Octavio Paz |
Tengo
que hablaros de ella,
de su
fresca costumbre
de ser
simple tormenta, rama tierna.
Octavio
Paz
Un fantasma recorre el
verano: el fantasma de una muchacha ante cuya fugaz, inesperada, milagrosa,
feliz presencia, podemos encontrarnos una mañana-tarde-noche-alba u ocaso;
aunque si atendemos a los anales de la historia, el mejor momento para verla es
el mediodía, la luz meridiana parece ser su elemento, y puede verla un hombre
joven, o un viejo (el deslumbramiento será el mismo). Se le puede hallar en los
bosques, en la playa, por la calle, en Nueva York, en Trieste, Brujas, Praga,
La Habana o Xalapa. Los testimonios de su paso abundan y aquí no se pretende
agotarlos, sólo mencionar algunos ejemplos. Acudamos al primero, un poema de
Eliseo Diego:
A una joven que se acerca
Tú vienes, tan
ligera
como el ángel que va
de rayo en rayo
de sol sobre la
hierba,
que apenas si se
entera
cuando ya fue y no
está ni es ni era.
¿Y no te vi otra vez
viniendo así, aunque
entonces bien distinta?
¿O será que tal vez
la misma joven pinta
su propia luz y
siendo ya es distinta?
¿Qué sabemos los
viejos
de tan dulce, fugaz
advenimiento?
¡Quedó todo tan
lejos
y apenas un momento
cruza tu aroma en el
temblor del viento!
La elección de este
poema no es tan gratuita ni caprichosa (aunque este ensayo en general pueda ser
juzgado, y con razón, como tal). A más de su belleza y excelencia, tiene la
virtud de enumerar muchas de las características del momento en que nos
hallamos frente a ella: la ligereza (más que ligereza,su levedad, su leve edad)
de la muchacha, la brevedad y la fugacidad del encuentro y, sobre todo, su
carácter de irrepetible. Y, por si fuera poco, esa cauda, ligera e inolvidable,
de su olor: “cruza tu aroma en el temblor del viento”, penúltimo don del
generoso encuentro.
El deslumbramiento
producido por su imagen, par al de la primera vista del mar o del abismo,
produce reacciones de nostalgia, de enamoramiento, de deseo (casi místico) como
el que le produjo al colombiano Triunfo Arciniegas, quien la vio y, así fuera
por un instante, se sintió redimido, fuera de este mundo, reinstalado en el
paraíso:
Penitente
O como la muchacha
que al atravesar el
parque
es sorprendida por
el viento
y la visión de sus
muslos
nos devuelve al
paraíso.
Estas son algunas de las
cosas que también pueden pasar a quien la ve: la sangre se siente correr en
tropel y el aire se aligera y se vuelve puro, tan puro que por ese breve lapso
duele un poco al respirarlo (y este breve dolor causa placer), otras veces se
alza la vista, y pongamos que quien la ve es un hombre que acude a envejecer a
una oficina, lleva aferrado un portafolios, quizá para soñar que es una maleta
y que no va al trabajo sino que va de viaje, porque no quiere reconocer que va
a una oficina, ese lugar triste donde se sienta desde hace años y donde a veces
se sorprende pensando en lo feliz que sería si pudiera escaparse a las once de
la mañana y pasear por el bosque, oír quebrarse la hojarasca bajo sus pies, el
canto de un pájaro y el ruido que hacen los insectos friéndose en el aire
caliente del mediodía. Pues bien, ese hombre gris se topa con la muchacha y, en
vez de voltear a verla (sabe que no debe hacerlo, que de hacerlo quedaría
convertido en estatua de sal), alza la vista hacia el cielo y ve, como
no lo ha hecho en años: las nubes magníficas bogando como lentos y blanquísimos
trasatlánticos por el océano de las alturas. Un verde latido golpea su pecho y
nace, inesperado, mas bienvenido, el deseo del viaje, de ver una vez más el mar
y pisar la arena mojada; hay quien sencillamente piensa en la hermosura y llora
un llanto sin penas, tibio y reconfortante, o bien un sentimiento de gozo
porque, a pesar de la oficina, de la grisura de sus horas y de sus días, sabe
que está vivo. Ese encuentro fugaz se lo ha recordado.
Fugaz: no puede, quien
la ve, seguirla, sino en el recuerdo. Como todo milagro, es irrepetible, y sólo
una vez en la vida nos es dado mirarla. Ir en su busca sería tan inútil como
terrible, no hallaríamos sino su ausencia. En Praga, el poeta Vladimir Holan
curiosamente no la vio cruzando un parque, una calle... Se la topó en las
entrañas de un edificio:
Encuentro en el ascensor
Entramos en la
cabina y estábamos allí solos los dos.
Nos miramos sin hacer
otra cosa.
Dos vidas, un
instante, la plenitud, la felicidad...
En el quinto piso
ella bajó y yo, que continuaba,
comprendí que nunca
más la vería,
que era un encuentro
de una vez para siempre
y que aunque la
hubiera seguido lo habría hecho como un muerto,
y que si ella se
hubiera vuelto hacia mí
sólo hubiera podido
hacerlo desde el otro mundo.
(Versión de Clara
Janés)
Pero ¿quién o qué es
esta muchacha? Acaso es una de esas “plenas y puras y serenas y felices”
visiones de las que habla Platón en el Fedro? O simple y sencillamente
una fuerza, una incursión en nuestro mundo de la belleza, manifestándose como
un desorden casual, una ruptura en el monótono transcurrir de nuestros días. No
una estatua, pues tiene movimiento, no una música, pues la vemos: un cuerpo.
Como el que vio el joven Octavio Paz:
Un cuerpo, un cuerpo
solo, sólo un cuerpo,
un cuerpo como día
derramado
y noche devorada;
la luz de los
cabellos
que no apaciguan
nunca
la sombra de mi
tacto;
una garganta, un
vientre que amanece
como el mar que se
enciende
cuando toca la
frente de la aurora;
unos tobillos,
puentes del verano;
unos muslos
nocturnos que se hunden
en la música verde
de la tarde;
un pecho que se alza
y arrasa las
espumas;
un cuello, sólo un
cuello,
unas manos tan sólo,
unas palabras lentas
que descienden
como arena caída en
otra arena...
Si, como decía Amado
Nervo, lo feo es la materia que sufre, entonces la muchacha es la materia que
canta, la materia que ríe, la materia que danza a cada paso, a cada bamboleo de
sus caderas... Y sus piernas. ¡Ah... las piernas! Sí, como bien sabía Vinicius
de Moraes, las piernas son de vital importancia. Así no lo señala en aquel
memorable poema que inicia con una sincera, pero cruel disculpa: “Las muy feas
que me perdonen...”, para después enumerar todas las cualidades que a su juicio
debe tener la muchacha: ojos, cuello, boca, manos, pies, caderas... y al llegar
las piernas, nos dice:
Que los miembros
terminen como tallos,
y bien haya un
cierto volumen de muslos
y que sean lisos,
lisos como pétalo
y cubiertos de
suavísima pelusa
sensibles, sin
embargo, a la caricia a contrapelo...
No fue, ni por asomo, el
primero en reparar en esto. Tampoco el último. Ramón Rodríguez apuntó en su
retrato de una deseada/indeseada muchacha que sus piernas “empiezan en el Cabo
de Hornos / y terminan en la calle principal de Milwaukee”. Y otro poeta
veracruzano, José Homero, nos dice también que:
en
calles de incierta geografía
dos
piernas como torres paralelas
de
aceite ungidas, por la luz roídas,
el
cielo nublan, la
noche moldean.
altas,
mórbidas, columnas marmóreas
que
soportan cúpulas, entreabren grietas;
sinuosos
caminos que la fronda oculta.
Ah, pero no se crea que
todo es, o debe ser, piernas... El rostro, ah, el rostro. Hablemos del rostro
de la muchacha, que en la Leyenda Artúrica nos describen alta frente
inmaculada y lisa. “Las cejas morenas y de trazo perfecto, de tan bellas
diríase que habían sido dibujadas con la mano, ligeramente estiradas hacia las
sienes y bien separadas entre sí”. Y qué decir de sus ojos, dueños de una
expresión tan sutil, “que la flecha de su mirada habría conseguido traspasar
fácilmente el espesor de cinco escudos, alcanzando de este modo el corazón
oculto en el pecho”. Ay, pobre de aquel que nunca la ha visto, así sea con el
rabillo del ojo cuando, sin saber por qué y poco antes de que arranque un
autobús que ha de llevarte muy lejos, ladeas la cara y ahí, tras una lejana,
inalcanzable vidriera, la ves apenas unos instantes antes de que el autobús del
destino te lleve para siempre lejos de su presencia.
Para describirla, James
Joyce inventó un género literario: la epifanía. Para los cristianos, la
epifanía es la manifestación de Dios, la revelación que Dios hace a los
hombres. Pero para Joyce, hombre más carnal que espiritual, la epifanía es,
según nos dice Hernán Lara Zavala, la “súbita manifestación espiritual que
puede revelarse mediante el lenguaje, un gesto o una frase memorable de la
propia mente... es decir, una revelación de la realidad interna de una
experiencia acompañada de un sentimiento de júbilo o tristeza tal y como se da
en la experiencia mística; es una revelación espiritual, la revelación de un misterio
de manera imprevista, el detalle trivial convertido en símbolo prodigioso, lo
más delicado y evanescente de un momento importante”. El sujeto que ve, que es
bendecido por la visión de la muchacha
puede ser un niño o un hombre viejo, cobra conciencia de la belleza, se
convierte en un creyente: la belleza existe. Joyce la vio, y la describió así:
Una
muchacha estaba ante él en medio de la corriente: sola e inmóvil, mirando hacia
el mar. Parecía una criatura transformada como por encanto en un extravagante y
hermoso pájaro marino. Sus largas piernas desnudas y delgadas eran delicadas
como las de una garza, e intactas, excepto en el punto donde una huella
esmeraldina de alga era como una señal sobre la carne. Los muslos, más llenos,
suaves como el marfil, aparecían desnudos casi hasta las caderas, donde los
bordes blandos de los pantaloncitos eran como un plumaje de suave pelusa
blanca. Las enaguas de color gris estaban audazmente arremangadas hasta la
cintura y colgaban por detrás como cola de paloma. Tenía el seno como el de un
pájaro, suave y delicado, delicado y suave como el pecho de una paloma de
oscuro plumaje. Pero sus largos cabellos rubios eran infantiles: e infantil,
tocado por el milagro de la belleza mortal, su rostro. Estaba sola e inmóvil y miraba
hacia el mar; y cuando reparó en la presencia de Stephen y en sus miradas de
adoración, volvió los ojos hacia él sosteniendo tranquilamente su mirada, sin
mostrar ni vergüenza ni coquetería... ¡Dios mío! –gritó el alma de Stephen en
un estallido de alegría profana... Un ángel salvaje se le había aparecido, el
ángel de la juventud y de la belleza mortal, un mensajero de las justas cortes
de la vida, para abrirle de par en par en un instante de éxtasis las puertas de
todos los caminos del error y de la gloria. ¡Adelante! ¡Adelante!
Pero ella, la muchacha
pájaro, la muchacha estrella, viento y fuego, ella, la que por naturaleza es
fugitiva, al contrario de su recuerdo que, por naturaleza, es permanente,
indeleble, siempre camina en dirección opuesta a nosotros, pasa a nuestro lado
como la ráfaga de viento más pura, refrescante, vital e inolvidable que nuestra
memoria pueda recordar. Y ella pasa, pero su recuerdo camina a nuestro lado y
nos sigue, o nosotros la seguimos como un perro fiel o una segunda sombra.
Su cabello, casi oro,
casi ámbar, casi luz; su minifalda color bronce y su blusa del color del
sulfato de cobre… La frente, fenestrada, pulida y refulgente, su cabello atado
en una graciosa cola de caballo. Ese fantasma que recorre el mundo es también la
línea que divide nuestras vidas en antes y después. Pasado siempre presente.
Reinvención que nos reinventa: no tocamos su piel pero sabemos que es suave, no
oímos su voz pero juramos que es melodiosa, como rítmico es su andar que mece
suavemente sus caderas... su piel sabe a mar y a naranjas...
Ya
brillante como el verano, ya lánguida como virgen prerrafaelista, ella camina
sin pausas, sin prisas, nunca nos ve, acaso porque ella está viva, y nosotros,
los que nos creemos vivos, somos los fantasmas. Sí, ella es real, nosotros
somos los que no existimos. Yo la vi una mañana de… (en realidad la fecha no
importa) con su pelo corto y una diadema lapislázuli y su paso ligero y su pelo
castaño y su suéter verde oliva con cuello de tortuga y sus largas piernas. Yo
la vi... y el aire olía a duraznos: era ella, la es en sí misma, la que no es
moralmente buena ni moralmente mala, sino simplemente bella, del mismo modo que
la virtud no es estéticamente buena ni estéticamente mala, sino moralmente
buena. Era ella: la belleza pura, completa, egotista y solitaria que, como el
sol, no tiene más función que iluminar el mundo de los que yacen a oscuras;
ella, la que no tiene otro oficio ni otro valor que el de ser bella... Y el
aire olía a duraznos. ♦
Por Rafael Antúnez