Para escribir Ana María Matute podía cruzar la pierna pero no los brazos
Una de
las mayores narradoras españolas, Ana María Matute, falleció el pasado 26 de
junio en su ciudad natal, Barcelona. Autora de imaginación prodigiosa y de
narraciones que estimulan la fantasía, Matute es una de las favoritas secretas
de los escritores. Rafael Antúnez, gran lector suyo, despide a la niña eterna
con este cálido obituario.
A veces la infancia es más larga que la vida,
persiste más.
A. M. M
Hay para muchos de los personajes de Ana María
Matute, en muchos de sus cuentos y en muchos pasajes de sus novelas, un motivo
recurrente: una epifanía, una revelación: el descubrimiento de la “magia”, de
la fisura que permite (que nos permite) ver al otro lado de la realidad.
“El mundo que me ha fascinado –dijo al ingresar a la
Real Academia Española de la Lengua– desde lo más temprano de la infancia, que
desde niña me ha mantenido atrapada en sus redes: el ‘bosque’ que es para mí el
mundo de la imaginación, de la fantasía, del ensueño, pero también de la propia
literatura y, a fin de cuentas, de la palabra”. Siendo niña, como muchos de sus
personajes, descubrió el bosque y el poder que ciertos objetos comunes y
corrientes (un muñeco, un botón, una grieta en la pared, un terrón de
azúcar...) funcionaban como medios para cruzar “el espejo” e internarse en los
campos de la fantasía y de la invención. También descubrió el silencio que, en
apariencia, no es grato para los niños, pero ella supo hacer de él un campo
fértil para su imaginación. En el silencio seguramente halló la alquimia
necesaria para transformar la realidad y para poblar la soledad a la que los
niños parecen condenados: “El niño está siempre solo, es quizás el ser más solo
de la creación.” Los niños que pueblan sus historias suelen estar muy lejos de
los estereotipos infantiles: inocentes, buenos, alegres... pueden ser soñadores
y, como su autora, pueden despertar nuestra ternura, pero también suelen ser
crueles y violentos como lo podemos apreciar en esta pequeña obra maestra:
El
niño que no sabía jugar
Había
un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por
los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del
cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y
los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y
luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no
muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La
madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos.
“Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir”. Pero el
padre decía, con alegría: “No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño
que piensa”.
Un
día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre
los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó
grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja.
Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias,
casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.
De niña, Matute solía ser castigada por su madre. El
castigo consistía en encerrarla en un cuarto oscuro. La oscuridad, como el
silencio, parecen, en su caso no lo fueron, enemigos de la infancia. Muy
pronto, gracias a la imaginación, la niña empezó a desarrollar un gusto por
estar a oscuras y en silencio. Comprendió que, más que temer a las sombras y al
silencio, podía aprender de ellas: “Al contrario de los otros niños, empezó a
gustarme ser castigada en el cuarto oscuro. Comencé a sentir y saber que el
silencio se escucha y se oye, y descubrí el fulgor de la oscuridad, el
incomparable y mágico resplandor de la nada aparente.” Quizá, ahí, en ese
cuarto de castigo, oscuro y silencioso, que ella transformó en un laboratorio
para sus futuras historias, ahí Matute activó por vez primera los mecanismos
lúdicos y poéticos que más adelante le permitieron escribir sus historias.
Ana María Matute fue una fabuladora fantástica pero,
al mismo tiempo fue siempre una escritora con hondas preocupaciones sociales.
En sus libros, como en El Quijote o en Las aventuras de
Pinocho, conviven la fantasía y la desigualdad social, la guerra, la magia
y la pobreza. Un mundo que, paradójicamente, no difiere del descrito por muchos
de los miembros de generación, “la del medio siglo” español, o como ella misma
bautizara: la generación de “los niños asombrados”. Una generación que apostó
por el realismo y que vio en Matute, más que una compañera de ruta, una suerte
de “anomalía” en un grupo de escritores que estaban empeñados en el realismo y
que veían en el lirismo, en su personalísimo estilo, en su fantasía, a una
autora muy distante de los presupuestos realistas que los guiaban a ellos. Sin
embargo, la España rural de Matute no difiere en mucho de la de Miguel Delibes,
por sólo poner un ejemplo. Lo que muchos no comprendieron en su momento fue que
la fantasía en Matute no operaba únicamente como una forma de combatir la soledad,
o como una forma de huir de la realidad, sino básicamente como una forma de
expandir y enriquecer la realidad. Ella misma era consciente del sitio
solitario que ocupaba en la literatura española. Cuando un periodista le dijo
que ella era una figura atípica, difícil de clasificar, no dudó en responderle:
“Me parece que sí lo soy. Puede ser una consecuencia de mi tendencia a la
soledad: soy muy poco sociable, muy solitaria. Trabajo dentro de mí misma.
Siempre he escrito para explicarme a los demás. Quizá la causa radique en mi
infancia: desde niña me sentí muy alejada de un mundo que no entendía y lo tuve
que inventar”.
De niña fue testigo de los desastres de la guerra y
esta experiencia dejó una honda e indeleble huella en su obra, en la que
abundan ya explícitas, ya levemente solapadas, las referencias autobiográficas.
No pocas de sus novelas y de sus cuentos tienen por
tema la Guerra Civil vista desde los ojos de los niños. Una mirada distinta y
distante que otorga a la guerra matices pocas veces vistos. Matute ha contado
que “desde niña me sentí en otra parte: veía el mundo como desde un palco,
nunca desde dentro. Yo era una niña con muchos miedos, era tartamuda [...] Me
curaron los bombardeos de la guerra. Mis padres, mis hermanos y yo nos cogíamos
de las manos y nos pegábamos a la pared maestra, a ver caer las bombas
alrededor”. De este mundo y de esta realidad no se fugó por medio de la
ficción, al contrario, optó por la ficción como una forma de enfrentarla y
terminó por hacer de ella uno de los ejes de su obra: desde sus primeras
novelas: Los Abel, Primera memoria, Los hijos muertos, Los
soldados lloran de noche, hasta su último libro publicado en el 2008: Paraíso
inhabitado. La guerra civil recorre su obra, aparece y reaparece, ya como
tema, ya como escenario de una forma casi obsesiva.
Ana María Matute, que escribió su primera novela, Pequeño
teatro, a los diecisiete años, se dio el lujo a la edad de setenta, cuando
la mayoría de los autores ya han dado lo mejor de su producción, de publicar su
obra señera: Olvidado rey Gudú. Verdadera obra maestra con la que
coronaba una de las aventuras narrativas más ricas y bellas de cuantas nos ha
dado la literatura española en el siglo XX.
Si la guerra la exilió de la infancia, de “la isla
de la inocencia”, como ella la llamaba, la literatura le dio el boleto de
regreso, la forma, más que de retornar, de prolongar la infancia; vista ésta no
como una etapa en la vida de una persona, sino como un estado mental en el que
la invención y la libertad de la imaginación no conocen más límites que los que
la persona quiera darles. La seducción que ejerce la infancia quizá radique en
que es el único periodo de la vida en que no estamos sometidos al tiempo y a la
muerte. Ambas son, o parecen, ajenas a la infancia: un mundo donde la
imperfección, la guerra, las monjas (Matute tenía una profunda aversión por las
monjas, a quienes llamaba “las Damas Negras”), los horarios no existen y todo
es reversible, aun el castigo puede convertirse en premio.
En unas páginas dedicadas a Prosper Mérimée, George
Steiner afirmaba que la verdadera prueba para un narrador consistía en empezar
a narrar un cuento a bordo de un tren en una tarde calurosa y concluirlo sin
que ninguno de los viajeros se hubiera dormido. No me cabe duda que la gran
tusitala española lo habría logrado. ♦
Por Rafael Antúnez
|