Los cuentos de Alice Munro


Publicado porJosé Homero el 2:50 p.m.

Alice Munro
Alice Munro (1931), “la maestra del relato corto”, fue galardona por la Academia Sueca con el Premio Nobel de Literatura 2013. Pietro Citati, autor de Kafka y La vida breve de Katherine Mansfield, escribe en este texto –en la traducción de Rafael Antúnez– sobre la autora canadiense que “el lector no debe temer: Munro no es una escritora elitista: habla para todos, y cuenta historias de todos, las historias que le pasan al campesino, a la sirvienta, a la enfermera y al niño de tres años y, quizá, a alguno de nosotros, que leemos y soñamos”.
Si tuviera que recomendar a los lectores dos libros de ficción, no tendría dudas: El sueño de mi madre y Enemigo, amigo, amante... ambos de Alice Munro . Sé que en Italia tal vez sólo treinta personas saben que Alice Munro nació hace setenta y siete años en Canadá y ha escrito diez libros de cuentos y una novela, mientras que millones de estadounidenses, británicos, franceses, italianos y alemanes leen delirando novelas a menudo malas, a veces mediocres y muy rara vez alguna buena de Philip Roth. Pero espero que, poco a poco, esas treinta personas habrán de multiplicarse, porque los buenos lectores son como la zizaña de los Evangelios. Y, en pocos años, cualquier persona que quiera hablar de una hermosa historia, o una sutil astucia narrativa, o una visión del mundo tan rica como difícil de alcanzar, dirá: “Me recuerda a un libro de Alice Munro. Lo leeré de inmediato”. He hablado de cuentos y advierto que estoy equivocado. Porque no existe el cuento según Munro, pero hay muchas formas y encarnaciones, incluso en estas dos últimas colecciones, publicadas en 1998 y 2001. Cada vez que empezamos una de esas historias penetramos en un nuevo cosmos narrativo, que obedece a sus propias leyes y preferencias, y cada vez nos sentimos confundidos, sorprendidos, a veces molestos. No entendemos, y sólo poco a poco nos acostumbramos a las omisiones, a las sorpresas, las desviaciones, los saltos en el tiempo, a los blancos tan profundos como los abismos que constelan la superficie.
Quizá Munro prefiere el cuento largo: Una mujer de corazón y Enemigo, amigo, amante...: el primero de ochenta y cinco páginas, y el segundo de cincuenta y cinco, son obras maestras. Están tan concentrados como los cuentos de James: a veces tenemos la impresión de que se complican como las novelas de Balzac, o contienen historias de familias enteras y países como Guerra y paz. Cuando aparece un personaje, creemos que es éste el principal, después enfrenta a otro que toma su puesto, y después otro y otro: mientras el primer personaje se mueve, cambia de ideas y naturaleza, y nos parece ya no reconocerlo más. No escuchemos a Munro, la cual sostiene que "no construye historias", sino que "toma con la mano algo en el aire", siguiendo una intuición misteriosa. Lo que
admiro en el "Sueño de mi madre" y en Enemigo, amigo, amante.., es en primer lugar el arte de una construcción tan amplia como minuciosa, que calcula todas las particularidades y las dispone en un arco tan vasto como el mundo.
De Henry James, el padre de todos aquellos que en los tiempos modernos cuentan historias, Alice Munro ha aprendido que la primera cualidad de un cuento es el enigma: toda historia es un misterio que la colaboración del autor y el lector llevan lentamente a la luz. Apenas entramos en un cuento y ya hay un pequeño enigma, y después otro pequeño enigma y después un tercero y un cuarto. He aquí una primera sorpresa: la señora que recién ha comprado un elegante vestido nuevo, es, en realidad, una sirvienta: después hay una enorme omisión o una inversión o un abrumador descubrimiento –las cartas de amor de Ken Boudreau a Johanna han sido escritas por dos muchachas imprudentes. Lo inesperado se esconde en cada línea: o bien desencadena la más romántica o melodramática imposibilidad. Al final, el verdadero modelo parece ser el gran genio, tierno y tenebroso, que ha inspirado la literatura norteamericana: Nathaniel Hawthorne.
Si puedo dar un consejo al lector, es el de leer con gran atención, porque perder un solo detalle, o una alusión temporal o el color de un vestido o de una nube o una sonrisa, lo podría dejar, irremediablemente fuera del camino. Pero el lector no debe temer: Munro no es una escritora elitista: habla para todos, y cuenta historias de todos, las historias que le pasan al campesino, a la sirvienta, a la enfermera y al niño de tres años y, quizá, a alguno de nosotros que leemos y soñamos.
En estos cuentos aparecen rara vez historias de escritores. Si los personajes escriben, son niñas: quizá se vuelvan grandes como Virginia Woolf o Karen Blixen, pero mientras tanto contar, para ellas, es como tejer los hilos de un abrigo o remendar una colcha o preparar una torta de calabacines. Lo que aparece aquí, como decía, es la vida cotidiana. Podemos estar ciertos de que, en Vancouver o en las pequeñas ciudades de Ontario, hace cuarenta años o ayer, sucedían exactamente así. Estos eran los ritos de los funerales, las palabras pronunciadas durante las bodas; estas las tartaletas de crema o de pasas: estos los gastados vestidos de maternidad; estas las arrugas que se formaban en los vestidos de lino, o las minúsculas flores rojas, amarillas o azules, bordadas en las esquinas de las servilletas. Por lo común habitamos en una familia, y participamos en el intercambio de voces, objetos, cosas que no se dijeron, tensiones ocultas, profundos odios, llevados en el corazón por toda una vida, que hay en una familia. En un siglo la familia se ha transformado. Sin embargo sigue siendo, como cuando Tolstoi escribió Ana Karenina, el símbolo más evidente de la inextricable trama que es el arte del cuento y la novela.
Donde hay una familia, hay muebles, camas, lámparas, tapetes, poltronas, sofás, cocinas, libreros, una masa de objetos llena las casas europeas y americanas. Alice Munro posee un genio verdadero para los objetos y los interiores familiares: genio que parece descender del más grande pintor de interiores que haya existido: Balzac, a pesar de que nuestras casas están más vacías que aquellas de 1830 o de 1840. Munro conoce el peso, el color, la masa, el volumen, el relieve de cada mueble, y la relación que tiene con cada persona de la familia. Si bien, muchos sostienen que el mundo de hoy es abstracto y desencantado, ella continúa, sin inmutarse, recogiendo camas, vestidos y tortas de nata en sus historias.
Alice Munro tiene dos pasiones: una por las desviaciones narrativas y otra por los espacios en blanco. Muy a menudo, cuando cuenta un hecho, no narra el hecho y los sentimientos y las sensaciones que éste suscita: pero sí algo aparentemente lateral; en vez de analizar las sensaciones de una mujer que está por morir de cáncer, describe una tienda de zapatos o un perro que da de vueltas en un patio, suscitando en nosotros una impresión de casualidad y de gravedad que nos parece absolutamente necesaria. O, de improviso, abre un espacio en blanco en un cuento. En ese blanco transcurren años, decenios: un abismo aleja el presente del pasado: el tiempo pasa sin que ninguno se dé cuenta; y nosotros advertimos, al mismo tiempo, el sentido de la continuidad y de la ruptura que forman el tejido desigual de nuestra vida.
Hay grandes escritores, como Dostoievski, que antes de comenzar a escribir son poseídos por grandiosas ideas sobre el mundo a pesar de su imaginación, y luego se apoderan de las ideas y las transforman hasta convertirlas en el laberinto cuasi incomprensible de relaciones que es una novela. La mente de Munro es pura: ninguna idea preconcebida mancha o ensombrece su objetividad, que quizá alguien podría paragonar a la de Dios o de la muerte.
Cuando la leemos, todo nos parece encantador: pero en el fondo, vasto e intermitente, que se advierte en cada línea, está lleno de amenazas –muertes siniestras, destinos incomprensibles, dolores que ninguno podría soportar, desastres, irrupciones de algo que se parece al amor, las tremendas heridas que nos infligen los muertos; o, por el contrario, las crueles befas que llevan a cabo los planes de alguien que, quizá, lleva el nombre de Providencia. No sabemos qué es lo que piensa Munro de la vida: supongo que acepta religiosamente lo que sucede, y fomenta una "férrea devoción" hacia lo que ve; sin embargo busca, con calma, lenta y secretamente, poner orden en la existencia. Si bien por ninguna parte se entrevé una luz, el arte sigue siendo para ella, una tímida tentativa de poner orden en las cosas escritas y, por lo tanto, también en las que suceden, han sucedido y sucederán en el mundo.
Como la de Flannery O'Connor, la imaginación de Alice Munro se hunde en el pasado campesino de Canadá y los Estados Unidos. Su verdadera patria son los años entre 1935 y 1960, cuando la llamada civilización de masas no había (aparentemente) uniformado el mundo. Era el tiempo de las grandes cenas familiares, cuando los invitados, sentados alrededor de una larga mesa, cortaban, bebían, tragaban, digerían "iluminados por el candor deslumbrante del blanco mantel, mientras la luz violenta entraba a borbotones por las ventanas recién pulidas". La conversación abordaba exclusivamente cosas prácticas: quien tenía un tumor, quien una infección en la garganta, quien un salpullido. Ninguno leía o fingía pensar. Por la mañana los maridos salían de casa con el cuello ahorcado por el nudo de la corbata, y volvían por la noche,
listos para dispensar arrogantes miradas de suficiencia sobre el tímido mundo femenino, sumergido en una perpetua adolescencia. Entonces la naturaleza era inexplorada, suntuosa y riquísima: árboles cargados de hojas, arbustos asfixiados por la hiedra o enredadera de Virginia, campos de grano, cebada y maíz, hierba y pasto: todas las plantas y las piedras parecían creaciones antropomorfas, donde se arremolinaban libérrimos y aventurosos muchachos –los últimos herederos de Huckleberry Finn.
Estos cuentos son probablemente los más densos, ricos y llenos de asociaciones que Alice Munro ha compuesto, como si no pudiese apartar la mirada de la patria original de su imaginación. Pero El sueño de mi madre y Enemigo, amigo, amante... comprenden también cuentos de argumento moderno, ambientados en 1999 o en el 2000. Como toda verdadera escritora, Munro siente la obligación y el placer de mirar a su alrededor, de seguir las mínimas modas, de escuchar el lenguaje de los muchachos y de las muchachas, de entrar en un negocio, presintiendo lo que está por suceder en las ciudades y en los pueblos de Canadá. El presente es muy ligero: nació esta mañana y mañana no estará ya: está lleno de encanto y de gracia, como todo lo que es efímero; pero ha perdido el volumen y el espesor que distinguía al pasado. No tiene raíces: quizá no tiene futuro. A veces es insoportable: como cuando Munro trata de representar una party de intelectuales. Es un argumento que Horacio y Boileau, si estuvieran vivos, habrían proscrito de los temas dados a un narrador.
En los últimos años, al menos en Canadá, ha sucedido algo irreparable. Los hombres han desaparecido: hacen hijos distraídamente en los vagones-cama o sobre divanes (casi nunca sobre un lecho conyugal) y después se eclipsan, huyen a escribir pésimos libros o a cumplir pomposamente uno de esos trabajos (presidentes de la república, ministros, administradores, delegados, jefes), de los cuales el mundo no tiene la más mínima necesidad. Las mujeres permanecen, y se juntan en grupos, generaciones: la abuela, la madre, la hija, la viuda del hijo, alguna niña adicional, nacida quién sabe dónde y cómo. Nunca han estado tan bien juntas: mucho mejor que cuando, hace una o dos generaciones, usaban guantes y sombreros de ala ancha con un velo, y dictaban leyes en los salones.
Por lo general no tienen mucho dinero, porque viven en unas perpetuas vacaciones a las orillas del mar o de los lagos, en una suspensión de la vida, que es quizá el único modo decente de existir. Así, estos cuentos hablan sobre todo de cosas de mujeres: como planchar los ojales de lado y no de frente ("de modo que no se vea la marca del metal"), tales como el uso de una camiseta ligera, como afrontar la ruptura de las aguas, los gritos de los bebés, la educación de los niños, las separaciones, los divorcios, las raras relaciones con los maridos. Pase lo que pase, el mundo femenino conserva una forma, que el resquebrajado mundo masculino ha perdido completamente; y a veces "una gracia plena, tranquila, clásica, obtenida con la abnegación y el sentido del deber".
Las mujeres se arrastran detrás de los niños y hay comedia. Los niños corren en enjambres a lo largo de mares y ríos: no saben nada de lo que ha sucedido hace treinta años: pero tienen una imaginación inmensa, como en los tiempos de Homero, aunque ahora la aplican a naves espaciales, en vez de aplicarla a los caballos de Aquiles; y bajo los amorosos y distraídos ojos de las mujeres, charlan y parlotean, preparando, sin saberlo, el futuro que nosotros no conocíamos y que se vislumbra en los claros ojos lastimeros. En cuanto a la comedia, se ha vuelto un tema exclusivamente femenino. Los hombres ya no se ríen o siempre sospechan. El sueño de mi madre cuenta las penas de una niña que rechaza el consuelo de la madre: "Es como un temporal –persistente, excesivo, y sin embargo, en cierto sentido también puro, espontáneo. Ella sabe más de reproches que de súplicas: nace de una rabia implacable, una rabia innata y carente tanto de amor como de compasión, a punto de estallarle el cerebro dentro del cráneo". Es sólo el llanto de una lactante: pero Munro lo orquesta con una genialidad demoniaca y divertidísima, como si fuese el nuevo Hoffman del siglo XX.

Traducción de Rafael Antúnez



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