsiste a las exigencias del
usuario, pero cambia de forma. Es un ritmo, una línea, el paso tenue del jaguar
previo al ataque. Los animales fabulosos nos rodean y exigen de nosotros
discreción para lograr la invisibilidad. Es un arte decoroso y amplio. Existe
en los márgenes de la impotencia que ataca sólo a los objetos que se enfrentan
con rigor a la vitalidad. Ahí existe, palpita, se congrega en una cueva sin
fondo. Bucea sin agua y agita un océano sin fondo. La multitud observa desde la
distancia.
Cada que llega la noche me pregunto si podré dormir
a pierna suelta. Tiento la cama, reordeno las sábanas, me fugo de la
rigurosidad de quien la tendió sin disciplina. La cama es un refugio para los
días más tristes. La peor batalla es contra el sueño. Se vuelve huidizo,
frágil, indolente. Viene y va, según dicta el misterio de la noche. Increíble
acostarse para que sucedan temblores, huracanes y otros imprevistos en el
centro de la cabeza. Sin los favores del mundo onírico, vivir sería una
pesadilla.
Las cordilleras existen para deleite de los
viajeros. Se aprecian mejor desde el aire porque todo se aprecia mejor desde
ahí. Vivir fuera mejor experiencia si se nos hubiera otorgado el privilegio de
las alas. Podríamos hacerlas crecer con suplementos vitamínicos y llegar hasta
alturas impensadas. Quizá podríamos poblar otros universos con sólo desearlo.
Al despertar por la mañana sería imperioso una sacudida de alas y todo saldría
volando en el cuarto. No las tenemos, para tranquilidad de los decoradores.
Los aviones sonríen cuando suben los pasajeros.
Escuchan sus anécdotas y disfrutan su entusiasmo. Están lejos de ser aves, a
las que reconocen como maestras del vuelo. Esperan aterrizar sin sobresaltos y
andar entre nubes sin molestarlas con el ruido del motor. Cruzar el cielo es un
ejercicio imposible y de virtudes heroicas. Más aún aterrizar con las
prevenciones necesarias. Acaso no sólo es gasolina lo que necesitan los
aviones. ¿Funcionarían sin pasajeros, sin el compartimiento del equipaje lleno?
El aserrín pelea por no tener forma. Salta, se
vuelve sobre sí mismo, se arrincona y esquiva, hace ojos bizcos y se ríe de la
escoba, que se esmera y falla en cada barrida. Su origen es incierto. Todas las
maderas del mundo podrían ser la madre de cada pedazo. Hay trozos más gruesos
que otros, los cuales imponen su condición a los demás. Los débiles cambian a
condición de astillas. Todo es tan mudable que el aserrín pareciera humano y no
un producto natural. Carpintería: museo de (in)formas.
La fortuna no es una rueda aunque todo apunta a su
circularidad. Es lapso, ciclo, revuelta interior y desajuste. Es un barniz en
los labios que se quita al menor roce. Quien la busca no la encuentra, quien la
padece no la necesita y quien la tolera apenas puede digerir un plato de sopa.
Su misterio es idéntico al de una caja de cerillos, salvo que enciende aún en
días nublados y de lluvia. No hay ironía en la fortuna y el humor de los días
recorre el cuerpo de la perfección. No tiene ojos entre semana, pero te observa
los sábados.
¿Qué será de las uñas cuando son cortadas? ¿Huyen,
se dispersan, escriben odas a su libertad? Los dedos nos acompañan y se rascan
ellos mismos. Labor ingrata por dondequiera que se le mire. El cuerpo reclama
la persistencia de sí mismo, pero al ser cortada la uña deja de ser parte de
él. Lo mismo una pierna o un brazo que se amputa. Es posible que las uñas nos
miren con desprecio. Crecieron para darnos la comodidad de rascarnos y,
eventualmente, son desechadas sin clemencia. ¿Culpa del hombre o del cortauñas?
Las arrugas del rostro presumen su avance ante el
espejo. Y siguen y marchan y declinan la inmovilidad. Se amanece para hacer un
inventario renovado. Ahí transcurren, en la inminencia de su firmeza. Son una
línea que confirma que el tiempo existe y no es una entelequia para evitar que
todos los eventos transcurran en un solo instante. Lo indeseable es que se
roben el espacio entre ellas mismas, ya que ser ventajoso no es una habilidad
destacable y menos aún la posibilidad de una virtud. Tampoco son falta de agua,
como se ha dicho. Son una resignación.
Se suele creer que los botones se desprenden de la
ropa por el paso del tiempo, pero lo cierto es que saltan a voluntad propia. Suelen
tener cuatro ojos para calcular la caída, pero dos son suficientes. Intuyen que
caer será menos doloroso que la oscuridad del clóset. Los botones prevén,
argumentan, discuten y se organizan. Son una fuerza invisible en un océano de
perplejidad. Van y vienen sin que los poseedores de la prenda se enteren.
Existen al margen aunque su tarea es mantener parte de la realidad unida. ♦
Por Luis Bugarini