Todos llevamos un arca en la cabeza, para salvar y preservar lo que amamos


Publicado porJosé Homero el 4:40 p.m.

Rafael Antúnez con el arca que lo salvará del diluvio
El narrador Rafael Antúnez acaba de reeditar por tercera ocasión su primera y hasta el momento única novela, La isla de madera, un clásico secreto de las letras mexicanas. Juan Javier Mora-Rivera, acucioso lector, conversa con Antúnez en torno a su novela y el mito del diluvio.
Referir los diversos temas, personajes y situaciones referidas en La isla de madera resulta casi imposible si el objetivo es la brevedad. A partir de un puñado de ideas propuestas, en esta entrevista Rafael Antúnez (Xalapa, 1960) apunta no sólo los orígenes de esta novela, sino que la define como autobiográfica en más de un sentido, a la manera de sus también luminosas Nostalgias de un fumador y otros ensayos (2013). La isla de madera alcanza en este 2014 su tercera edición, ahora bajo el sello del Instituto Literario de Veracruz, en su colección El Rinoceronte de Beatriz, y es por ello, con toda certeza, que Antúnez se muestra complacido y sonríe. Lo mismo hace tras escuchar la primera pregunta…
Esta edición de La isla de madera bajo el sello de el Instituto Literario de Veracruz es la tercera de tu novela. ¿Qué significa para ti esto, más allá de que cada edición se agote y se vuelva inconseguible hasta la siguiente impresión?
Rafael Antúnez: Significa, ante todo, una alegría, pues te permite la posibilidad de hallar nuevos lectores.
Tal vez esta debió ser la primera pregunta: ¿Cómo surgió La isla de madera?
R. A: La idea original era escribir un libro de cuentos que, pretenciosa e ingenuamente, buscaba ser una reescritura de la Biblia. Uno de los cuentos que formaban parte de ese proyecto retomaba la idea de Julio Torri acerca de la extinción de los animales fantásticos durante el diluvio. Ese cuento creció y absorbió otros temas y otros cuentos, y poco a poco se fue haciendo más clara en mí la idea de escribir una novela sobre el diluvio.
¿Cuál es la apuesta que haces en tu novela?
R. A: Indudablemente por la fuerza del lenguaje, por su maravilloso poder creativo. Apuesto por reinventar el pasado, la historia. La historia diluvial siempre desbordó mi imaginación, los tres apretados capítulos que ocupa en la Biblia me parecían injustos para una historia como ésta. También hay una apuesta –y en esto la novela coincide totalmente con lo que he hecho en casi todos mis libros–: elevar la mentira a las alturas del arte. Hay, sí, una exploración de los sentimientos que imagino inherentes a la vejez: la decadencia, la imposibilidad de la comunicación, que tiene como reflejo la imposibilidad del amor; la soledad, la proximidad de la muerte, pero también el deseo, la dicha de hallar un cuerpo, la embriaguez como un acto de liberación, más que como un vasallaje o una dependencia… Temas todos también comunes a mis cuentos y a mis ensayos, aunque quizá de una manera distinta: el lenguaje y el tratamiento en la novela y en el ensayo son más vivos que en los cuentos. Hay una mayor dosis de humor aquí, así como una serie de homenajes que también se daban en los cuentos y en los ensayos pero de maneras diferentes. Quizás esto haya motivado el que una serie de personas, obtusamente, consideraran lo hecho por mí como meros plagios.
¿Es decir que tienes una teoría personal sobre lo que significa un “plagio”?
R. A: No la llamaría una teoría. Más bien una defensa de la “apropiación literaria”, entendida sobre todo como un diálogo con ciertos autores, con ciertas obras. Un acto, a fin de cuentas, amoroso y de admiración. En este sentido todo plagio vendría siendo, ante todo, un homenaje. Uno no plagiaría a Paulo Coelho o a Mario Benedetti, autores que a mí no me inspiran ni flojera. En cambio si admiras a alguien al grado de apoyar tu escritura en sus ideas y en algunos de sus aportes estilísticos creo que no tan sólo es perfectamente válido, sino que resultaría idiota tratar de escribir sin mantener un vivo y constante diálogo con tu tradición. Nada hay más nutricio que alimentarse de los clásicos, de tus clásicos. Uno se toma la libertad de apropiarse algunas palabras, de un punto de vista, de una anécdota, porque a parte de ser de autores que resultan altamente significativos para uno, encuentras que sus palabras son palabras que mantienen una enorme vitalidad, son palabras que no importa el tiempo que nos separe del momento en que fueron pronunciadas, siguen vigentes; mejor aún, vivas.
Entonces, hay dos apuestas en La isla de madera: el poder de la palabra y la versión personal de la historia…
R. A: Normalmente la versión oficial de la historia siempre es mojigata, castrante, aburrida, totalmente solemne. En este sentido, creo que hay que retomar una de las grandes lecciones literarias que Jorge Ibargüengoitia nos dio, y ver la historia con una mirada más irreverente: la historia, la religión, la política pueden ser narradas desde otro punto de vista mucho más heterodoxo, más propositivo que el reconocido como “oficial”.
En el caso de la Biblia, se ha propuesto siempre una lectura chata, disfrazada de trascendente, y esto ha ocultado a sus lectores el enorme sentido del humor que hay en el libro, así como las grandes corrientes de erotismo que surcan sus historias. Digamos, de paso, que La isla de madera busca ser una lectura que le devuelva a la historia del diluvio su condición de fábula, por encima de su condición de “verdad divina”.
Sin contar el final ahora, ¿algo de eso se plantea en La isla de madera en su conclusión?
R. A: Esa es la intención del libro. Habrá quien diga, y seguramente será la mayoría: “Esto no es una novela sino una blasfemia”, o bien: “Un cuento largotote”… y tal vez tendrán su dosis de razón. Mi intención primera era contar una fábula sin moraleja, una fábula poética, pero debo reconocer que esa idea se contaminó de muchas otras. A fin de cuentas es una novela y la historia de la novela nos enseña que en su adn está impresa la búsqueda de diálogos, de cruces… la novela es un género que tiende a la promiscuidad, que –al igual que la desnudez– es una forma de riqueza. Lo importante de una buena historia siempre es que se deje contar de un sinnúmero de formas, que proponga y acepte otras formas. A mayor contaminación, mayor vitalidad.
Como parte de esa lectura personal de la historia, creo que la novela “humaniza” y desmitifica a los personajes del relato bíblico. ¿Fue algo premeditado?
R. A: Humanizarlos es sólo un intento de imaginarlos como habrían podido ser y no como aparecen en la hagiografía. En lo personal, las vidas de santos que he leído (y he leído un montón) siempre me resultan profundamente aburridas por ascéticas (aunque hay excepciones, como la biografía de San Francisco de Asís que escribió Chesterton, o el bellísimo libro que, también sobre San Francisco escribió Christian Bobin. Como podrás ver, San Francisco, sí es santo de mi devoción). En las hagiografías por lo común el santo es despojado de su humanidad, sus humores, sus deseos carnales… Si algo nos caracteriza a los seres humanos es precisamente esa suerte de animalidad de la cual no podemos desprendemos nunca y que es, curiosamente, lo que nos humaniza. El hecho de devolverle a un personaje sus olores, sus miedos, sus deseos, miserias, y también su gloria, me parecía un acto de justicia. Sin embargo, debo precisar que nunca me propuse como tarea humanizar a Noé o a Eva. Indudablemente un personaje que no tiene posibilidades de ser explotado en sus sentimientos, odios, deseos, temores, carece de importancia. Sería como hablar de muñecos y no de personas, y yo aspiro a que mis personajes sean imaginados como personas. Aunque no me toca a mí, sino a los lectores, decir si lo logré.
¿Parte de esa humanización vuelve a tus personajes faltos de esperanza?
R. A: La desesperanza que hay en mis cuentos y en la novela no debe ser interpretada como una falta de esperanza. La desesperanza, como ha dicho con gran lucidez Álvaro Mutis, no consiste en no tener esperanza, sino en tenerla a pesar de que uno sabe que no hay esperanza, lo cual te brinda una gran lucidez. A mayor lucidez, mayor desesperanza, y a mayor desesperanza, mayor lucidez. Esto es algo muy claro en los personajes de algunos de mis cuentos y en los de la novela.
De acuerdo, pero esto lo decía pensando en tus cuentos, inclusive en tus ensayos, donde pareces insistir en la idea de que el pasado es irrecuperable, el futuro incierto, y lo único que tenemos es el presente…
R. A: No exactamente. En la novela hay sí una celebración del pasado, pero creo que los personajes no conciben el presente como un bien. Recuerdo que en uno de sus monólogos Adán dice que sólo en el pasado somos perfectos, porque en el pasado no existe la muerte ni el dolor (ésta no es una idea mía, sino de Bertrand Russell). El dolor del pasado es la melancolía del presente, una suerte de dicha triste. Parafraseando a Amado Nervo, podría decir que el pasado sí existe; nosotros, en el presente, somos los que no existimos. Por otro lado, cómo puede existir dolor en el pasado si ahí radica la infancia. Ahí en la infancia está mi colección de mil canicas y mi madre joven (una muchacha, en realidad) y los huertos donde jugaba y me atiborraba de nísperos, limas y berenjenas, y mi amigo Memo con quien nos escapábamos a fumar a escondidas y a espiar a una señora que tomaba el sol en su azotea, y los ojos grandes y deslumbrados, tan grandes como los de Ruth...
Sé que es difícil pedirte elegir un pasaje preferido para ti o un personaje por el que sientas afecto en La isla de madera
R. A: Me cuesta trabajo elegir un pasaje preferido para mí, porque La isla de madera, aunque no lo parezca, es una novela profundamente autobiográfica y la casi totalidad de los capítulos, así como la mayoría de los personajes, tienen mucho que ver conmigo.
La isla de madera entre sus temas explora la pérdida del paraíso, sepultado bajo las aguas, del cual surgen tal vez no los mejores seres humanos, pero sí los más próximos a nosotros, con deseos y desdichas, con pocas virtudes y demasiados defectos, salvados gracias a un arca. ¿Esto es así?

R. A: Todos nosotros somos, de alguna manera, expulsados del paraíso y guardamos recuerdos de él, junto con la aspiración de retorno al paraíso. Por una u otra circunstancia, somos expulsados del amor, de la infancia, de la juventud… y andamos de éxodo en éxodo, y la realidad y el presente son los diluvios que destruyen nuestros paraísos. Por ello siempre hay esa impostergable necesidad de volver al pasado, para construir un nuevo paraíso, para construir un arca que salve, que preserve lo que amamos. Todos llevamos un arca en la cabeza, y en ella subimos todo aquello que deseamos salvar del olvido y de la muerte. También, por supuesto, es una forma de combatir la soledad, de no estar solos, de hacernos compañía con aquellas cosas, con aquellas presencias que le son gratas al corazón.

Por Juan Javier Mora-Rivera


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