Elbert Hubbard |
En la práctica de la escritura o
la música, escribe Rafael Toriz, los creadores se ven, pronto, obligados a
elegir. En este artículo se ocupa de aquellos autores que optaron por el
silencio en sus vidas y en sus obras: “La literatura está poblada por
personajes que consiguieron despeñarse en sus entrañas, explorando desde
distintos flancos la materia sensible de lo que calla. La obra de escritores
como Hölderlin, Rimbaud, Radiguet, Toole, Salinger o Rulfo así lo demuestra”.
Para conjurar el desencanto y mantener a
raya la angustia, decidimos vivir engañados. Nos contamos historias al respecto
de la libertad que poseemos –aunque la realidad nos doblegue– y decidimos creer
que poseemos más voluntad sobre nuestros actos de la que verdaderamente tenemos
(porque parece mentira, la verdad nunca se sabe).
Contrario a lo que se piensa, la práctica de
la escritura reduce y limita el ámbito de lo posible, puesto que nos obliga a
decidir, lo que implica resignar. Al trazar una inscripción, escoger un color o
seleccionar una nota, vamos erigiendo los límites de una mazmorra. Algo suena y
algo dice, pero la forma elegida cancela la existencia de la multiplicidad
posible.
En nuestros días, donde la velocidad
desaforada es la moneda de cambio y el bullicio no permite la introspección,
ejercer el derecho al silencio implica una toma de consciencia y una postura
política que marcha a contrapelo del mundo circundante: como nadie está
escuchando vivimos instalados en el grito y la indolencia.
Bien pronto olvidamos que callar, lo mismo
que renunciar, es otra forma de ejercer y exigir la libertad.
Enjoy the silence
En el mundo occidental, ha sido el arte quien
ha tocado más de cerca las posibilidades expresivas del silencio, ya sea a la
manera de Elbert Hubbard, quien publicó un libro con hojas en blanco titulado Essay
on silence, o a la manera del compositor norteamericano John Cage con su
mítica pieza 4’33’’, quien influido por el budismo zen ejecutó por
primera vez el silencio en un concierto.
Y aunque pocos individuos son tan
refractarios al silencio como los poetas –no hablo de políticos y publicistas
porque me interesa discutir con individuos que sí valen la pena– es en
ellos donde se adivina los esplendores de dicho magisterio.
La literatura está poblada por personajes que
consiguieron despeñarse en sus entrañas, explorando desde distintos flancos la
materia sensible de lo que calla. La obra de escritores como Hölderlin,
Rimbaud, Radiguet, Toole, Salinger o Rulfo así lo demuestra.
En ese contexto, es célebre la carta del
austríaco Hugo von Hofmannsthal, quien en 1902 escribiera “La carta de Lord
Chandos”, texto con el que renunciaría a la poesía (y por ende a la escritura)
aduciendo la insuficiencia del lenguaje como medio de expresión, puesto que
sabe que las palabras no corresponden a la realidad y que jamás podrán hacerlo.
Los silencios de Rulfo y de Salinger, por
ejemplo, van de la incertidumbre a la perplejidad tocando el misterio sin
proscribir el miedo. Por razones desconocidas pero respetables, ambos
decidieron dejar de publicar. Tanto El guardián entre el centeno
como Pedro Páramo fueron obras que tornaron célebres a sus autores antes
de los cuarenta años. No me parece aventurado creer que lo arrebatado de su
éxito fuera una causa probable, pero con seguridad no la única. A la pregunta
sobre por qué no escribía otro libro, Rulfo respondía que la persona que le
contaba las historias, su tío Celerino, había muerto. Por su parte Salinger,
decidido misántropo, hizo lo contrario del mexicano. Publicó en años
subsecuentes cuatro libros más y desde 1963 se empeñó en guardar silencio
(posteriormente se sabría que Rulfo destanteaba y que Salinger nunca dejó de
escribir).
En el caso de Raymond Radiguet, autor de El
diablo en el cuerpo, su silencio es de clausura, ya que morirá a los 20
años víctima del tifus, el mismo año en que se publicaba su célebre novela
(1923). Póstumamente Jean Cocteau editaría El baile del conde de Orgel, novela
inconclusa que el mismo Cocteau terminó por retocar.
John Kennedy Toole tampoco llegaría a pintar
las canas. Su muerte, ocasionada por fumarse el escape de su coche en una
carretera de Biloxi, Missisipi, lo silenció para siempre. Y si bien cada quien
escribe lo que quiere como mejor puede, luego de leer La conjura de los necios
–y habiendo levantado esa joya de juventud que es La biblia de neón– uno
queda con la inquietud de lo que habrían sido las aventuras de Ignatius Reilly
desquiciando a Nueva York.
Finalmente llegamos a los poetas que escriben
poemas, Hölderlin y Rimbaud, quienes a su modo continúan multiplicando sentido
con sus distintos silencios. Según la crítica, Hölderlin habría dejado de
escribir no como una consumación de su obra sino como una persistencia de su
proyecto literario. En su caso, el silencio es la continuación de la poesía por
otros medios (un susuro entre la noche).
Rimbaud, por su parte, es la consumación del
cuidado del sí y de la vida como una experiencia estética. Rimbaud se escribe a
sí mismo y redefine, con sus actos, las posibilidades de la creación.
Su vida es el ejemplo del poeta que invita
sin quererlo a leer su existencia como obra literaria. A la porfiada sentencia
de Octavio Paz sobre su creencia de que la vida del poeta está en sus poemas y
no en su biografía, Rimbaud responde vendiendo oro y traficando marfil en las
convulsas tierras de Abisinia. Por tal motivo me parece inconclusa la opinión
que sólo considera digna de análisis la labor escrita del francés, concibiendo
sus andanzas, después de la publicación de las Iluminaciones, como meras
banalidades mundanas o caprichos idealistas. En Rimbaud, como en unos pocos,
pactan nupcias mortales la literatura con la antropología.
Al discutir el silencio como discurso y como
escritura creativa, la presencia de dos pilares deja sentir su presencia: Ezra
Pound y Stephan Mallarmé son los hacedores por antonomasia del poema callado
que rebasa el sentido. Su poesía funda un lenguaje acaso más importante que el
verbal: el del silencio filosófico. Sus obras, como sostiene Maurice Blanchot –El
libro que vendrá– son “para quien sabe penetrar en ella(s), una rica morada
del silencio, una defensa firme y una muralla alta contra esa inmensidad
hablante que se dirige a nosotros apartándonos de nosotros”.
No deja de ser paradójico y llamativo que
siempre que se alude al silencio sea necesario explayarse copiosamente y casi a
los gritos, lo cual, además de ser contradictorio, es infecundo. Uno escribe
sobre el silencio sólo para decir que lo escrito dice menos que lo que dice.
Por eso ahora acaso convenga callar y
escuchar todo aquello que, no estando escrito, nos invita a mirar el resplandor
de las estrellas: una consideración de la más callada y elocuente de la musas.♦
Por Rafael Toriz: Ensayista, habitante como tal de dos mundos. Su último libro: La Ciudad Alucinada atestigua esta condición a caballo entre dos mundos, dos culturas, dos amores.