Edgar Tamayo |
Desde Huntsville, el corredor de la muerte del
estado de Texas, Eduardo Espina recapitula en torno a la pena capital en el
vecino país del norte, donde fue ejecutado un mexicano el pasado 22 de enero.
Espina, poeta uruguayo y profesor de la Texas A&M University se
refiere a Edgar
Tamayo, “un condenado con nombre y apellido de pintor de cuadros, perdió su
última batalla legal tras pasar 20 años en prisión”.
En Huntsville, Texas, comienza la nada. Se la puede ver desde lejos,
antes incluso de que en la carretera aparezca el cartel: “Centro de la ciudad a
10 millas”. En Huntsville, Texas, la nada y la muerte son sinónimos de algo más
que carece de nombre. Llegan juntas para librar del albedrío, porque aquí
vienen a morir gente, destinos y nombres, aunque no lo quieran. A la vida la
matan con pócimas letales; a los nombres, que un día fueron de personas, con el
borramiento de los recuerdos, acto apresurado por la idea siempre repetida
cuando el ejecutado comienza a entrar en el pasado y se escucha
decir, “de eso ya no se habla”. Y las pocas voces que se oyen
desaparecen pronto mezcladas con el desconsuelo. Hay protestas por parte de
quienes se oponen a la pena de muerte, instantes de dolor, hay impostados
alivios carentes de permanencia, pues al regresar a sus hogares la familia del
ejecutado y la familia de la víctima, lutos tan iguales y tan diferentes,
regresan a un vacío que ni siquiera la ausencia de palabras podrá reparar. A pesar
de todo, igual la realidad obliga a que el olvido venga. Es el peor de todos
los olvidos posibles: un olvido intencional, hecho a prepo, tal vez para no
tener que negociar más con la injusticia y la falta de respuestas ante lo
acontecido. ¿Por qué nosotros?
Huntsville
queda a una hora y media al noroeste de la central de la NASA. “Houston,
tenemos un problema”. En Huntsville, a los problemas los resuelven
ejecutándolos. La NASA hace posibles los viajes al espacio, a los planetas
cuando comienzan a ser parte del distante infinito. Y la cárcel donde más gente
se ejecuta en el mundo posibilita el ascenso rápido a donde al ejecutado le
toque ir: Cielo, Purgatorio o Infierno (porque también a estos podemos
imaginarlos en alguna parte alta, no en agazapadas profundidades para disimular
la presencia de condenados). A los culpables les toca ir donde les toque (ellos
serán los primeros en saberlo), y los inocentes van directamente al cielo de
los hombres, porque en Huntsville la duda sobre la dudosa culpabilidad de
algunos ejecutados nunca queda aclarada. Para qué. Podría redimensionar el
sentido de culpabilidad.
Los
restaurantes tienen el plato del día. En Huntsville hay días en que la realidad
tiene un menú especial, aquellos cuando un preso es ejecutado. La ciudad parece
otra. Si bien nunca parece ser una ciudad completa, hay días, cuando las venas
de alguien son recorridas por una sustancia letal, en que la ciudad parece más
incompleta. Hasta el ruido falta. El silencio que se oye –y antes se percibe–
es la voz de la muerte diciendo que anda merodeando por ahí. Nadie la ve, pero
todos le prestan atención. Ha venido para eso.
En los
jardines de algunas casas colocan pequeños carteles en blanco y negro que
dicen: “Today Execution”, haciendo pública la oposición a la pena de muerte. Es
casi lo único que pueden hacer para intentar terminar con una atrocidad
maquillada de legalidad, pues hasta ahora todos los intentos por eliminar la
pena de muerte han fracasado. En este aspecto, algunas veces la vida ha
empatado (cuando se logró detener una ejecución), pero nunca ha conseguido
ningún triunfo, y menos el triunfo definitivo, que sería la abolición de la
puesta en práctica del ojo por ojo y diente por diente. Por el momento, este
Auschwitz autorizado por “la ley” continúa produciendo cadáveres a ritmo
impresionante. Sus cosechas son regulares.
El
miércoles 22 de enero la ciudad volvió a presentar ese aspecto fantasmagórico
que tienen siempre aquellos días cuando alguien va a ser ejecutado, por más que
sus habitantes están acostumbrados a convivir con la muerte como los brasileños
conviven con el carnaval. Aquí no todos celebran la muerte del otro, pero la
mayoría apoya la ley del talión. “Si mató a alguien, debe pagar con la misma
moneda”, me dice alguien nativo de Huntsville, mientras pasea un perro pitbull.
Luego da argumentos, pero no vienen al caso. Son los mismos que el ser humano
viene utilizando desde que su lado barbárico se instaló en la realidad. Podemos
ir al espacio en las naves de la NASA que no queda tan lejos de aquí, y al
mismo tiempo somos capaces de mantener tradiciones bestiales como el homicidio
en nombre de la ley. En la Edad Media podría llegar a entenderse, pero no, y de
allí su radical inaceptabilidad, en tiempos cuando el próximo destino es Marte
y está a la vista. En Huntsville, los días de ejecución, la realidad es una
galaxia aparte, con sus fúnebres constelaciones esparcidas por todas las calles
de una ciudad preparada para convivir con la vida y la muerte como si fueran la
misma cara de dos monedas diferentes.
Es
invierno, y oscurece más temprano. Hoy, en la vida, todo oscurece más temprano.
La noche viene muy fácil. En el poema de García Lorca, el torero muere a las
cinco de la tarde. Aquí a los condenados los ejecutan cuatro horas más tarde.
Entre las nueve y las nueve y media de la noche, la muerte hace calistenia
antes de entrar a la cancha. Su presencia es sepulcral incluso antes de que el
muerto deje de respirar. Las palabras no pueden describir aquello que la vida
no sabe explicar. Se queda corta, como cuando le toca describir los grandes
triunfos futboleros, salvo que aquí debe hablar de la derrota de la razón, de
la condición humana. ¿Cómo hacerlo? Hay quienes pueden, se atreven porque
pueden o porque les pagan, más no sea para decir lo mismo de siempre. Por eso
la ciudad en días de ejecución se llena de periodistas venidos de todas partes,
como si se tratara del campeonato mundial de la muerte y todos conocieran el
resultado del partido final de antemano.
El
miércoles 22 de enero, la fábrica de la muerte produjo una nueva víctima. El
mexicano Edgar Tamayo, un condenado con nombre y apellido de pintor de
cuadros, perdió su última batalla legal tras pasar 20 años esperando lo que
finalmente ocurrió, porque no podía dejar de ocurrir, pues perdón y compasión
son dos palabras que cayeron en desuso. La muerte en este lugar de
interrupciones definitivas viene acompañada de un agónico preámbulo, de una
tortura para quien transcurre la posdata de su vida enjaulado en un limbo que
tiene todos los ingredientes como para ser en verdad el infierno más temido. De
ahí que los condenados ven a la muerte como un alivio, como la liberación
final.
A las ocho
de la noche del último miércoles en la vida de Tamayo, los guardias encargados
de la cámara de la muerte verificaron que las correas de cuero grueso que
mantienen al preso inmóvil durante la ejecución estuvieran en buenas
condiciones. Dieron el OK. También en las condiciones esperadas estaba la cama
donde la víctima pasa de una pesadilla prolongada al sueño eterno. A las nueve
el preso fue llevado al último espacio terrestre que ocupó. Fue acostado; no
mostró resistencia. Los naipes estaban echados y los buenos perdedores saben
que para aceptar la derrota no hay mejor cómplice que el silencio. Le
preguntaron si quería declarar algo, dejar documentadas para el anecdotario sus
últimas palabras. No habló, nada dijo. Con un movimiento de cabeza
dio a entender que no, que ya había dicho todo lo que tenía para decir en este
mundo. Sabía a lo que iba. Tenía los brazos vendados: por ellos
habló su condición, la última realidad de ese momento.
Quince
minutos después recibió la primera dosis del compuesto químico intravenoso
para el cual no hay antídoto. Nueve minutos más tarde, a las nueve con 26
minutos, le inyectaron la segunda y definitiva dosis. “No hay veneno, sino
dosis” (Paracelso). En Huntsville todo es dosis intolerable, atroz. Sin
aspavientos, emitiendo un silencio más que sepulcral que retumbó varias
leguas a la redonda, Tamayo sintió cómo sus signos vitales comenzaron
a apagarse, igual que una fogata bajo la lluvia. A las nueve con 32 el médico
“estatal” lo declaró muerto. Afuera de la prisión, un grupo de gente que no
llegaba a ser multitud recibió la noticia de la muerte ajena de maneras
diferentes. Hay quienes dicen que a esa hora vieron pasar un alma callada, pero
nadie supo en qué dirección iba.♦
Por Eduardo Espina