OROPÉNDOLA
Claras, distintas y semejantes son buena parte de las aves del reino;
sin embargo la oropéndola es la única que ha nacido del engaño. Discreta,
dorada y hermosa, su canto es un abismo que deforma los sentidos. Con frecuencia
es confundida con la agreste sinestesia quien, pese a lo que delata su aparente
morfología, no es un animal sino una plántica
narcótica.
Entre sus particularidades se cuenta el hecho de
que puede imitar el trino y el graznido de cualquiera de las aves: replica a
todos los pájaros del mundo pero ninguno le responde.
No pocos la consideran un ave hipócrita, perversa y
desalmada, plumífero funesto que pierde a los incautos entre la hojarasca de
los bosques y la orilla de los ríos.
El canto de la oropéndola sólo suena para los
enamorados, para aquellos que precisan del engaño y no se resignan a vivir sin
sus amantes. Fieles y devotos sostienen que en realidad es la única ave que
existe y que las otras son sólo un eco de sus cantos viejos y perdidos.
Es imposible descubrir su engaño porque la
oropéndola, en lo profundo de su nido, sólo canta para ti.
CELACANTO
Antiguo como las tinieblas y prófugo de su
conciencia, el celacanto es el animal más solo y olvidado que jamás haya
existido. Burlador de todas las eras y enemigo de la muerte, este pez de aletas
lobuladas (sarcopterigio) es pariente de los peces pulmonados y fundamento de
los primeros vertebrados terrestres. El celacanto es la única criatura con vida
que ha navegado las acuosas entrañas de la Tierra desde la primera noche de los
tiempos hasta la madrugada de nuestras angustias.
Si bien ha sido considerado por algunos como un
“fósil viviente”, sería prudente sugerir que el celacanto es un pez de tierra,
una suerte de tetrápodo que lo mismo emigra al bosque, al pantano, la selva o
el desierto para mantenerse a salvo. En algún momento –es su designio– retorna
con anhelo a la espesura de los mares.
Algunos marinos asiáticos sostienen que en la
espina dorsal del celacanto se encuentra
el bebedizo de la vida eterna, causa de su longevidad y buena estrella.
Pero el celacanto no es un animal eterno. Como a
todo lo que vive, le está reservado un lugar en las playas de la muerte.
El celacanto
custodia un reino de apariencias invisibles: el los cielos y las aguas de los
animales extinguidos.
AHUIZOTL
Nací viejo, bajo cielos muy antiguos, como el
último de mi raza. Mi tierra era Tlatilco, que en lengua natural significa “el
lugar de las cosas escondidas”, pero en aquellas leguas nunca fui bueno, ni
justo ni bien querido: los hombres rojos me odiaban por engañarlos como a
niños. Y por ahogarlos a las orillas de los lagos.
Al tercer día –y sólo hasta al tercer día– volvían
sus cuerpos rotos por el agua. Sin dientes, sin carne y sin ojos, como balsas
maldecidas por mi aliento para el estudio de sus profetas.
Pero nada
fueron mis tormentos comparados con lo que habría de venir: vi arder a manos de
rufianes a la civilización más pura, la de la ciudad flotante; vi las
violaciones con la espada con que partieron a las mujeres y vi también cómo la
enfermedad de la piel acabó con hombres recios, ancianos y niños, profanando
sus despojos más allá de la muerte.
Todo lo que
trajo el hombre blanco fue una ruina sanguinaria; acabó con los señores de esta
tierra y anegó de sangre enferma los altares de los templos.
Soy el último de mi especie, ya nadie nunca dirá mi
nombre ni sabrá que yo era el coyote del agua con los pies de mono. Por eso,
antes de que mis ojos salgan de sus cuencas y atestigüen los horrores del
Mictlán, muero bebiéndome este lago envenenado, junto con la pesadilla de
lumbre de lo que supo ser Tenochtitlán. ♦
Por Rafael Toriz