Erigir una fortaleza
de Lorena Huitrón es una de los títulos más recientes publicado por el
Instituto Literario de Veracruz. En esta lectura que Diego Salas hace del
poemario, afirma que se trata de “un autorretrato aproximado de Lorena; pero
también el recuento del juego impredecible de existir, en cuyo interior crecen
las bestias de un abismo que, de no ser por el lenguaje, difícilmente podríamos
reconocer”.
¿En qué momento
el hogar, la morada, el recinto, la casa, se convierte en una fortaleza?, ¿cuál
es la línea que cruza la edificación que nos arropa para adquirir ese
semblante? Definitivamente, no son los barrotes ni los altos muros ni las
bestias al acecho nadando sobre un río circundante. Tal vez nace en realidad
del enemigo o de su acecho. Erigir una fortaleza es reconocer la potencia que un otro desconocido tiene para vulnerar
nuestro interior, esos laberintos inescrutables donde guardamos todo aquello
que suponemos ser (aquí el pedazo del amor, aquí el de la muerte; y allá lejos,
la memoria o la venganza), lo que escondemos por miedo al miedo de los otros.
Construimos
la fortaleza conforme vamos construyendo al enemigo, y lo vamos dotando de
cuerpos, rostros, fugacidad y certidumbre. Y entre el enemigo, la fortaleza,
sus laberintos y los trofeos, se arma el juego. Entonces verdaderamente
comenzamos a mirarnos como somos: las reglas, los jugadores, el tablero y la
medida aproximada de la victoria o la derrota.
No sé si
alguien ya lo habrá dicho antes, pero si no, de todas formas lo repito: Erigir
una fortaleza, el poemario de Lorena Huitrón, tiene una cara
autobiográfica, un autorretrato. En cierta forma, esto es una obviedad, porque
la poesía, sea recto o curvilíneo el trazo que la une con su autor, en el fondo
deviene siempre en una autoexploración; pero eso de nada sirve si en el dibujo
que se logra no hay también un indicio que refleje algo oculto, inexplorado por
oscuro o aparentemente absurdo, de sus lectores. Eso logra este poemario. El
rostro que Lorena construye de sí misma a lo largo de los versos se transforma
en una kamikaze que se arroja sin más a los huecos que también nos pertenecen,
donde también hemos caído, pero cuya profundidad sólo reconocemos cuando otro,
al emerger, nos canta en qué consiste su caída.
Acaso de esto provengan los versos de la autora: “Quien teje palabras
escucha bramar a la impotencia. Quien las arranca para ver cuál le dura, busca
conocer en sus palmas el abismo. Aquel que las saca de la boca por primera vez,
comprende con temor la función de la materia: revirar el pánico de su hechura”.
Pero
volvamos de nuevo al juego: ¿quién es el otro? No lo sé. ¿Cómo se llama?
Tampoco, como tampoco sé dónde vive, cuándo vendrá, con qué armas entrará para
atestiguar lo que ocultamos o cómo habrá de irse. De ese enemigo fatal sólo
sabemos que su reino es lo cotidiano; y sus caras, muchas, también la de
nosotros mismos. Y de esta última
circunstancia da testimonio la poeta: “bebemos para volver a escuchar las
llaves de aquellas puertas que no abriremos nuevamente. No somos tan
valientes”.
Y,
entonces, la kamikaze cae en el seno oscuro de nuestras dudas, baja para
reconocer al enemigo, y luego sube, y ahí, entre las manos, trae un cuerpo que
es también su testimonio. Un lagarto antiguo, especie mortal a la distancia,
repugnante al tacto primerizo, pero advenedizo también del deseo súbito y
constante, pariente de los caimanes,
pero más pariente aún, casi un hijo, del amor, porque después de todo “el amor
es un lagarto: se desliza por un impulso desmesurado, muerde sin contratiempo;
el consuelo de la presa es recostar su herida en el río”. Pero que nadie se
asuste, para sobrevivir a la ponzoña del amor hay que guardar la debida
precaución. Lizalde decía “meter el jab a tiempo, nunca bajar la guardia”, lo
que en Lorena se traduce al enunciar en voz de otro la instrucción: “Los padres
dicen no hacen nada, na’más no les ronden cerca”.
Pero
junto al lagarto otros cuerpos como sombras van llegando, aquí el de un nombre
aproximado, apenas sugerido por la palabra “abuelo”, que es en realidad una
forma acústica, un sonido oculto que reitera las formas que tiene la desolación
de acomodarse en el regazo de la vida: “Qué son nuestros nombres sino penínsulas
donde yacemos, nubes con el vientre hinchado a punto de parir el aguacero.” La
desolación se vuelve el impulso desesperado por regar en otro lo que somos, con
la esperanza de que en la entrega nos rescatemos del olvido, aunque después,
paradoja de paradojas, como la lluvia disuelta por el suelo, nuestra presencia
se transforme en aire, invisible indicio de haber estado ahí, obedeciendo la
ley gravitatoria de la vida, que nos eleva y derriba incansablemente en el
largo tránsito de nuestros años: “vulnero tu faz, pero ante el tiempo estás
invicto”.
Y entre
la muerte y el amor y el luto o la memoria, se va puliendo el movimiento del
universo que rige la conducta del poemario: la reverencia a lo insondable, el
culto doloroso de resarcir la vida descubriendo nuevamente las heridas.
Erigir
una fortaleza es un autorretrato aproximado de Lorena; pero también
el recuento del juego impredecible de existir, en cuyo interior crecen las
bestias de un abismo que, de no ser por el lenguaje, difícilmente podríamos
reconocer. ♦
Por Diego Salas