La fábrica de la muerte


Publicado porJosé Homero el 12:41 p.m.

Edgar Tamayo
Desde Huntsville, el corredor de la muerte del estado de Texas, Eduardo Espina recapitula en torno a la pena capital en el vecino país del norte, donde fue ejecutado un mexicano el pasado 22 de enero. Espina, poeta uruguayo y profesor de la Texas A&M University se refiere a Edgar Tamayo, “un condenado con nombre y apellido de pintor de cuadros, perdió su última batalla legal tras pasar 20 años en prisión”.

En Huntsville, Texas, comienza la nada. Se la puede ver desde lejos, antes incluso de que en la carretera aparezca el cartel: “Centro de la ciudad a 10 millas”. En Huntsville, Texas, la nada y la muerte son sinónimos de algo más que carece de nombre. Llegan juntas para librar del albedrío, porque aquí vienen a morir gente, destinos y nombres, aunque no lo quieran. A la vida la matan con pócimas letales; a los nombres, que un día fueron de personas, con el borramiento de los recuerdos, acto apresurado por la idea siempre repetida cuando el ejecutado comienza a entrar en el pasado  y se escucha decir, “de eso ya no se habla”.  Y las pocas voces que se oyen desaparecen pronto mezcladas con el desconsuelo. Hay protestas por parte de quienes se oponen a la pena de muerte, instantes de dolor, hay impostados alivios carentes de permanencia, pues al regresar a sus hogares la familia del ejecutado y la familia de la víctima, lutos tan iguales y tan diferentes, regresan a un vacío que ni siquiera la ausencia de palabras podrá reparar. A pesar de todo, igual la realidad obliga a que el olvido venga. Es el peor de todos los olvidos posibles: un olvido intencional, hecho a prepo, tal vez para no tener que negociar más con la injusticia y la falta de respuestas ante lo acontecido. ¿Por qué nosotros?
Huntsville queda a una hora y media al noroeste de la central de la NASA. “Houston, tenemos un problema”. En Huntsville, a los problemas los resuelven ejecutándolos. La NASA hace posibles los viajes al espacio, a los planetas cuando comienzan a ser parte del distante infinito. Y la cárcel donde más gente se ejecuta en el mundo posibilita el ascenso rápido a donde al ejecutado le toque ir: Cielo, Purgatorio o Infierno (porque también a estos podemos imaginarlos en alguna parte alta, no en agazapadas profundidades para disimular la presencia de condenados). A los culpables les toca ir donde les toque (ellos serán los primeros en saberlo), y los inocentes van directamente al cielo de los hombres, porque en Huntsville la duda sobre la dudosa culpabilidad de algunos ejecutados nunca queda aclarada. Para qué. Podría redimensionar el sentido de culpabilidad.
Los restaurantes tienen el plato del día. En Huntsville hay días en que la realidad tiene un menú especial, aquellos cuando un preso es ejecutado. La ciudad parece otra. Si bien nunca parece ser una ciudad completa, hay días, cuando las venas de alguien son recorridas por una sustancia letal, en que la ciudad parece más incompleta. Hasta el ruido falta. El silencio que se oye –y antes se percibe– es la voz de la muerte diciendo que anda merodeando por ahí. Nadie la ve, pero todos le prestan atención. Ha venido para eso.
En los jardines de algunas casas colocan pequeños carteles en blanco y negro que dicen: “Today Execution”, haciendo pública la oposición a la pena de muerte. Es casi lo único que pueden hacer para intentar terminar con una atrocidad maquillada de legalidad, pues hasta ahora todos los intentos por eliminar la pena de muerte han fracasado. En este aspecto, algunas veces la vida ha empatado (cuando se logró detener una ejecución), pero nunca ha conseguido ningún triunfo, y menos el triunfo definitivo, que sería la abolición de la puesta en práctica del ojo por ojo y diente por diente. Por el momento, este Auschwitz autorizado por “la ley” continúa produciendo cadáveres a ritmo impresionante. Sus cosechas son regulares.
El miércoles 22 de enero la ciudad volvió a presentar ese aspecto fantasmagórico que tienen siempre aquellos días cuando alguien va a ser ejecutado, por más que sus habitantes están acostumbrados a convivir con la muerte como los brasileños conviven con el carnaval. Aquí no todos celebran la muerte del otro, pero la mayoría apoya la ley del talión. “Si mató a alguien, debe pagar con la misma moneda”, me dice alguien nativo de Huntsville, mientras pasea un perro pitbull. Luego da argumentos, pero no vienen al caso. Son los mismos que el ser humano viene utilizando desde que su lado barbárico se instaló en la realidad. Podemos ir al espacio en las naves de la NASA que no queda tan lejos de aquí, y al mismo tiempo somos capaces de mantener tradiciones bestiales como el homicidio en nombre de la ley. En la Edad Media podría llegar a entenderse, pero no, y de allí su radical inaceptabilidad, en tiempos cuando el próximo destino es Marte y está a la vista. En Huntsville, los días de ejecución, la realidad es una galaxia aparte, con sus fúnebres constelaciones esparcidas por todas las calles de una ciudad preparada para convivir con la vida y la muerte como si fueran la misma cara de dos monedas diferentes.
Es invierno, y oscurece más temprano. Hoy, en la vida, todo oscurece más temprano. La noche viene muy fácil. En el poema de García Lorca, el torero muere a las cinco de la tarde. Aquí a los condenados los ejecutan cuatro horas más tarde. Entre las nueve y las nueve y media de la noche, la muerte hace calistenia antes de entrar a la cancha. Su presencia es sepulcral incluso antes de que el muerto deje de respirar. Las palabras no pueden describir aquello que la vida no sabe explicar. Se queda corta, como cuando le toca describir los grandes triunfos futboleros, salvo que aquí debe hablar de la derrota de la razón, de la condición humana. ¿Cómo hacerlo? Hay quienes pueden, se atreven porque pueden o porque les pagan, más no sea para decir lo mismo de siempre. Por eso la ciudad en días de ejecución se llena de periodistas venidos de todas partes, como si se tratara del campeonato mundial de la muerte y todos conocieran el resultado del partido final de antemano.
El miércoles 22 de enero, la fábrica de la muerte produjo una nueva víctima. El mexicano Edgar Tamayo, un condenado con nombre y apellido de pintor de cuadros, perdió su última batalla legal tras pasar 20 años esperando lo que finalmente ocurrió, porque no podía dejar de ocurrir, pues perdón y compasión son dos palabras que cayeron en desuso. La muerte en este lugar de interrupciones definitivas viene acompañada de un agónico preámbulo, de una tortura para quien transcurre la posdata de su vida enjaulado en un limbo que tiene todos los ingredientes como para ser en verdad el infierno más temido. De ahí que los condenados ven a la muerte como un alivio, como la liberación final.
A las ocho de la noche del último miércoles en la vida de Tamayo, los guardias encargados de la cámara de la muerte verificaron que las correas de cuero grueso que mantienen al preso inmóvil durante la ejecución estuvieran en buenas condiciones. Dieron el OK. También en las condiciones esperadas estaba la cama donde la víctima pasa de una pesadilla prolongada al sueño eterno. A las nueve el preso fue llevado al último espacio terrestre que ocupó. Fue acostado; no mostró resistencia. Los naipes estaban echados y los buenos perdedores saben que para aceptar la derrota no hay mejor cómplice que el silencio. Le preguntaron si quería declarar algo, dejar documentadas para el anecdotario sus últimas palabras. No habló, nada dijo. Con un movimiento de cabeza dio a entender que no, que ya había dicho todo lo que tenía para decir en este mundo. Sabía a lo que iba. Tenía los brazos vendados: por ellos habló su condición, la última realidad de ese momento.
Quince minutos después recibió la primera dosis del compuesto químico intravenoso para el cual no hay antídoto. Nueve minutos más tarde, a las nueve con 26 minutos, le inyectaron la segunda y definitiva dosis. “No hay veneno, sino dosis” (Paracelso). En Huntsville todo es dosis intolerable, atroz. Sin aspavientos, emitiendo un silencio más que sepulcral que retumbó varias leguas a la redonda, Tamayo sintió cómo sus signos vitales comenzaron a apagarse, igual que una fogata bajo la lluvia. A las nueve con 32 el médico “estatal” lo declaró muerto. Afuera de la prisión, un grupo de gente que no llegaba a ser multitud recibió la noticia de la muerte ajena de maneras diferentes. Hay quienes dicen que a esa hora vieron pasar un alma callada, pero nadie supo en qué dirección iba.



Por Eduardo Espina

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