Juan Gelman [Foto: Pascual Borzelli Iglesias] |
Juan Gelman (1930-2014) nos dijo adiós a principios de
enero. El gran poeta de origen argentino radicó en México las dos últimas
décadas de su vida tras vivir una existencia trágica en su patria. “Juan Gelman
lo ha resistido todo y lo mantiene vivo, esperanzado, el fuego fatuo, el
milagro, la sangre, la magia de la poesía, de la que él es uno de sus más
celosos guardianes e insignes representantes de América Latina”, escribió
Dionicio Morales en esta entrevista que el autor tabasqueño incluyó en su más
reciente libro: Retrato a lápiz. Obra escogida, publicado en 2010 por la
Universidad Juárez Autónoma de Tabasco.
Hace casi 30 años, en la esquina
de Juárez y Bucareli, en la Ciudad de
México, frente a la famosa estatua El Caballito, que ahora da de coces
en la explanada de la calle de Tacuba, frente al Palacio de Minería, estaba un
café llamado Kikos, siempre lleno de periodistas y desocupados ‒que no
es lo mismo‒, y una famosa librería bien surtida que a menudo ponía en
barata grandes cantidades de libros editados en el Cono Sur, sobre todo en
Argentina, con una industria editorial muy fuerte que nos salvaba heroicamente
de las traducciones y ediciones, en su mayor parte lamentables y censuradas,
que nos llegaban de España. Una tarde compré un libro, El juego en que
andamos, de un tal poeta argentino Juan Gelman, publicado en 1959 cuando él
tenía 29 años, y que por esa época andaba por los 34. Me atrapó desde la
primera hojeada que le di, me aprendí algunos poemas de memoria –tenía 20 años
y acababa de descubrir, tardíamente, la literatura, la poesía‒ que decía
a la menor provocación. Todavía recuerdo unos versos: Cómo será, pregunto, /
cómo será tocarte a mi costado.
Al paso de los años a veces tenía noticias de Gelman, ya fuera por su
poesía o por su militancia política o por su oficio de periodista, vocaciones
genuinas que vividas como él lo ha hecho, honran a los hombres. Hace cinco años
reside entre nosotros, ignorado por muchos y silenciado por otros. Recuerdo su
asombro cuando lo conocí en la casa de la también poeta Elena Jordana, en la
compañía de, entre otros, Guillermo Fernández y de la esposa de Juan, Mara,
cuando le mostré ese libro y pedí que me lo autografiara. No podía creer que yo
tuviera ese ejemplar y más se sorprendió cuando le conté la historia. A veces
conocer a los autores decepciona pero con Juan Gelman pasó todo lo contrario:
como con Jaime Sabines, Efraín Huerta o Carlos Pellicer, su personalidad
responde a su obra, la reafirma, la ensancha.
Nacido en Buenos aires en 1930, ha publicado como 20 libros de poesía ‒no
quiero ser exacto‒ y varias antologías. Ha sido ‒es‒
periodista profesional, traductor, jurado del Premio Casa de las Américas, en
Cuba. Ha vivido en Roma, París, Ginebra, España, México. Se le otorgó el Premio
Internacional de Poesía Mandello, Italia, 1980. Participó en espectáculos
poéticos, escribió dos libretos para óperas y ha grabado varios LP con el
músico Juan Carlos Cedrón. Ha sido miembro del Partido Comunista Argentino y
del grupo guerrillero Montoneros. Todavía se ha dado tiempo, sudor y lágrimas
para soportar largas temporadas en la cárcel de su país, un exilio de l4 años
y, lo que es peor, vivir huérfano de su hijo a quien la dictadura militar de
Argentina asesinó vilmente, lo mismo que a su joven esposa con varios meses de
embarazo. Juan Gelman lo ha resistido todo y lo mantiene vivo, esperanzado, el
fuego fatuo, el milagro, la sangre, la magia de la poesía, de la que él es uno
de sus más celosos guardianes e insignes representantes de América Latina.
Lo primero que le pregunto es acerca de su infancia, si es cierto que esa
época marca para siempre. Responde que puede ser y no. La infancia es el país
más habitable que conoció y acepta que hay muchas cosas olvidadas. Cuando tenía
tres años su padre estuvo enfermo por mucho tiempo y su madre le recordó,
tiempo después, que solía ponerse triste y esconderse debajo de la mesa. Cuando
se lo contaba creía olfatear nuevamente los olores que había debajo de esa
mesa, treinta años después. Uno recuerda más bien las cosas dichosas que en la
infancia son muchas. Empezó a escribir a los siete años enamorado de una
Vicenta de nueve a quien le mandaba poemas que copiaba de Almafuerte como
suyos. Más tarde se dio cuenta que Almafuerte no lo reflejaba y empezó a
garabatear sus propios poemas, bueno, versos. A los ocho años contaba ya las
sílabas para escribir y empezó a leer poesía.
Tenía un hermano mayor, hijo del primer matrimonio de su padre. Toda su
familia es rusa menos él, que nació en Buenos Aires. La primera vez que escuchó
versos fue de boca de su hermano dichos en ruso cuyo autor era nada menos que
Pushkin; todavía recuerda algunos de memoria. Su hermano tenía una biblioteca
de libros baratos pero de gran literatura, no sólo rusa sino también francesa,
inglesa. Ahí aprendió muchas cosas. Mientras su hermano salía a trabajar
asaltaba la biblioteca y tenía el buen cuidado de colocarlos en su lugar
original para que su hermano no se diera cuenta, ya que había algunos libros,
que por su edad, no era conveniente que leyera. A los 14 años, en un crepúsculo
de domingo, tuvo fiebre y se quedó en casa leyendo Humillados
y ofendidos, de Dostovievski. Quedó muy impresionado.
Sus padres eran ucranianos, judíos. Su madre era hija de un rabino y su
padre carpintero. Su padre tuvo dos emigraciones. Participó en la revolución de
1905, la que derrotó el zarismo, escapó de Moscú y llegó a Génova de donde
salía un barco para Nueva York y otro para Buenos Aires; tomó el primero, que
viajaba a Buenos Aires. Ahí trabajó como obrero, se afilió al naciente partido
socialista, participó en huelgas; era de los extranjeros malditos para la
oligarquía argentina. En la emigración, en su mayoría, los italianos fueron al
campo pero los polacos, rusos, los de Europa Central, iban destinados a los
servicios y a la industria. Cuando se produce la revolución de 1917, él regresa
con la esperanza de participar activamente en la revolución que siempre había
soñado ‒aunque no era bolchevique ni social revolucionario‒.
Llega en 1918 pero a los 10 años de estar ahí se desilusiona porque con el
estalinismo todos los atisbos de democracia habían sido borrados. Regresa a
Argentina y siempre padeció la desilusión de que la revolución rusa se
degradara. Ahora esto es evidente pero no en aquellos años. Su padre fue un
gran simpatizante del lado republicano durante la Guerra Civil Española.
Esperaba ansioso el periódico de la noche para ver las noticias y enviaba a
Juan, con sus siete u ocho años, a comprarlo a la calle a pesar del invierno
feroz. Todo el sector de la población, no solamente los emigrantes, vivió la
Guerra Civil Española como propia, como tantos países de América Latina.
Gelman recuerda que en el barrio Villacrespo, en la esquina de su casa,
había una enorme pinta que decía: “No pasarán”. Le interrumpo para decirle que No
pasarán es el nombre de una publicación de Octavio Paz que él ha quitado de
su bibliografía. Me escucha pero sigue hablando. No era necesario ser comunista
para estar del lado de los republicanos. Eso marcó sus inquietudes en el
terreno político porque el desasosiego social ya lo tenían en el barrio que no
era precisamente rico. Su militancia política empieza a los 15 años, como la de
nuestro José Revueltas, con el que
guarda más de una coincidencia. Supo más de su padre por su madre que
por él mismo. Cuando en 1957 realiza su primer viaje a Moscú conoce a unas
tías, a quienes su padre no veía en 30 años, que le enseñaron una casa de
madera y le dijeron que de ahí escapó su padre en 1905 cuando lo perseguía la
policía del zar. Él no le contaba nada de eso. Así como hablaba mucho con su
madre, con su padre tenía una falta de diálogo bastante espesa; le resultaba
difícil hablar con él, y no porque fuera un padre particularmente severo. Son
silencios que se establecen sin saber por qué. Cuando Juan regresó de ese viaje
su padre estaba jubilado y empezó a vivir una nostalgia muy fuerte. Cinco años
después falleció. Los rusos, dice, tienen un sentimiento especial, muy fuerte,
sobre su tierra, como los españoles. Así era su padre. Cuando lo visitaba le
pedía que le repitiera, palabra por palabra, el encuentro con la hermana que,
dentro de una familia numerosa de 12 o 13 miembros, era su preferida.
Juan Gelman estudió química y la abandonó rápido cuando se dio cuenta de
que la cosa no era por ahí. De pronto tuvo conciencia de que iba a necesitar un
oficio, trabajar de algo para poder vivir y escribir su poesía, de lo que no se
puede vivir. Quizás el único que lo logró fue Pablo Neruda pero no César
Vallejo. Su padre no sabía nada de poesía pero era culto, obrero revolucionario
que estudiaba economía, historia, y leía gran literatura; no lo alentaba en su
vocación de poeta pero no le disgustaba. En cambio su madre le dijo: “Lo que
vos necesitás es una profesión”. “Eso, Dionicio, era el sueño de todos los
emigrantes”. Cuando vio publicado su primer libro se llenó de satisfacción pero
no pudo evitar preguntarle: “¿Y qué vas a sacar de esto?”.
Si hay algún poeta que esté presente en la obra y en la vida de Gelman es
César Vallejo, el gran cholo. Lo encuentra en 1947, a los 17 años; a los 15
había leído a Kafka y a los 18 Ulises de Joyce. Pero el descubrimiento
de Vallejo le produjo un impacto muy grande. Se resiste a hablar de influencia.
Piensa que existe un tipo de afinidad con ese autor en el momento, antes y
después de leerlo. Cita una frase de Lezama Lima: las influencias no son
efectos de causas, sino son efectos que iluminan causas. Nadie nace por
generación espontánea y esa continuidad extraordinaria que existe en la poesía
es algo que consuela mucho, se da por impregnación, por silencios, y va por
muchas vías. Uno puede decir, sin burlarse de nadie, que también está
influenciado por el abarrotero de la esquina. “Bueno, tú me entiendes”, agrega.
Cuando menciona a Raúl González Tuñón, gran poeta argentino, clave en su
formación, le comento que es uno de los pilares en la obra de Efraín Huerta.
¿Neruda? Es un gran poeta pero le llega más Vallejo, que va por otro camino.
Cree que si algún autor dice más que otro es porque tiene un gran poder de
transformación en el lector y porque de alguna manera hay una afinidad previa.
Pound dice algo interesante: la poesía es algo que cuaja en muchas cosas que
están alrededor de uno, como cuando cae un chorro de agua sobre la arena y
cuaja en la arena. Todos estamos rodeados de arena.
Al mismo tiempo que hizo sus pininos poéticos leyó mucha poesía. Hizo una
vida de barrio porque vivía en uno donde había una raza muy gruesa; se iba a
bailar, a noviar. Para él el tango siempre fue una manera de conversar, no con
palabras sino con los cuerpos, relación a partir de la cual empezaban las
palabras, si es que había cierta correspondencia. El tango siempre habla de
pérdidas, esencialmente de una mujer y en la imagen de ella se simbolizan otras
muchas pérdidas. Él lo ve con cierta ironía y dice que se debe tomar el tango
como viene y no al pie de la letra. En este sentido le interesó el habla
popular porque cree que son los pueblos los que hacen el idioma y cada lengua
es una cosmovisión, un modo de ver al mundo. Las cosmovisiones no pueden traducirse.
En España y América Latina hay una cantidad de matices que forman parte de un
modo muy particular de ver el mundo, incluso dentro de cada país, como en
Argentina, donde palabras que se usan en el interior se desconocen en la
capital. Tiene la impresión de que en América hay un español naciente
enriquecido por fenómenos del habla popular.
Se siente un poeta urbano, no hay duda, pero el término coloquial le
parece un calificativo lleno de equívocos porque en realidad ‒remacha‒
es el pueblo el que crea el idioma y ese idioma responde a una visión del
mundo. No cree en etiquetas porque, como dice, son los profesores que se
convierten en gendarmes de las definiciones. “¿Te sientes argentino?”, le
pregunto. Responde que él quisiera saber qué es un argentino. Él es un cuento
urbano que vivió muchos años en Argentina y tiene varias patrias: Francia,
Buenos Aires, la lengua, y a estas alturas no sabe bien qué es el ser nacional.
No hay que pensar en ello como cosa cristalizada sino en algo que está en
movimiento. A insistencia mía sobre si es argentino, como se deduce por su
obra, acota que eso sucede o no, se da o no, no es algo que uno se proponga.
Cuenta una anécdota al respecto: en 1970 publica su libro Los poemas de
Sidney West, uno de los más celebrados, y aparece en Argentina como Traducciones
III porque antes había traducido a un inglés y a un norteamericano, claro,
inventados por él; en estas páginas conserva a un poeta norteamericano que
habla tal vez del oeste, con nombres y ciudades inglesas. Su edición causó
revuelo. Los críticos del Partido Comunista Argentino, del cual lo expulsaron
porque se fue, dijeron que eso mostraba una vez más cómo los corridos o
expulsados se pasaban al lado enemigo. Le reprocharon que escribiera New
York y no Rosario, Cab Cunningham y no José Pérez. González Tuñón
descubrió en esos poemas un espíritu porteño, un aire de la ciudad de Buenos
Aires, pese a que en apariencia ocurra en el lejano oeste. Se pueden hacer
poemas mencionando a Corrientes y Esmeraldas, la esquina céntrica más famosa de
Buenos Aires, que sean perfectamente franceses.
En su libro En abierta oscuridad (Siglo XXI, 1992), su primera
antología personal, Juan Gelman selecciona material escrito durante 30 años.
Aunque sabemos que la gran poesía no tiene edad, no hay fechas ni nombres de
los libros que indiquen de cuáles están tomados los poemas. Algunos lectores
pueden confundirse a pesar de la aclaración previa. Él declara que en realidad
su intención fue hacer otro libro, y se hace partícipe de la opinión de Edmundo
Jabes, poeta egipcio en lengua francesa, en el sentido de que cuando se tiene
bastante obra publicada se debe hacer una antología que no sea “académica” sino
que sea “otro” libro. Lo intentó y dice que fracasó. ¿Por qué? Porque la
poesía, dice, es un fracaso ‒un maravilloso fracaso, digo yo‒ que
lo impulsa a seguir escribiendo en la imposibilidad del alma. Aquí se apoya en
Dylan Thomas cuando escribe que ningún poeta insistiría en ese ardiente oficio
de la poesía si no fuera porque espera encontrar el milagro, y agrega con
Chesterton, que lo verdaderamente milagroso de los milagros es que a veces se
producen.
En esta antología predomina el material escogido de su libro Los poemas
de Sidney West, actitud que revela su descarada predilección. Sí, es
cierto, el libro todavía le gusta más que otros. Reconoce que cuando mira lo
que ha escrito, no sólo años después sino al momento de terminarlo, siente una
gran insatisfacción pues conoce la distancia entre todo lo que escribe la
mayoría y lo que él escribe. La poesía es un oficio muy difícil y no se puso la
mano en el corazón para dejar fuera de su antología varios libros donde habla del
amor, de lo urbano, de Cuba, de política, de humanismo. Su autocrítica le lleva
a decir que le resultó difícil juntar tantos poemas ‒125 páginas‒;
no es un chiste, recalca, es cierto.
La revolución cubana lo marcó como a tantos intelectuales progresistas de
Latinoamérica cuando pertenecía al Partido Comunista. Acepta que este partido
nunca fue revolucionario pero hay que admitir que ha sido un consecuente
bombero de la revolución. Cuando aparece la nueva Cuba con una revolución en
español, con Martí detrás, con propuestas espléndidas, humanistas, se sintió
sacudido. Dentro del partido empezaron a vislumbrar otros caminos y a plantear
en la organización su inconformidad con la línea dura imperante que terminó con
la expulsión de algunos de sus miembros, Juan Gelman entre ellos. Se queda un
rato pensativo, quizá porque los recuerdos de Cuba se le agolpan. Sí, Cuba lo
marcó. Recuerda su estancia en 1962, en una reunión internacional de
periodistas, y la alegría liberada de los hombres, mujeres y niños. Aunque el
cubano es de por sí alegre, reflejaba en el rostro y en las actitudes un nuevo
florecimiento. Fue asombroso y de esa época data un libro de poemas suyos,
testimonio de lo que vivió y sintió. El artista, como cualquier persona ‒insiste‒,
lo que tiene es una cosmovisión dentro de la cual la política, la ideología, el
intimismo, es sólo parte de ella ya que está hecha de muchas cosas más. Se
puede ser un revolucionario y participar, como René Char, en la resistencia
francesa, joderse la vida contra los nazis y no escribir un solo poema con
referencia alguna. Sustraerse a su entorno depende de cada quien. Eso, a lo
mejor, explica el juicio que existe contra Ferdinand Célin y Ezra Pound,
grandes escritores que apoyaron el fascismo o fueron fascistas; también se
puede ser un gran abanderado de las revoluciones del mundo y ser un pésimo
poeta o escritor.
El tema de la política lo apasiona tanto como la poesía. No lo interrumpo.
Se remite a la cuestión del tema. Cree que estos hechos no definen una obra de
arte y suelta una perogrullada: con el mismo tema se puede hacer una obra de
arte o una porquería: el amor, la amistad, la política. El tema de la poesía es
la poesía y por eso puede hablar de todo. González Tuñón decía que la poesía es
como la paz, una e indivisible, y no debe hacerse lo que un grupo de poetas
hicieron en los años sesenta ‒él entre ellos‒: descartarla por
sus temas, por metafísica, amorosa, mística; eso era, admite, una actitud, con
perdón de la palabra (por el tono de su voz me doy cuenta que expía sus
culpas.) Ahora sucede al revés: no se considera poesía la que habla de
política, de las injusticias en que vive la sociedad.
Las dos son posiciones estalinistas, de donde se deduce que grandes
intelectuales que presumen de liberales lo son, así como los que desde la
derecha ejercen estas posiciones. No hay que asombrarse de que el estalinismo
tenga tanto que ver con la derecha. Le pido una respuesta a mi pregunta de por
qué escribe pero lo aprisiono con dos propuestas: ¿por insatisfacción o por acuerdo
con la vida? Me apeno de acorralarlo y lo dejo en libertad. Acepta mi
planteamiento y responde que por insatisfacción, aunque después termina con un:
“En realidad no sé”. Prosigue: Uno escribe para agotar una obsesión cualquiera
que esta sea; de todos modos siempre se queda insatisfecho. En el fondo se
trata de una sola obsesión: dar con esa palabra calcinada que es la poesía. Ese
es su caso.
¿Cómo llegó a los místicos siendo ateo? Los leyó en la escuela y también
después, porque San Juan de la Cruz no sólo le parece un gran poeta sino el más
grande que tenemos en la lengua castellana. La relectura se produjo desde otro
lugar durante su largo exilio de 14 años en Roma, París, Ginebra; sentía mucho
la pérdida de su país. Esa realidad fue la única que tenía en medio de las
otras lenguas en que vivió la pérdida de amigos, compañeros muertos por la
dictadura militar, familiares; eran presencias ausentes muy fuertes, lo siguen
siendo, no se han atenuado. Cuando releyó a los místicos sintió que en ellos
había el deseo de una presencia ausente que quizá era Dios, pero en Gelman era
el país, la presión, el anhelo de lo perdido. Además influyó mucho su exilio.
Por esos años leyó la cábala más a conciencia. Con José Ángel Valente, gran
poeta español, hablaba de estos temas y de la visión exiliada de la vida, de la
historia, de uno mismo, que descubrió en la cábala; en el fondo los místicos
dicen que uno es un exiliado sobre la tierra. Un cabalista marroquí explicaba
que cada uno de nosotros está sostenido de una cuerda que Dios sujeta en sus
manos y que cuando Dios quiera la suelta; si en vez de Dios ponés muerte,
aclara, es exactamente lo mismo. La poesía judeoespañola de los siglos XII,
XIII y XIV, le impresionó por su característica exiliar. En San Juan el
lenguaje hace que esa vivencia, ese deseo, se transparente en su palabra,
aunque no sea voluntad de él; él no sólo dice lo que dice sino dice lo que calla,
como bien señala Valente, a lo que Juan agrega que también calla lo que dice.
Ese es el ideal de Gelman respecto a la poesía.
Su exilio comenzó en 1975, en las postrimerías del gobierno de Isabel
Perón, continuó con la dictadura militar y siguió bajo el primer gobierno civil
que hubo en su país y que presidió Alfonsín. No podía regresar a Argentina
porque bajo la dictadura le iniciaron varios procesos y aunque mucha gente le
pidió el desestimiento al presidente ‒entre ellos Carlos Fuentes‒,
Alfonsín no quiso hacer nada, quizá, piensa, por la teoría de los dos demonios
inventada por Ernesto Sábato, en la que equiparaba a los que luchaban por la
justicia de su país con los dictadores militares, poniéndolos en la misma
balanza. Al final se resolvió desde el punto de vista judicial porque el
tribunal federal rechazó los fundamentos del juicio.
Es pregunta obligada los cambios de los últimos años en el mundo de los
sistemas socialistas. Se apresura a contestar, con un “disculpáme” de por
medio, que esos no eran sistemas socialistas, eran otra cosa. ¿Qué cosa? En el
fondo era una burocracia partidista que manejaban todos estos países con una
capa burocrática bastante extendida que defendió sus privilegios en detrimento
de los pueblos. Su caída le parece una consecuencia
lógica de ese fracaso. Era una especie de gigante con pies de barro; piensa
sobre todo en la Unión Soviética, ahora ex. Ese fracaso no es el naufragio del
socialismo real y no quiere decir que hayan desaparecido los motivos para
seguir pujando por un mundo justo, libre y realmente democrático. El Consejo
Episcopal Mexicano afirmó que cuando una democracia está privada de ese
contenido de justicia, es un totalitarismo disfrazado. Cuando escucha hablar de
que se han perdido las utopías, no está de acuerdo; es utópico pensar que las
utopías se han terminado, viviendo la historia, el pensamiento humano. Las
utopías nacen a cada rato y es probable que su razón consista en su fracaso
para dar paso a una utopía mejor. ¿O nueva? Sí. No está desencantado de las
utopías, sigue creyendo que al mundo hay que cambiarlo, que las razones para
bregar por un sitio mejor todavía existen, incluso se han acentuado en nuestros
países, concretamente en Argentina donde cada día hay más pobreza, injusticia,
dolor. Como sabemos que en México la clase media ha desaparecido ‒para
mal, claro‒ le interrogo sobre qué ha pasado en su país con ella. Hay un
cambio en la estructura social, ha desaparecido una parte de la clase obrera,
han sido despedidos y echados a la calle, la situación económica es muy dura,
no tienen espacios, salvo en la economía que se llama informal, no
estructurada. Ha habido un proceso de empobrecimiento de la clase media que en
algunos sectores llegó incluso a la proletarización. No ha desaparecido del todo,
hay un sector muy rico y otro que está al borde. Todavía tienen peso político,
peso social.
Desde que conozco a Juan Gelman, a pesar de su gran sentido del humor, de
su feliz estancia en México, de su agitado trabajo periodístico y de los viajes
frecuentes, siempre me llama la atención su mirada, sus ojos oceánicamente
tristes, aunque sonría o ría abiertamente. Le hablo de ello y se ruboriza, se
altera, se entristece, sobre todo cuando cito a Vallejo y le digo que como él
lleva la resaca de todo lo vivido empozada en el alma y reflejada en el rostro.
El silencio es largo, profundo. Me doy cuenta de mi dislate. Se toma su tiempo
y aclara que tiene muchos motivos de tristeza interior y exterior, como
cualquier persona, pero eso no le quita que viva esperanzado y consolado. Para
él la poesía es un gran consuelo. Recuerda un poema chino, anónimo, escrito
hace 3500 años: Un pastor cuida el rebaño, con un frío intenso, lejos de su
mujer que está en el hogar ‒imagina‒, al lado del fuego,
cosiendo; el último verso dice: “Él escucha el ruido de sus tijeras bajo la
noche profunda”. El hecho que ese poema se haya escrito hace tantos años y
todavía nos emocione quiere decir que hay un tejido humano imposible de romper,
una capacidad de belleza imposible de aniquilar. Después, cada cual con sus
dolores se las arregla como puede.
Aunque no le gusta hablar de su obra, le menciono que, a mi parecer, desde
sus primeros libros se nota un cambio entre uno y otro, temática y formalmente,
un proceso que aunado a su sabiduría le ha dado una gran significación no sólo
en las letras argentinas sino en la que se escribe en castellano. Aventura
hipótesis. Alguien le dijo que cada libro suyo era distinto al anterior como
forma, aunque las obsesiones se repiten. Ya nos ha dicho que escribe para
agotar una obsesión. Admira en poetas como Eliot y Lezama Lima su capacidad
para hacer una crítica muy precisa sobre la poesía, sobre el mecanismo de la
escritura. Él se considera incapaz de ello. Los cambios ‒termina‒
en cada caso, es decir en cada libro, fueron necesarios.
Por último, le pido que me hable del largo y extraordinario poema Carta
a mi madre, publicado en 1989 y escrito desde el exilio. Fija su mirada en
la botella de tequila y murmura: “La carne es débil pero yo soy más”; le
acompaño con otra copa. Su madre fallece en 1983. A partir de ciertos momentos
no pudo seguir trabajando como periodista en Europa y empezó a ganarse la vida
como traductor. Estaba en Ginebra cuando escribió ese poema que originalmente
era muy extenso y estaba escrito en forma de carta. Lo terminó en dos noches.
Vivió una especie de esquizofrenia, laboraba con normalidad pero como si
estuviera ausente. Cuando terminó esa carta no sabía quién era. Se dirige a mí
y afirma: “Esto, sos la primera persona a quien se lo comento. ¿Sabés qué hice?
Me fui a la fotografía a sacarme una foto para estar seguro de que era real,
para ver qué cara tenía, cómo era, porque ni en el espejo me daba cuenta”.
La carta la guardó durante mucho tiempo ya que no podía acercarse a esa
descarga. Lo hizo una vez que estaba casi seguro de la realidad, porque al año
siguiente se murió cuatro veces en cuatro paros cardíacos. La carta tenía 60
cuartillas y después la convirtió en poema. Carta a mi madre, a mi
juicio ‒ya que Juan no quiere seguir hablando‒, no sólo es un
poema brutal, desgarrador, intenso, amoroso, tierno; también es una acendrada
biografía y un maravilloso testamento humano y literario.
Juan Gelman piensa radicar definitivamente en México. A Argentina regresa
de vez en cuando a ver a su hija y al nieto. Este mes viaja para revisar,
presentar, promocionar la edición de su obra completa que publica Seix Barral y
su deseo es vivir entre nosotros hasta que Dios ‒y el día esté
lejano, diría Porfirio Barba Jacob‒ tire de la cuerda.♦
Por Dionicio Morales