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José Revueltas |
Primero
es una especie de caos: el asunto esencial de la historia y aquellos otros
motivos y consecuencias –ramas paralelas y hermanas– que con él se gestan, el
ritmo (ese ritmo que tiene la prosa de José Revueltas, progresivamente
sostenido, a veces incisivo y cortante, interrumpido siempre por un momento
imprevisto, un ritmo no del todo ajeno a aquellos “pujantes, dinámicos, táctiles,
visuales” de su hermano Silvestre, el músico admirable; ritmo, en suma,
eminentemente musical), los colores, y la palabra –la palabra enlutada,
aterradora en su ácida verdad, en su grandeza miserable, en esa muerte que
lleva encima como signo único de vida– danzan y combaten por hacerse ver y oír
–por nacer– en un universo de tinieblas, en un mundo que se va formando y
afinando, múltiple y diverso y disonante, mundo de muerte y desastre en el que
todo, sin embargo, apenas comienza.
Colores
y personajes, asuntos y ritmos, y las palabras –vivientes mientras no son
dichas– son como piedras calcinantes e hirientes que ordenan y organizan el
terrenal edificio que Dios ha construido fuera de las posibilidades del hombre,
la inhumana habitación en que todo intento de comunicación –es decir de vida–
resulta inútil, imposible. De pronto la luz se hace (una luz mortecina y
lúgubre) y aquel caos inicial se disuelve –hacia delante, hacia atrás– y las
criaturas arrancadas del momento límite en que José Revueltas las sorprende, se
ponen a vivir frenéticamente, trastornándose en la situación vital que supone
su existencia en la particular historia que nos es contada, destruyéndose antes
de cumplir su más inmediata y elemental función, su objetivo primero y último,
su definitiva razón de ser: el milagro –poder y gloria– de la comunicación.
Cada uno de los ocho cuentos de José Revueltas, incluidos en Dormir en
tierra (decimosexto volumen de Ficción, colección de la Universidad
Veracruzana al cuidado de Sergio Galindo) nos revela que la condición esencial
del ser humano reside en la soledad, en la absoluta, profunda, total
imposibilidad de comunicación. “Lenguaje de nadie”, las palabras mueren al
vivir, son la muerte misma, la invencible frontera que separa a los hombres.
Amputadas, las criaturas de Revueltas arrastran el minuto voraz, el fuego
impotente de su soledad que contamina todo lo que toca. No el anhelo de la
muerte sino el silencioso incendio preside sus nombres y figuras; no la
resignación sino el derrumbe, lento y total, de toda esperanza de vida
verdadera. La rebelión es inútil porque la mudez ha aniquilado la tierra
consistente de su razón. En ese mundo en que la magia es inadmisible, se mueven
suspendidas en un tiempo sin sueño que corre en el vacío; dominadas, manejadas
por el sexo, por un insaciable apetito carnal, regresan al caos primero,
intentando la última y fatal comunicación que sólo se cumple en el completo
abandono de toda palabra: en la muerte.
(Los
escritores de la más reciente generación veían a José Revueltas como un
escritor “que fue”. La indiferencia y el silencio acompañaban a los jóvenes
lectores respecto de su figura, y los críticos (en considerable desventaja con
respecto al talento de los primeros y a la asiduidad de los segundos)
aprendieron a reverenciar como letra muerta al ejemplar autor de El luto
humano, Los días terrenales y Dios en la tierra, distraído,
pervertido o esterilizado por las películas pomposas de Roberto Gavaldón. Con
envidiable lucidez y con una calidad crítica poco común en nuestro medio, José
de la Colina ha puesto en claro, otorgándoles su justo valor, las virtudes
literarias, el fondo, la forma y el trasfondo de los cuentos de José Revueltas
en quien ve, luminosamente, el camino que deben seguir los jóvenes escritores
mexicanos. Dueño, paradójicamente, de un lenguaje propio y profundamente
comunicativo, Revueltas ha logrado, con Dormir en tierra, el mejor libro
de cuentos escrito en México en los últimos años).
Este
volumen presta espléndido material para estudiar ese mundo tajado que separa a
los hombres, cuarto cerrado en el que el moribundo traspasa, como “planeta de
fuego, dios furioso sin límites”, el círculo lloroso de “ese mar de los cuatro
seres de su carne y de su sangre que lo rodeaban como una túnica, mortaja humana
incomprensible”, esperando su palabra, la impronunciable, “el último signo de
vida” que, reconfortante y luminoso a la vez, dé testimonio de esa envoltura
terrenal. Y si en ese cuento –“La frontera increíble”– únicamente el moribundo
comprende que la patria, el territorio, la habitación de los todavía vivientes
está limitada por la palabra, en “La palabra sagrada”, el admirable relato que
inicia el libro, se logra esa comunicación mediante la única que es justa, la
que marca, indeleble, a toda mujer. Más también esos dos cuentos nos advierten
de la absurda y grotesca escena en que transcurren sus torpes relaciones: el
cuarto cerrado del moribundo que es una prolongación de la infantil habitación
en la que Alicia toma conciencia de su ser. Y en ambos vemos también cómo sus
acciones y palabras son consecuencia de sucedidos anteriores que se hermanan
con los propios, que los esclarecen y justifican. (Recuérdense los accesos
histéricos de Alicia y los gemidos de la tía Enedina; las últimas palabras de
Cristo en la cruz y el tránsito del moribundo anónimo en la oral circuncisión
de vinagre). El silencio tenso, poblado de ruidos casi fantasmagóricos, que
inunda por los cuatro costados a los personajes de “Los hombres en el pantano”,
se vuelve, en “Lo que solo uno escucha”, melodías que no serán escritas, inútil
trascendencia de un violinista agonizante. Y esa guerra inhumana, a veces
salvada por telegráficos signos de comprensión, terminará en la muerte ridícula
(“El lenguaje de nadie”), en la anónima consumación del amor (“Noche de
Epifanía”), en la oreja arrancada por la boca furiosa del niño que no distingue
dónde está la muerte y la vida, desesperada mordida que intuye la impotencia
auditiva (“Dormir en tierra”). La muerte total de “La frontera increíble” es idéntica
a aquella, transitoria, que experimenta el contramaestre al dormir, por única
vez, en tierra con la mujer acuática y a aquella otra, no menos transitoria,
del mismo contramaestre en el mar despoblado de signos humanos.
Escrito
con pasión, Dormir en tierra devuelve a la literatura mexicana a José
Revueltas. Y lo devuelve con vigor, íntegramente. De él se puede decir, con
auténtica justicia, que es un escritor viviente. ♦Por Juan Vicente Melo