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Ramón en la Feria del Libro Infantil y Juvenil de Xalapa, julio de 2006 |
Publicado en 1994 por la editorial Graffiti, Old Fashion Blues es un poemario cardinal en la obra de Ramón
Rodríguez (1925-2014). A manera de homenaje, reproducimos el texto
introductorio de José Homero que saludó así su aparición: “Poesía de un amante
escéptico y de un desencantado pero risueño filósofo, Old Fashion Blues otorgará a Ramón Rodríguez el alto sitio que
merece en nuestra poesía”. Incluimos también una entrevista con el poeta
cordobés realizada en 2007 por Nina Crangle, Marifer Ramírez Smith y Ana
Valderrama.
Hay poetas que son en sí una
tradición. La breve obra de Ramón Rodríguez (Córdoba 1925) registra el periplo
de un poeta que zarpando del seguro puerto enclavado en la bahía de las
corrientes métricas arribaría a costas menos conocidas aunque nunca distantes
de la combinación exacta de sílabas y acentos. Rodríguez no es un poeta que
experimente con las posibilidades silentes ni se afane en decantar una música
distinta. Lector de Mallarmé, posee el esmero parnasiano de la eufonía,
ignorando el despliegue en hemistiquios que propone la cordillera poética más
notoria del siglo XX. Es un poeta de raíz clásica. Al leer sus sonetos y
libérrimas combinaciones de metros creemos recordar una dicción conocida. Quizá
sea cierta reminiscencia de Francisco de Terrazas; quizá los rasgos de la
descendencia de Eliot. Aunque el pariente más próximo resulta el Eliot de
“Prufrock y las otras observaciones”. Es en esta línea por la que discurre la
poesía última de Rodríguez reunida en el opúsculo Old Fashion Blues, apenas su tercer libro.
Si bien
la musicalidad de Rodríguez depende de la combinación acentual silábica, hay
varios poemas sonoramente rimados y otros en verso blanco. Sin embargo, el fiel
de la balanza son las inflexiones de la voz. Pocos poetas tan atentos a las
posibilidades de la oralidad. Su poesía parece acatar la teoría de las voces de
la poesía de Eliot y despliega monólogos, diálogos, imprecaciones que recuerdan
tanto a Thomas Browning como a Wallace Stevens o a Edgar Lee Masters. Esta
oralidad no sólo se expresa en tales formas; varios poemas explícitamente
invocan un origen musical: los dos “blues” que abren el libro, “Latin lover
tango” y “Noema (Voz de Ana Torroja)”, concebido como una posible canción para
Mecano.
La voz no
enuncia síntomas trágicos, lo que no implica que se hallen omisos. “Sammu
Rammat” asume la tradición de epitafios que recorre nuestra cultura desde
Alejandría hasta su célebre encarnación moderna: la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters. La manera en que
concluye ese monólogo es una puya a la cultura; quien espere una alusión a la Semiramis de Rossini la tendrá, sólo que
despectiva.
Si las
formas musicales de Ramón Rodríguez ofrecen impresión de seguridad es claro que
la lectura revela a un delicado minero del sentido. Rodríguez juega con los
vocablos y aunque su discurso parezca correcto revela perplejidad. Sus poemas
no semejan tan incomprensibles como los de Gerardo Deniz o Coral Bracho. Pero
al meditarlos sabemos que en realidad nada sabemos de los enigmáticos hablantes
cuya presencia a lo largo del volumen van urdiendo una auténtica cantata. Es
como si el lector escuchara fragmentos de conversaciones. En los dos “blues”
—un género que ha cultivado Rodríguez, un poema suyo, “He caído en el fondo del
blues” se convirtió en una composición de Armando Lavalle: I got the weary blues—, la cadencia inherente al registro blusero
cancela toda posibilidad de sentido al menos en su concepción discursiva, y
sólo sabemos o creemos saber que un hombre promete a su hija una fúnebre casa
de muñecas o escuchamos conversar a dos desconocidos que se guarecen de la
lluvia.
¿De dónde
viene esa alimentación de los soportes inteligibles? Rodríguez asegura que de
Robert Frost; uno podría pensar que de cierta vocación narrativa y una
dilección por las paradojas heredada de la filosofía. “Nunca se acaricia dos
veces a un mismo perro” comienza eliminando posibilidades: el perro aludido no
es el perro metafísico de una elegía de Unamuno, no es un perro de Tamayo, y de
pronto mediante esa enumeración entran al poema otras imágenes y otras posibles
direcciones semánticas hasta ofrecer un abigarramiento de posibilidades donde
cada una se enlaza con otra mediante una
asociación libremente sicológica para concluir con una alusión a las apologías
de Zenón de Elea. “Té de manzanilla”, otro de los meritorios poemas del libro,
insiste en ese guiño pretensamente real que conduce al absurdo. Aquí la voz
habla de una extraña criatura llamada Maga —que, se nos dice, no es la que sale
en Rayuela, del mismo modo que en el
poema citado antes se nos definía al perro por su ausencia de referentes
cultos, Rodríguez insiste en que sus criaturas carecen de progenie intelectual,
como si deseara proscribir todo origen—, cuyas piernas empiezan en el Cabo de
Hornos y terminan en la calle principal de Milwaukee y concluye negando que
esté ahí para hablar de ella pues sólo ha venido a tomar un té de manzanilla.
En “Preludio a la siesta de un gordo” un hombre se declara diente. El poema
describe una comida y las cadencias comensálicas para terminar en la molicie de
la indigestión y en la espera de la noche. Es esta extraña oralidad —¿con quién
hablan estas criaturas?, pero ¿importa?— la que convierte a la poesía de
Rodríguez en contemporánea de nuestras inquietudes.
Hay otros
poemas donde la enunciación presenta al personaje sin requerir descripciones o
información del autor, como “Novísima Eloísa”, “La mujer como idea, como
deporte y como necesidad”. En este carrusel vemos animarse súbitamente a
figuras conocidas: desde la petrarquista rosa hasta los amantes emblemáticos de
nuestra lírica: un amante es un Tristán, otro se pretende Abelardo, uno más
deambula noctívago ante la indiferencia de la amada, y por supuesto hablan
otros sólidos arquetipos del eterno femenino Isolda, Francesca, Circe. Poemas
como “Palabras para un cantar”, una cantiga de amigo contemporánea; “Rosa,
rosae”, reasunción del carpe diem tras
la lectura de Gertrude Stein; “Roja y ardiente luna navegante”, dos sonetos
enlazados con rima cruzada y minimalista; “Nosferatu”, una combinación de
versos blancos, señalan esa herencia clásica que Rodríguez aprendió
tempranamente— y cuyo peso lo convirtió en un poeta menor ajeno a la aventura
de la modernidad estética. Ciertamente no son estos los mejores poemas del
libro —podrían ser suscritos por poetas modernistas o neoclásicos, aunque los
salva la sutileza musical. Pertinente mencionarlos, porque Rodríguez, aun
cuando ofrezca formas dimanadas de la música, especialmente del blues o el
rock, no deja de ser un poeta de oído clásico. En tanto tras los diluidos
elementos informativos, Rodríguez se oculta y nos oculta derroteros para asir
su escritura —percibimos no sólo la invocación de la lírica cortés, también el
sentimiento inherente de la desaparición—, junto al tono burlesco vibra una
sonoridad que recuerda a la del metal que indica en esta poesía la presencia de
una oculta fragilidad:
Buen
amigo este pensar
que
siento en el corazón
desafina
mi canción
al
ponerla a lamentar
no
nací para llorar
pero
un vago sentimiento
muda
el color de mi acento
con
metales de agonía
(“Palabras
para un cantar”)
Es tanto
la modulación del carpe diem (“Deja
que deje claro que te amo/ mas no dejes huir la luz de junio”, “Nosferatu”;
“por eso intensamente ama a esa rosa”, “Rosa, rosae…”) como la zozobra de la
desaparición propia la que percibimos. La tragedia, la inminencia de la muerte
y el desamor no aparecen claramente pero se insinúan en ciertas líneas. El
comensal de “Preludio a la siesta de un gordo” asiste a la “muerte sustantiva e
integral/ de esta armoniosa y geodésica tarde”, Júpiter, en “Latin lover
tango”, es un dios inútil que deambula soñando con un nuevo Olimpo. Tales
menciones a la decadencia hallan su mejor ejemplo en la elegante alusión a la
muerte de “Retrato del artista decrépito”. El gran matador de cucarachas del
centro de Veracruz dice:
reconozco
que el pulso y la vista
me
irán fallando imperceptible pero fatalmente
cuando
llegue un amanecer cualquiera
y
la guitarra esté tendida
en
silencio sobre la mesa
me
iré solo por un camino de alguna estación
haciendo
sonar con mis botines
el
pedregullo a la orilla de un río
Por otra
parte hay también mucho de crítica, más que social, a la sociedad. Bastaría
citar “Sólo los ricos son nuevos”, uno de los mejores poemas del libro en
cuanto a eliminación de elementos poéticos —por ahí se oye un modernista “aroma
postrero”—, donde se describen las relaciones entre los parientes pobres y los
ricos, o “Así hablaba Carasucia”, que mediante la dicotomía perros y gatos
revisa gruesamente las gruesas formas de entender el mundo en que nuestra
tradición insiste.
Poesía
de un amante escéptico y de un desencantado pero risueño filósofo, Old Fashion Blues otorgará a Ramón
Rodríguez el alto sitio que merece en nuestra poesía. No está demás decir que
en un tiempo en que los poetas jóvenes no dan signos de juventud, Rodríguez nos
brinda una arrebatadora lección de tradición y frescura. ♦Por José Homero