Sadie Neale, Emma Neale y Alice Carrie Wade |
… y vivir al
revés
que bailar es
soñar con los pies.
Joaquín Sabina
… pues uno no
sabe bailar, y es triste.
Rubén Bonifaz
Nuño
Como los estorninos, las cacatúas, los delfines, las ballenas, los
manakines, los lobos, los cisnes, los mandriles y los urogallos (entre otras
muchas especies), el hombre es un animal que baila. Lo hace por placer, para
seducir y aún por dolor (cualquiera que se haya dado un martillazo en un dedo,
habrá realizado esa danza inútil e inevitable). El baile puede ser improvisado,
ritual, con el firme propósito de seducir (como la danza ejecutada por Salomé,
gracias a la cual Juan Bautista fue decapitado) y, según Juan Eduardo Cirlot en
su Diccionario de símbolos, “toda danza es una pantomima de metamorfosis
(por ello requiere la máscara para facilitar y ocultar la transformación), que
tiende a convertir al bailarín en dios, demonio o una forma existencial
anhelada [...] Las danzas de personas enlazadas simbolizan el matrimonio
cósmico, la unión del cielo y de la tierra (la cadena) y por ello facilitan las
uniones entre las hembras y los varones”.
* * *
En la Biblia (el libro de un pueblo tan dado a la cópula como a su
brutal condena) se canta mucho y se baila poco (sólo 28 veces se habla en ella
de danza o baile), y no como el mundano lector pudiera creerlo. W. W. Rand nos
dice en su Diccionario de la Santa Biblia que el baile entre los hebreos
“era comúnmente religioso en su carácter; se practicaba exclusivamente con
motivo de ciertos regocijos; sólo por uno de los dos sexos; generalmente
durante el día y al aire libre”, y añade, como para que no le quede duda al
lector, que “no hay constancia alguna de casos en que los hombres y las mujeres
hayan bailado unidos; y no se practicaba por diversión”. Curiosa contradicción:
las mujeres podían expresar su júbilo con el baile, pero no podían divertirse
con él. En el libro del Éxodo (15:20-21), leemos: “Y María la profetisa,
hermana de Aarón, tomó un pandero en su mano, / y todas las mujeres salieron en
pos de ella con panderos y danzas”. Los hombres, si exceptuamos al rey David
(“y David danzaba con toda su fuerza delante de Jehová; y estaba David vestido
con un efod de lino”, Samuel, 6:14.), no danzan según la Biblia (o lo
hacen muy rara vez). Siempre lo hacen las mujeres:
“La hija de Jefte lo estaba esperando con
panderos y danzas” (Jueces, 11:43).
“Las mujeres de todas las ciudades de Israel
cantaron y danzaron, para recibir al rey Saúl, con panderos, con cánticos de
alegría y con instrumentos de música, y cantaban y danzaban” (Samuel,
18:6-7).
“… tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de
endechar, y tiempo de bailar” (Eclesiastés, 3:4).
“Has cambiado mi lamento en baile, desataste mi
cilicio, y me ceñiste de alegría” (Salmo, 30:11).
Cuando en las pocas veces que lo hacen por placer mundano:
Y al día siguiente madrugaron, y ofrecieron
holocaustos, y presentaron ofrendas de paz; y se sentó el pueblo a comer y a
beber, y se levantó a regocijarse (Éxodo, 32:6).
siempre aparece una condena:
Entonces Jehová dijo a Moisés: Anda, desciende,
porque tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido (Éxodo,
32:7).
El profeta Isaías, hombre de una voz profundamente poética y,
también, todo hay que decir, tan presto a la ira, a la condena, al fuego y al
castigo, nos da un ejemplo de cómo veía a las que danzaban y hacían “son con
los pies”:
Asimismo dice Jehová: Por cuanto las hijas de
Sion se ensoberbecen, y andan con cuello erguido y con ojos desvergonzados;
cuando andan van danzando, y haciendo son con los pies; /por tanto, el Señor
raerá la cabeza de las hijas de Sion, y Jehová descubrirá sus vergüenzas (Isaías,
3:17).
Con
estos antecedentes, resulta por demás curioso que una secta puritana, los
shakers (“sacudidores”, que además practicaba y predicaba la abstinencia
sexual), haya adoptado la danza como una de sus más distintivas expresiones y
como una actividad sin cuya práctica, seguramente, se hubieran extinguido mucho
más rápido de lo que lo hicieron.
* * *
Sí, los
shakers estaban destinados a la desaparición casi desde sus inicios, dada la
práctica de la abstinencia sexual de todos sus miembros (inspirada sin duda en
la primera carta de San Pablo a los Corintios). Los shakers, o Sociedad Unida
de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo, es una de las sectas puritanas
más recalcitrantes de cuantas se establecieron en los Estados Unidos durante el
siglo XVII. Fue fundada en Albany (estado de Nueva York) por Ann Lee, una
singular dama inglesa que llegó a América en 1774. Era hija de un herrero y,
muy joven, contrajo matrimonio (en el que fue infeliz, lo que sin duda influyó
en su adopción del celibato como camino de salvación). La señora Lee no fue ni
una teóloga brillante (era analfabeta) ni una predicadora inspirada, aunque sí
una rara avis, pues las predicadoras del sexo femenino no abundaban en
su época. El Doctor Johnson, que supo de ella (y que opinó sobre ella, como
opinó sobre todo lo que le pasó enfrente durante su vida), dijo que “una mujer predicando
es como un perro caminando sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero te
sorprendes de que lo haga”. En realidad Ann Lee estaba más cerca de la insania
que de la iluminación: afirmaba que como Cristo había encarnado la mitad
masculina de la doble naturaleza de Dios, ella era la encarnación de la mitad
femenina. Esta “visión” le fue revelada una noche oscura y húmeda en su húmeda
y oscura celda de prisión mientras cumplía una pena por haber desobedecido el Sabbat
anglicano. En dicha visión, a más de convencerse de que ella era la
reencarnación de Cristo, se convenció también de que todos los males del mundo
tenían una raíz: el sexo.
* * *
Entre
las muchas cosas que sorprenden en la vida de este singular personaje es que, a
pesar de su repulsa contra el sexo, contrajo matrimonio: no era agraciada en lo
más mínimo y carecía de dote. Se le describe de baja estatura, fornida, ojos
azules, pelo castaño y tez blanca. Sus seguidores, sin embargo, afirman que su
“rostro era suave y expresivo, pero grave y solemne”, además de que “su mirada
era aguda y penetrante”.
Fue
obligada a casarse con un aprendiz de herrero llamado Abraham Standerin, un
hombrecillo con el que procreó la nada despreciable cantidad de cuatro hijos.
Todos murieron a edad temprana, lo que resultó determinante para la futura
predicadora quien, poco después, se negó a compartir el lecho con su marido,
pues temía que si dormía con él, podía “despertar en el infierno”. Al
principio, el bueno del señor Standerin se negó a aceptar la decisión de su
esposa, pero, dado que no era un hombre de mucho carácter, terminó por ceder y
no sólo eso, por extraño que pueda parecer: terminó por unirse al grupo de
seguidores de Lee.
* * *
Tras su
“iluminación” en la celda, Lee empezó a predicar su evangelio, el cual era
sencillo y atroz: la vida con Dios comienza con la confesión y se perfecciona
por la negación de los deseos de la carne a través del celibato. Sus prédicas,
que tenían a la sociedad y a la Iglesia por blancos frecuentes, le ganaron no
pocas veces la prisión y violentos rechazos callejeros para ella y para su
grupo, en el que militaba también su hermano William. Ante este clima tan poco
receptivo, se decidió por probar suerte en América. Como tantos otros, antes y
después de ella, se convenció que el Nuevo Mundo era el mejor lugar para fundar
su utopía. John Hocknell, uno de los pocos miembros adinerados que había entre
sus fieles, pagó el pasaje a Nueva York para Lee y sus ocho seguidores quienes,
luego de tres meses, arribaron a América el 6 de agosto de 1774. Nadie, al
verlos, hubiera podido sospechar que, literalmente, “traían la música por
dentro”. Pero no nos adelantemos. Aún hay un par de cosas más por contar. La
primera es que el buen señor Standerin se reveló, no como un convencido de la
doctrina, sino como una vulgar víctima de la lujuria que su exesposa tanto
combatía. Durante el transcurso del segundo año en suelo americano, Standerin
trató infructuosamente de convencer a Ann para que compartiera su lecho. En un
intento último y desesperado llevó a una prostituta al dormitorio y la amenazó
que, de no ceder, se casaría con la meretriz. Lee se mantuvo firme y no
accedió, tras lo cual el matrimonio se desintegró. Standerin (que ignoraba que
es más fácil quitarle las armas a un árabe que convencer a una mujer decidida a
no compartir el lecho) dejó la comunidad y se perdió en la noche de los
tiempos.
* * *
La
segunda: por el tiempo en el que llegaron los shakers a Nueva York, se vivía un
efervescente clima revolucionario, lo que hizo que los recién llegados de
Inglaterra, que además realizaban unas prácticas extrañas, por decir lo
menos, fueran vistos no sólo como raros, sino como conservadores y
probritánicos. La verdad es que la política les era indiferente y no sentían
simpatía alguna ni por los ingleses ni por los norteamericanos. Su reino no era
de este mundo, pero, previsoramente, decidieron cambiar de residencia, aunque
no de hábitos. Tiempo después, en pleno conflicto independentista, los shakers
fueron nuevamente acusados de colaborar con el imperio británico y algunos de
sus miembros fueron encarcelados.
Nada de
esto impidió a la “Madre Ann” (como la llamaban sus seguidores) para continuar
difundiendo su enajenada y enajenante prédica sobre la abstención sexual y la
condena al matrimonio. Quizá por lo duro de los tiempos, quizá por ser un
discurso tan imposible de llevar a cabo (como cualquier otro discurso
religioso), muy pronto empezó a ganar adeptos. Sus seguidores estaban
convencidos de que Madre Ann era capaz de curar enfermos con sólo tocarlos. Era
la encarnación femenina de Cristo. Muy pronto llegaron a abarcar 18 aldeas
pero, dado que no podían reproducirse, cada muerte mermaba sustancialmente a la
comunidad. El suyo era un cielo austero, gris, silencioso, monótono, contrario
al que un autor como Christian Bobin nos dice es el cielo de Jesús: “un cielo
con árboles que vuelan, ángeles que danzan y peces que arden, un cielo
impracticable, poblado por prostitutas, locos juerguistas, por niños que
estallan en risas y mujeres que no vuelven nunca a casa: todo un mundo olvidado
por el mundo y, súbitamente, festejado allá, en la tierra como en el cielo”.
* * *
El
primero de los ocho shakers originales en fallecer fue el hermano de Ann,
William, lo que la sumió en una profunda depresión de la que ya no pudo salir.
Sus últimos días los pasó sentada en una de las hermosas sillas mecedoras
construidas en su comunidad,[1] entonando canciones “en lenguas desconocidas” y mostrando un total
desapego por las cosas de este mundo que no era el de ella. Murió el 8 de
septiembre de 1784. Fue enterrada en un sencillo ataúd de madera después de una
“entusiasta” celebración en la que, como era su costumbre, cantaron ¡y
bailaron! hasta caer exhaustos. Porque los shakers, a más de practicar la
abstinencia sexual, construir hermosos muebles y de llevar una vida cuyo único
objetivo era el de alcanzar la “perfecta simplicidad”, cantaban y bailaban
para, según Gabrielle Brown, orientar “el deseo sexual hacia una nueva manera
de expresión”, misma que la doctora Brown llamó: “la comunalidad del
sexo”.
En su
estudio sobre el celibato, la doctora Brown cita una canción shaker que, según
ella, ilustra la forma de ver el mundo de los célibes bailarines:
Es el don de ser sencillo...
Es el don de ser libre...
Es el don de bajar donde debemos estar.
Y, cuando nos encontremos en el lugar
adecuado...
Estaremos en el valle del amor y del placer.
Cuando alcancemos la verdadera simplicidad,
Nos inclinaremos y agacharemos... no nos
avergonzaremos.
Dar vueltas y vueltas
Será nuestro deleite
Hasta que, dando vueltas y vueltas, nos
lleguemos a convencer.
Y sí,
eso hacían, ya en busca de la “perfecta simplicidad”, ya para escapar de su
vida cotidiana, que debió ser triste y atroz: giraban y giraban. “La mayor
parte de los intérpretes de esta actividad ‘giratoria’ –nos dice la doctora
Brown– la ven como una técnica que los shakers utilizaban para ‘neutralizar el
deseo del coito’ o bien como una liberación de la tensión sexual. La “danza’ se
considera a menudo que posee un carácter orgásmico, un tipo de sexo comunitario
nacido de la renuncia del sexo genital y que conduce a lo que Richardson
denomina ‘una nueva sexualidad total polimorfa’”. Al girar, estos hombres y
mujeres, jóvenes y muchachas, privados de toda forma de placer, hallaban, en la
pérdida de referencias exteriores, un sentido de libertad que en la vida
cotidiana les estaba negado. Si el contacto y la unión con el sexo opuesto les
estaba negado, el baile, como bien apunta Cirlot en las líneas arriba citadas,
podía “simbolizar” una unión, no sólo con el otro, sino con el universo. Tal
como sucede en el sexo.
*
* *
Aunque
bailaban, esta gente no era feliz. Por el contrario, llevaban una vida gris y
triste. Tal como nos la describe un testigo de excepción: Nathaniel Hawthorne,
quien visitó en compañía de su pequeño hijo Julian (de sólo cinco años), Herman
Melville y otros amigos una comunidad shaker en 1851: “... decidimos llegarnos
a visitar la aldea shaker de Hancock, que se hallaba a sólo cuatro o cinco
kilómetros de distancia. No sé qué era lo que Julian esperaba encontrar allí
–supongo que alguna rara especie de cuadrúpedo u otra cosa semejante–, pero, en
todo caso, el término shaker lo indujo a una gran confusión:
probablemente se quedó un tanto decepcionado cuando, al cruzarnos con un
anciano vestido con un ropón y un sombrero grises de ala ancha, se lo señalé
como un shaker. Este anciano era uno de los padres y jefes de la aldea y,
guiados por él, visitamos su edificio principal: una gran construcción de
ladrillo con instalaciones muy cómodas, y pisos y paredes de madera barnizadas
y yeso tan finamente estucado como si fuera mármol: todo estaba tan limpio que
daba pena tener que verlo, en especial sabiendo que no respondía a ninguna
delicadeza o pureza moral auténticas en los habitantes de la casa”. El ojo
educado de Hawthorne, que había padecido las durezas de ser criado por una
familia puritana (su tatarabuelo fue uno de los jueces de los célebres juicios
de brujas en Salem), detectó la dureza de esa vida, ordenada, limpia y vacía:
“Los dormitorios de las personas de uno y otro sexo estaban separados por un
vestíbulo, en uno de dichos lados estaban colgados los sombreros de los hombres
y en el otro los de las mujeres. En cada habitación había dos camas
notablemente estrechas, apenas con capacidad para un solo ocupante, en cada una
de las cuales, según nos dijo el anciano, dormían dos personas. Carecen en las
habitaciones de instalaciones para bañarse o lavarse, aunque en la entrada
había una pila y una jofaina, donde tenían que realizar todos sus intentos de
purificación”. A partir de esa línea la mirada del autor de La letra
escarlata se vuelve no sólo crítica, sino condenatoria: “Este hecho muestra
que su miserable pretensión de limpieza y pulcritud es mera superficialidad...
que los shakers son, por fuerza, una pandilla mugrienta. Y está, además, esa
total y sistemática falta de intimidad suya; esa costumbre de pegarse hombre
con hombre, y la supervisión que ejercen unos sobre otros..., lo que resulta
repugnante y odioso sólo de pensarlo”. Y no duda, él que era un hombre bello,
pagano (aunque atormentado por la idea de la culpa y los pecados de los padres
que debían expiar los hijos), en desear su extinción: “así que cuanto antes se
extingan los miembros de esta secta, mejor...; un resultado que, me alegra
oírlo, no tardará muchos años en producirse”.
* * *
La
visita, consignada en sus American Notebooks, a pesar de su brevedad,
nos deja un excelente retrato de la comunidad, un retrato amargo, irónico y
despiadado: “En las puertas de otras casas vimos mujeres cosiendo u ocupadas en
otros trabajos, y daban la sensación de sentirse bien entre ellos, pero no muy
diferente de como se sienten sus bestias de carga”. Nada escapa a su mirada de
escritor: “Todas las mujeres parecen, además, pálidas y ningún hombre tiene un
rostro jovial. Son, ciertamente, el grupo de gente más singular y problemático
que jamás haya existido en tierras civilizadas; cualquiera de estos días,
cuando su secta y su sistema hayan desaparecido, una historia de los shakers
dará pie a un libro muy curioso”.
Hawthorne
y sus acompañantes abandonaron por la tarde “el territorio de esos locos
shakers”, y, al volver hacia su casa, equivocaron el camino, vagaron buena
parte de la tarde y ya noche lograron volver a su casa. “Era una noche
maravillosa, con una luna llena espléndida y sin nubes”, apunta Hawthorne poco
antes de irse a la cama. Lejos de allí, seguramente los “locos shakers”, bajo
esa misma espléndida luna, bailaban, giraban y giraban, libres por unos
instantes, hasta antes de caer felices, agotados, una vez más, en su triste mundo
en el que el baile, como forma de diversión, de representación de la cópula y
como espectáculo, les estaba negado. Para un shaker, los hermosos versos que
Luis Rius compuso para su esposa, la bailarina Pilar Rioja, hubieran resultado
incomprensibles, cosa de otro mundo:
Podría bailar en un tablado de agua sin que su
pie la turbase,
sin que lastimara el agua.
No en el aire, que al fin es humano el ángel que
baila.
No, en el aire no podría, pero sí en el agua. ♦
[1]A más de bailarines, los shakers se
distinguieron por ser finísimos y dotados artesanos: sobresale la elegancia y
sencillez de sus muebles, algunas de cuyas piezas son consideradas por no pocos
como las más hermosas jamás fabricadas en los Estados Unidos.
Por Rafael Antúnez