En los más recientes diez años transcurridos hemos sido deponentes de la transformación, no sólo del contexto político social y de seguridad del país y del estado, sino de la forma en que el lenguaje ha ido perdiendo su carga semántica a fuerza de repetir palabras o recurrir a conceptos que acaban roídos hasta que su esencia se diluye en este inmediatez líquida que nos consume. De igual manera, este decenio ha parido una nueva jerga que se ha ido incorporando al imaginario colectivo y que de a poco hemos subsumido dentro de la normalidad léxica de los hablantes de este país. Son diez los términos aquí descritos, que pueden dar un bosquejo de lo que se dice líneas arriba.
En el
centro de ese microcosmos se encuentra impunidad, de ella se hace
bandera y centro para justificar el estado de las cosas; de tanto oírla, leerla
en análisis, columnas e incluso en informes de entidades supranacionales como
la ONU, ha acabado por no significar casi nada, su repetición acaba por blindar
a quien se acusa, inoculándolo contra cualquier cosa que pudiera haber
representado.
De la
impunidad abreva la corrupción, relación simbiótica que incluso el
propio Enrique Peña Nieto se declara incompetente en la materia para
resolverla. Es cultural, dice. Y hay quien se levanta para rechazar sus dichos,
señalando que ello es prohijarla; hipócritamente se llama “al ladrón, al
ladrón” mientras se extiende la mano para ofrecer o recibir una dádiva, cuando
desde los espacios periodísticos se enderezan campañas a modo, o en los
reductos de la alta cultura y la academia se zurcen acuerdos al gusto. El que
se ríe se lleva, y el que se lleva se aguanta.
El Estado
como ente público está hoy en extinción. En los discursos vacuos de los
políticos se acude al término como quien sumerge la mano en las pilas de agua
bendita, hoy obsoletas en iglesias ante el criadero de gérmenes que
representaba, buscando en él un asidero inexistente. Estado fallido resuena en
los análisis de inteligencia y se levanta la guardia y el patrioterismo hincha
pecho para rechazar al masiosare, ese extraño enemigo. El término perdió su
esencia, su sentido.
Ciudadanía.
Ajenos al concepto, nos llamamos ciudadanos sin entender a cabalidad de qué va
la cuestión. Cabalgamos anodinos en los lomos de la desidia. México es uno de
los países en Latinoamérica con el más bajo índice de confianza interpersonal,[1]
lo que debilita el tejido social y en consecuencia la calidad de vida
democrática de un país cada vez más abúlico. Un país con una baja confianza
interpersonal es incapaz de lograr acuerdos. Desde el advenimiento de las redes
sociales, se ejerce la ciudadanía desde el teléfono celular o la computadora,
replicando mensajes e insultos sin que estos tengan un real impacto en las
condiciones de vida del país.
Democracia,
Borges la consideraba una superstición; Chomsky señalaba hace catorce años,
cuando el EZLN marcaba la agenda política, que en América Latina se vivía (y se
vive) en una policracia donde “se le asigna al público el papel de espectador,
no de participante. Su función en un sistema democrático formal es presentarse
de vez en cuando a marcar una boleta –lo que en la práctica es seleccionar
entre sectores de las clases privilegiadas- y regresar a casa”. Es una
entelequia y en esa medida su realización como vocablo nace muerta, no hay una
vinculación directa entre el término y su realización objetiva en la
cotidianidad.
Libertad
de expresión. En los últimos años se ha escrito tanto sobre la ella y
los muros que se pretenden construir desde las esferas del poder para acotarla.
No obstante, es en los últimos años cuando el ejercicio de la libertad de
expresión en este país ha tenido su mayor crecimiento, no gracias, cierto es, a
la buena voluntad de autoridades de los tres órdenes de gobierno, ha sido un
espacio ganado con base en el actuar responsable de verdaderos periodistas
investigadores, de ciudadanos que ejercen en forma activa su condición, y no
producto de la protesta o el golpeteo mediático que actúa bajo intereses
económicos y de grupúsculos de presión.
A la
par, el sustantivo periodista ha venido sufriendo el deterioro propio de
la profesión convirtiéndose en reducto de oportunistas, que han hecho de ella
un mecanismo de extorsión, cuarto poder tan corrupto o más que los otros tres
que, se supone, delimita.
En este
decurso, hemos subsumido como parte de la normalidad discursiva una triada que,
estridente, obtuvo carta de naturalización y parecemos condenados a padecerla. Desaparecido,
levantón y ejecutado son quizá la representación más acabada de
la violencia desencadenada y reproducida hasta el adormecimiento en imágenes y
discursos, en medios de comunicación, altavoces que dispersan su malaria, y
conversaciones en voz baja, como evitando su invocación en una especie de
conjuro infantil.
Son
diez términos, apenas palabras pero que representan mucho de lo que hoy le
duele a este país, ese que parece que algunos apenas descubren que está jodido.
Un
texto que pretendía ser celebratorio de una década de esfuerzo continuado (Performance
cumple diez años), salió un reproche, una mirada en el espejo que reproduce
un rostro que quisiera no reconocer como propio pero que es el mío.
Aunque
no todo es gris o marrón, el empeño puesto en empresas como la que conduce José
Homero, le da tonalidades de selva, de trópico (“Trópico, ¿para qué me diste
/ las manos llenas de color? / Todo lo que yo toque se llenará de sol”),
nave de los locos que se mantiene a flote a pesar de adversidades económicas y
desinterés de los entes públicos, quizás en ello radique su éxito y de ello
abreve la necedad de quien la impulsa. Brindo por eso. ♦
[1] Un 72
por ciento de las personas considera que no se puede confiar en otras personas,
según datos del Informe País de la Calidad de la Ciudadanía en México,
publicado en 2014 por el IFE. Curiosamente, los niveles de confianza en las
personas decrecen en las entidades ubicadas en el centro y sureste del país,
mientras que en los estados del norte y occidente esta está por arriba de la
media nacional. El bajo nivel de confianza en las instituciones se refleja en
la disminución del porcentaje de confianza interpersonal de los ciudadanos.
Por Luis Enrique Rodríguez Villalvazo