Rafael Antúnez con el arca que lo salvará del diluvio |
El
narrador Rafael Antúnez acaba de reeditar por tercera ocasión su primera y
hasta el momento única novela, La isla de
madera, un clásico secreto de las letras mexicanas. Juan Javier
Mora-Rivera, acucioso lector, conversa con Antúnez en torno a su novela y el
mito del diluvio.
Referir
los diversos temas, personajes y
situaciones referidas en La isla de madera resulta casi imposible si el
objetivo es la brevedad. A partir de un puñado de ideas propuestas, en esta
entrevista Rafael Antúnez (Xalapa, 1960) apunta no sólo los orígenes de esta
novela, sino que la define como autobiográfica en más de un sentido, a la
manera de sus también luminosas Nostalgias de un fumador y otros ensayos
(2013). La isla de madera alcanza en este 2014 su tercera edición, ahora
bajo el sello del Instituto Literario de Veracruz, en su colección El
Rinoceronte de Beatriz, y es por ello, con toda certeza, que Antúnez se muestra
complacido y sonríe. Lo mismo hace tras escuchar la primera pregunta…
Esta edición de La isla de
madera bajo el sello de el Instituto Literario de Veracruz es la tercera de
tu novela. ¿Qué significa para ti esto, más allá de que cada edición se agote y
se vuelva inconseguible hasta la siguiente impresión?
Rafael Antúnez: Significa, ante todo, una alegría,
pues te permite la posibilidad de hallar nuevos lectores.
Tal vez esta debió ser la primera
pregunta: ¿Cómo surgió La isla de madera?
R. A: La idea original era escribir un libro
de cuentos que, pretenciosa e ingenuamente, buscaba ser una reescritura de la
Biblia. Uno de los cuentos que formaban parte de ese proyecto retomaba la idea
de Julio Torri acerca de la extinción de los animales fantásticos durante el
diluvio. Ese cuento creció y absorbió otros temas y otros cuentos, y poco a
poco se fue haciendo más clara en mí la idea de escribir una novela sobre el
diluvio.
¿Cuál es la apuesta que haces en
tu novela?
R. A: Indudablemente por la fuerza del lenguaje, por
su maravilloso poder creativo. Apuesto por reinventar el pasado, la historia.
La historia diluvial siempre desbordó mi imaginación, los tres apretados
capítulos que ocupa en la Biblia me parecían injustos para una historia como
ésta. También hay una apuesta –y en esto la novela coincide totalmente con lo
que he hecho en casi todos mis libros–: elevar la mentira a las alturas del
arte. Hay, sí, una exploración de los sentimientos que imagino inherentes a la
vejez: la decadencia, la imposibilidad de la comunicación, que tiene como
reflejo la imposibilidad del amor; la soledad, la proximidad de la muerte, pero
también el deseo, la dicha de hallar un cuerpo, la embriaguez como un acto de
liberación, más que como un vasallaje o una dependencia… Temas todos también
comunes a mis cuentos y a mis ensayos, aunque quizá de una manera distinta: el
lenguaje y el tratamiento en la novela y en el ensayo son más vivos que en los
cuentos. Hay una mayor dosis de humor aquí, así como una serie de homenajes que
también se daban en los cuentos y en los ensayos pero de maneras diferentes.
Quizás esto haya motivado el que una serie de personas, obtusamente,
consideraran lo hecho por mí como meros plagios.
¿Es decir que tienes una teoría
personal sobre lo que significa un “plagio”?
R. A: No la llamaría una teoría. Más
bien una defensa de la “apropiación literaria”, entendida sobre todo como un
diálogo con ciertos autores, con ciertas obras. Un acto, a fin de cuentas,
amoroso y de admiración. En este sentido todo plagio vendría siendo, ante todo,
un homenaje. Uno no plagiaría a Paulo Coelho o a Mario Benedetti, autores que a
mí no me inspiran ni flojera. En cambio si admiras a alguien al grado de apoyar
tu escritura en sus ideas y en algunos de sus aportes estilísticos creo que no
tan sólo es perfectamente válido, sino que resultaría idiota tratar de escribir
sin mantener un vivo y constante diálogo con tu tradición. Nada hay más
nutricio que alimentarse de los clásicos, de tus clásicos. Uno se toma
la libertad de apropiarse algunas palabras, de un punto de vista, de una
anécdota, porque a parte de ser de autores que resultan altamente
significativos para uno, encuentras que sus palabras son palabras que mantienen
una enorme vitalidad, son palabras que no importa el tiempo que nos separe del
momento en que fueron pronunciadas, siguen vigentes; mejor aún, vivas.
Entonces, hay dos apuestas en La
isla de madera: el poder de la palabra y la versión personal de la
historia…
R. A: Normalmente la versión oficial de la historia
siempre es mojigata, castrante, aburrida, totalmente solemne. En este sentido,
creo que hay que retomar una de las grandes lecciones literarias que Jorge
Ibargüengoitia nos dio, y ver la historia con una mirada más irreverente: la
historia, la religión, la política pueden ser narradas desde otro punto de
vista mucho más heterodoxo, más propositivo que el reconocido como “oficial”.
En el caso de la Biblia, se ha propuesto siempre una
lectura chata, disfrazada de trascendente, y esto ha ocultado a sus lectores el
enorme sentido del humor que hay en el libro, así como las grandes corrientes
de erotismo que surcan sus historias. Digamos, de paso, que La isla de
madera busca ser una lectura que le devuelva a la historia del diluvio su
condición de fábula, por encima de su condición de “verdad divina”.
Sin contar el final ahora, ¿algo
de eso se plantea en La isla de madera en su conclusión?
R. A: Esa es la intención del libro. Habrá quien
diga, y seguramente será la mayoría: “Esto no es una novela sino una
blasfemia”, o bien: “Un cuento largotote”… y tal vez tendrán su dosis de razón.
Mi intención primera era contar una fábula sin moraleja, una fábula poética,
pero debo reconocer que esa idea se contaminó de muchas otras. A fin de cuentas
es una novela y la historia de la novela nos enseña que en su adn está impresa
la búsqueda de diálogos, de cruces… la novela es un género que tiende a la promiscuidad,
que –al igual que la desnudez– es una forma de riqueza. Lo importante de una
buena historia siempre es que se deje contar de un sinnúmero de formas, que
proponga y acepte otras formas. A mayor contaminación, mayor vitalidad.
Como parte de esa lectura
personal de la historia, creo que la novela “humaniza” y desmitifica a los
personajes del relato bíblico. ¿Fue algo premeditado?
R. A: Humanizarlos es sólo un intento de imaginarlos
como habrían podido ser y no como aparecen en la hagiografía. En lo personal,
las vidas de santos que he leído (y he leído un montón) siempre me
resultan profundamente aburridas por ascéticas (aunque hay excepciones, como la
biografía de San Francisco de Asís que escribió Chesterton, o el bellísimo
libro que, también sobre San Francisco escribió Christian Bobin. Como podrás
ver, San Francisco, sí es santo de mi devoción). En las hagiografías por lo
común el santo es despojado de su humanidad, sus humores, sus deseos carnales…
Si algo nos caracteriza a los seres humanos es precisamente esa suerte de
animalidad de la cual no podemos desprendemos nunca y que es, curiosamente, lo
que nos humaniza. El hecho de devolverle a un personaje sus olores, sus miedos,
sus deseos, miserias, y también su gloria, me parecía un acto de justicia. Sin
embargo, debo precisar que nunca me propuse como tarea humanizar a Noé o a Eva.
Indudablemente un personaje que no tiene posibilidades de ser explotado en sus
sentimientos, odios, deseos, temores, carece de importancia. Sería como hablar
de muñecos y no de personas, y yo aspiro a que mis personajes sean imaginados
como personas. Aunque no me toca a mí, sino a los lectores, decir si lo logré.
¿Parte de esa humanización vuelve
a tus personajes faltos de esperanza?
R. A: La desesperanza que hay en mis cuentos y en la
novela no debe ser interpretada como una falta de esperanza. La desesperanza,
como ha dicho con gran lucidez Álvaro Mutis, no consiste en no tener esperanza,
sino en tenerla a pesar de que uno sabe que no hay esperanza, lo cual te brinda
una gran lucidez. A mayor lucidez, mayor desesperanza, y a mayor desesperanza,
mayor lucidez. Esto es algo muy claro en los personajes de algunos de mis
cuentos y en los de la novela.
De acuerdo, pero esto lo decía
pensando en tus cuentos, inclusive en tus ensayos, donde pareces insistir en la
idea de que el pasado es irrecuperable, el futuro incierto, y lo único que
tenemos es el presente…
R. A: No exactamente. En la novela hay sí una
celebración del pasado, pero creo que los personajes no conciben el presente
como un bien. Recuerdo que en uno de sus monólogos Adán dice que sólo en el
pasado somos perfectos, porque en el pasado no existe la muerte ni el dolor
(ésta no es una idea mía, sino de Bertrand Russell). El dolor del pasado es la
melancolía del presente, una suerte de dicha triste. Parafraseando a Amado
Nervo, podría decir que el pasado sí existe; nosotros, en el presente, somos
los que no existimos. Por otro lado, cómo puede existir dolor en el pasado si
ahí radica la infancia. Ahí en la infancia está mi colección de mil canicas y
mi madre joven (una muchacha, en realidad) y los huertos donde jugaba y me
atiborraba de nísperos, limas y berenjenas, y mi amigo Memo con quien nos
escapábamos a fumar a escondidas y a espiar a una señora que tomaba el sol en
su azotea, y los ojos grandes y deslumbrados, tan grandes como los de Ruth...
Sé que es difícil pedirte elegir
un pasaje preferido para ti o un personaje por el que sientas afecto en La
isla de madera…
R. A: Me cuesta trabajo elegir un pasaje
preferido para mí, porque La isla de madera, aunque no lo parezca, es
una novela profundamente autobiográfica y la casi totalidad de los capítulos,
así como la mayoría de los personajes, tienen mucho que ver conmigo.
La isla de madera entre sus temas explora la
pérdida del paraíso, sepultado bajo las aguas, del cual surgen tal vez no los
mejores seres humanos, pero sí los más próximos a nosotros, con deseos y
desdichas, con pocas virtudes y demasiados defectos, salvados gracias a un
arca. ¿Esto es así?
R. A: Todos nosotros somos, de alguna manera,
expulsados del paraíso y guardamos recuerdos de él, junto con la aspiración de
retorno al paraíso. Por una u otra circunstancia, somos expulsados del amor, de
la infancia, de la juventud… y andamos de éxodo en éxodo, y la realidad y el
presente son los diluvios que destruyen nuestros paraísos. Por ello siempre hay
esa impostergable necesidad de volver al pasado, para construir un nuevo
paraíso, para construir un arca que salve, que preserve lo que amamos. Todos
llevamos un arca en la cabeza, y en ella subimos todo aquello que deseamos
salvar del olvido y de la muerte. También, por supuesto, es una forma de
combatir la soledad, de no estar solos, de hacernos compañía con aquellas cosas,
con aquellas presencias que le son gratas al corazón. ♦
Por Juan Javier Mora-Rivera