Publicada este año de
manera póstuma por el Fondo de Cultura Económica, La Migraña de Antonio Alatorre se inscribe en la tradición narrativa de sus
paisanos Rulfo y Arreola. Ya sea por su extensión o por su indudable calidad,
la suya es una indagación, escribe Luis Reséndiz, “si pudiéramos escoger una
palabra, precisa: una búsqueda perpetua dentro de sus 90 páginas por
encontrar las palabras que correspondan exactamente a esa condición llamada
migraña”.
A veces pareceque las novelas premiadas deben ser
extensas. De alguna forma, hay cierta tradición que nos indica que la
literatura de verdad está en las novelas largas; en esos tabiques como
los que solía confeccionar Carlos Fuentes en sus malos tiempos. La pretensión
de la Gran Novela Latinoamericana, su continua persecución, esa lucha por
alcanzarla: cuántos escritores no han tropezado con estrépito en la búsqueda de
ese mítico mamotreto que ha de revelarnos por qué las cosas son como son. No
estoy diciendo que pretender sea negativo —todo lo contrario—, pero quizá sí
resulte perjudicial a la hora de sentarse a escribir una novela. ¿Cuáles son
mis alcances? ¿Qué quiero contar? ¿Son de verdad necesarias estas 400 páginas?
Antonio Alatorre, filólogo, conocía su lengua.
Más de lo que la mayoría de los escritores de habla hispana podrían presumir. La
Migraña, única novela suya, es testimonio de una tradición que en las
letras mexicanas se remonta a Arreola, a Rulfo —quizá no en vano contemporáneos
y paisanos suyos—: la de la economía. La narrativa completa de Arreola, en la
edición de Alfaguara, tiene 500 páginas. La obra narrativa de Rulfo —El
llano en llamas y Pedro Páramo, alrededor de 200 páginas; El
Gallo de Oro, de 140— no dista mucho de eso. La obra narrativa de Alatorre,
sin embargo, los supera —porque aquí, como en muchas otras cosas, menos es
más—: 83 páginas.
Una anécdota cotidiana en apariencia —un hombre
de nombre Guillermo, probable trasunto del mismo Alatorre, se recuesta en el
césped de su patio y rememora varios episodios de su vida— basta para entrar en
una prosa riquísima que lo mismo recurre a la cita del latín que al lenguaje
coloquial. Su indagación es, si pudiéramos escoger una palabra, precisa:
una búsqueda perpetua dentro de sus 90 páginas por encontrar las palabras que
correspondan exactamente a esa condición llamada migraña. Una y otra vez,
Alatorre —en la piel de Guillermo— camina hacia atrás, sobre sus pasos;
enmienda sus afirmaciones y busca otras, más exactas. Durante este recorrido,
la exploración es vertical, hacia abajo: una novela que, como Farabeuf,
de Elizondo, es la crónica de un instante —un instante que se prolonga en el
tiempo. Está en ella contenida la clave de una existencia —la de Guillermo y,
probablemente, la del autor—, pero también la del nexo entre pasado, presente y
memoria. Investigador del castellano, Alatorre también lo es aquí de la
existencia: una instrospección que profundiza más y más, memoriosa, atentísima,
recorriendo los pasadizos de la niñez y adolescencia, hasta encontrar ese
vínculo en el que se manifiesta la identidad.
Hay obras que son desechadas por sus autores.
Algunas se han perdido en la historia de tal forma que sólo podemos imaginar su
existencia. Otras son recuperadas por amigos, familiares, allegados al autor
que, inconformes, deciden exhumar el trabajo aun en contra de la voluntad de su
creador. En el caso de Antonio Alatorre, sus hijos recuperaron un trabajo que,
de otra forma, se hubiera perdido: una brevísima novela que alcanza, por
méritos propios, un sitio a un lado de las grandes obras de la literatura
mexicana.♦
El Palacio de los Deportes fue el escenario para la
más reciente aparición en la capital del país del legendario Bruce Springsteen
y su banda. Raúl Criollo, uno de los casi 17 mil espectadores que acudieron al
concierto hace unos días, escribe sobre el Jefe: “Con los mismos pantalones
entallados, la misma queja por el desplazamiento de la clase obrera, los
sentimientos amorosos que se pierden en orillas de playa y abismo, las
melancolías que oprimen y la fiesta orquestal de la E Street Band y su
complicidad de décadas imbatibles”.
Grab your ticket and your suitcase
Thunder’s rolling down the tracks
You don’t know where you’re goin’
But you know you won’t be back.
Land of hope and dreams, Bruce Springsteen
En el domode cobre y sus malevolencias, su encanto de claustrofobia
histórica, su récord de figuras legendarias, su maleabilidad de encantamiento
para construir el escenario perfecto de cada noche, se presenta por primera vez
Bruce Springsteen, El Jefe.
Con los
mismos pantalones entallados, la misma queja por el desplazamiento de la clase
obrera, los sentimientos amorosos que se pierden en orillas de playa y abismo,
las melancolías que oprimen y la fiesta orquestal de la E Street Band y su
complicidad de décadas imbatibles, Springsteen está siempre “en su mejor
momento”. Más de una vez me dijeron que había que verlo en vivo para entender
por qué algunos críticos lo consideran el mejor en escena.
En el
Palacio de los Deportes no se instalaron deslumbramientos tecnológicos ni
compuestos pirotécnicos de entretenimiento. Es la banda y su fuerza, con las
plataformas necesarias y las luces estrictas para transmitir lo indispensable.
Un grupo de músicos que puede impactar la sala de conciertos acústicos o el garage
colectivo y sus tragos derivados.
Con la
certeza de una selección popular cantando Badlands, Glory Days,
Thunder Road, o The River, Springsteen abre el camino para temas
menos conocidos, y expone toda la fuerza de Wrecking Ball, su último
álbum, increíblemente aguerrido, luchando contra el enemigo invisible por todos
conocido, desde las hegemonías voraces, y donde quizá más valga tener todo en
las propias manos.
I been knocking on the door
that holds the throne
I been looking for the map that leads me home
I been stumbling on good hearts turned to stone
The road of good intentions has gone dry as a bone
We take care of our own.
We take care of our own, B. S.
My city
of ruins abre la
sesión para los espíritus en fuga, los amores que se fueron, las posibilidades
de cada infortunio, donde están las voces pero no su gente, donde los templos
son arquitectura de los fugados para siempre. Canción de tristeza profunda, con
escenario transformado en una columna estelar que impulsa en su epílogo: “Raise
up!”, porque, como en toda la lírica de Springsteen, siempre queda la
posibilidad de redención.
The land
of hope and dreams es una epopeya rítmica de proporciones
asombrosas. Una de las piezas más sólidas de su carrera, y que, sin ser tan
conocida por la audiencia, obliga a que todos estallen cuando los cinco
alientos virtuosos de la banda hacen su parte.
Cada
tema antologa el decantamiento de un gran set list que rememora al
fallecido Clarence Clemons, el escudero eterno armado con su sax tenor. El
tributo está más que a la altura. Bruce lo entiende perfecto: “Cuando muera la
banda, sólo entonces morirá Clemons”.
La
emoción es mayor. Quizá porque es una noche de otra sustancia, porque no hay
cuerpos embutidos en la parafernalia de pasarela que ronda los conciertos industriales,
los del top ten y los protectores de pantalla, porque el arrastre de las
mezclillas es casi intimidad en la dispersión de cifras que hablan de 14 000 o
17 000 asistentes, quizá porque uno puede ver a tres generaciones en un solo
abrazo para cantar Born to run.
Entre la
noche, la cerveza, los cigarrillos, los recuerdos, la sangre y las victorias,
con el trasiego de los campeones que no volverán, las manos fatigadas por la
muerte del sueño americano, la permanencia de la guerra que los deshizo (y cantó
el alegato antibélico más incomprendido de la música, Born in the USA,
tema ajeno a su set list base del tour), El Jefe dice lamentar no haber
estado antes.
Ojalá
vuelva. Pero como su propia obra, que se expande y se dispersa, que muta con
los tiempos de la turba política y sus pocos logros, nunca es posible afirmar
en el túnel de lo posible y su bola de demolición. Como sea, nos quedará esa
noche, cuando los ganadores no siempre ganan, cuando los que no lo tienen
pueden reírse en la tierra de la jungla, y recordaremos pasajes vitales de su
poderío, siempre sencillo, entregado, con la calidad de una banda legendaria en
sus permanentes y nuevos miembros. Un Bruce catártico que recorre cada
centímetro dentro y fuera de su zona central, que estrecha manos y se deja
querer, regala una armónica, sacude cabezas, se pone un sombrero tricolor, y
resulta abrumado para decir que es un recibimiento inesperado.
Fueron
tres horas con diez minutos para empuñar el giro de lo posible, desde el grito
de todas las urbes y sus barrios bajos, sus trabajadores desagarrados y sus
corazones hambrientos. Fue una fiesta y estaban, por una vez, todos los
invitados.♦
So you’re scared and you’re
thinking
That maybe we aint that young anymore
Show a little faith, there’s magic in the night
You aint a beauty, but hey you’re alright
Oh and that’s alright with me.
El chiapaneco Jerónimo Morquecho estrena muestra en la
Galería Universitaria Ramón Alva de la Canal: Urbano, que va
de la escultura y la instalación. Esta obra, afirma Omar Gasca, representa “una
suerte de estado que mezcla lo regional y lo universal, la intuición y el
método, el arte y el diseño, poniendo en evidencia al hacerlo que no es
ceramista ni escultor ni diseñador sino un artista visual...”
Una
correlación nonecesariamente prueba
causalidad. Que algo suceda posterior a otro hecho no es, por fuerza, indicador
de que fue provocado por el primero. Sin embargo, cualquier gesto, por
inadvertido y pequeño que sea, tiene ecos y efectos y es, a su vez, efecto y
eco de muchos otros gestos.
Este es el caso de Jerónimo Morquecho, quien se mueve entre pautas y
configuraciones que provienen de una formación que progresiva e infaliblemente
va sacando provecho de su sensibilidad e inteligencia y de su inversión en
oficio. Parte de la tradición pero
la somete a una racionalidad que encuentra válvulas de escape que, sin seguir
la cómoda e ingenua inercia de los modelos y las modas imperantes ni de los
atavismos residuales y domingueros, le inscriben en los espacios de lo
contemporáneo y con ventaja. Mucha. Newton lo diría así, en su Segunda ley o Ley de fuerza: “El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza
motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella
fuerza se imprime”. El parangón es libre.
Morquecho ha pasado por los platos y las
ollas y la escultura y la instalación con el ánimo de referir lo suyo: una
suerte de estado que mezcla lo regional y lo universal, la intuición y el
método, el arte y el diseño, poniendo en evidencia al hacerlo que no es
ceramista ni escultor ni diseñador sino un artista visual capaz de abordar –por
babor o estribor– diversos géneros y
técnicas, suscribiéndolas todas al mismo ánimo: proponer denotaciones
distintas.
Empujado,
estimulado por la fuerza intransferible de esa intención, este artista
chiapaneco pero xalapeño se posiciona de paso lejos de quienes viven con la
tranquilizadora idea de que basta hacer bien o “decir algo”, o de los que, más
frecuentemente, crecen y se reproducen con la vaga, cómoda e insustancial
noción de que las extravagancias utilitarias son arte o, “cuando menos”,
diseño, un poco porque sí y a la manera del famoso styling al que se refería Munari en su imprescindible libro El arte como oficio, en el que habla
(con otras palabras, segurísimamente) de esa acción que privilegia el exterior
del objeto, la fachada, por encima de su
funcionalidad o su sentido. Así, ni arte ni diseño ni casi nada, excepto
objetos que gozan y hasta alardean de su condición decorativa, esto es, de su
categoría de aderezo o de dispositivo que pretende hacer lo que la flauta a la
cobra: encantar. Más lo que en nuestro español entendemos por “jaladas”.
Luego,
las calificaciones esnobs y la mecánica de tú-la-traes; o la propia del Perro
Bermúdez: “Tuya, mía, tenla, te la presto, acaríciala, bésala”, y, de este
modo: te expongo, te vendo, te escribo, te aplaudo, te compro y termino
diciendo que eres el mejor (lo que equivale a un intento de gol y todo entre
amigos).
Y lo
otro: la afición por transformar a la cerámica imaginariamente en algo más, lo
que equivale a imitar a los inventores de hadas y duendes que con tal hecho
pretenden atribuirle magia
rústica al mundo, modo paradójico de asumir que a éste le hace falta tal magia,
que carece de asombro.
Excepciones
hechas, contables y notables, confirman la existencia de algo aproximado a una
frontera epistemológica, pero rodeados, invadidos como estamos de aquellas
ideas y nociones materializadas en cosas desfachatadamente ofrecidas a la
mirada y al bolsillo, la obra de Morquecho es un oasis, por más que nos
propongamos reconocer que esta palabra en estos contextos es un cliché.
Buena
parte del decoro se debe al esfuerzo propio pero, también, a la influencia de
quien actúa con el profesionalismo del que quiere y logra hacer de lo suyo
verdaderamente suyo: Pérez. Decían por ahí que “hay que saber dónde aprieta el
zapato”, pero también parece útil encontrar cuál ajusta y dónde se
consigue.
Si hay quien todavía piensa que la
cerámica se sitúa a medio camino entre la artesanía y la decoración, cabe decir
que tal prejuicio
encuentra una decisiva refutación en Urbano,
la muestra que Jerónimo Morquecho presenta en la Galería Universitaria Ramón
Alva de la Canal para inquietar el pulso de la costumbre, entre altas y bajas
temperaturas, huacales y cubetas y piezas que van a la pared, al suelo y a la
base. Si acaso, algún desliz.
De
la idea a la factura, la
obra actúa como eficiente emisario entre un conjunto de percepciones y
decisiones y el ámbito de realidad artística y cultural en el que Morquecho
quiere interactuar y producir interacción.♦
El pasado 12 de
noviembre Teodosio García Ruiz (Cunduacán, 1964) se halló de cara con la
muerte. Pilar de la poesía tabasqueña, el gran Teo nos legó un puñado de
libros, entre los que destacan Sin lugar
a dudas, Texto de un falso curandero, Leonardo Favio canta una canción y Canciones para la infanta. Rafael
Antúnez, en este retrato del poeta, escribe: “Lo suyo era lidiar con la
imposibilidad. Era un poeta y qué si no el arte de hacer posible lo imposible
por medio de las palabras puede ser la poesía”.
Cuando lo conocíera grande y gordo como un oso y algo de oso había en su
rostro gentil y pronto a la sonrisa, en su andar y en su sed y en su apetito.
Tenía una voz suave y un afinado sentido del humor, par de
su generosidad. Nunca he visto a nadie como a él entusiasmarse más fácilmente
con las ideas de otros, involucrarse con mayor facilidad en proyectos que
parecían totalmente desaforados (muchos de ellos lo eran): talleres,
conferencias, publicaciones, cursos, encuentros, mesas redondas, ediciones de
libros y revistas… su vida parecía estar dedicada a la generación de proyectos
sin importar cuán irrealizables parecieran. Lo suyo era lidiar con la
imposibilidad. Era un poeta y qué si no el arte de hacer posible lo imposible
por medio de las palabras puede ser la poesía. Y él vivía para la poesía, para
escribirla, para leerla, para habitarla como una casa, como a una ciudad, para
enamorarse de ella… Si uno hablaba de poesía con él, su expresión cambiaba y se
llenaba de gozo, citaba y no le importaba si lo hacía bien o mal, no le
preocupaba en lo más mínimo si pronunciaba bien o mal los apellidos de los
poetas extranjeros. Apuntaba en una libretita los libros que uno le recomendaba
o los nombres de los autores que no conocía. Y entonces parecía un niño, ya
serio, ya estallando en carcajadas, celebrando o criticando tal o cual verso,
hablando de un libro que estaba escribiendo o por escribir. Teo escribió mucho:
poemas, cuentos, crónicas, memorias… Pero él era fundamentalmente un poeta que
había luchado mucho por encontrar su verdadera voz. Una voz distinta, original,
ajena a los vaivenes de las modas. Una voz que le permitió expresar cosas como
estas:
Las plantaciones son apenas soledades
en el alma del hombre.
Nada hay que lo contemple cuando se contempla
absorto de sí mismo,
como una piedra en el fondo del río
que sabe que es piedra sin saber que se es río.
También son lo que no son,
y apenas si son algo más que una mancha verde,
una mancha triste,
como la sombra de ese árbol que no se puede ya quitar debajo
de ese árbol.
Aunque ya había oído hablar de él en los años ochenta a Paco
Magaña y a José Homero, no le conocí sino hasta 1995, año en que fuimos
compañeros de beca y de habitación en Taxco, en uno de los tantos encuentros de
escritores a los que uno acude, ya por gusto, ya por obligación.
Dueño de una sencillez capaz de desarmar a cualquiera,
detestaba las poses de los poetas, su afán por las currícula, lo afectado de
sus movimientos al leer y lo falta de sustancia que hallaba en cuanto
escribían. “Burgueses”, decía y movía las manos como quien espanta una mosca.
No sentía gran interés por ellos y prefería hablar de Pessoa y de su admiración
por Saint-John Perse, a quien no hacía mucho había descubierto. El poco tiempo
que pasamos juntos en ese encuentro bastó para hacernos buenos amigos. Nos
escribíamos y hablábamos de que él vendría a Xalapa y de que yo iría a Tabasco.
No hicimos ninguna de las dos cosas.
En 1999, estando yo al frente de las colecciones de libros
que la Editora de Gobierno del Estado de Veracruz publicaba, le invité a
participar y me mando uno de los que yo considero sus mejores libros: Canciones para la infanta. Elegí para la
portada un cuadro de Balthus que parecía hecho expresamente para el libro que
narra el amor y el deseo de un vendedor de platanitos por una ninfeta “de piel
oceánica como la brisa de los trópicos”. Un poema a un tiempo amargo y feliz,
la voz (que en otros libros sonaba atropellada) aquí era dueña de un tono y un
ritmo sabios, cadenciosos:
Tocan el muro de mi casa y la soledad se
va
como por sombras ebrias, como en
jolgorios de carnavalescas
cofradías.
Oigo el muro de mi casa y mi corazón
revienta, infla sus ánimos
acecha el oído la llegada y la caída de
las aguas por ese cuerpo
menudo
al otro lado de mi felicidad.
Cuerpo menudo, ya sin ropas, que se
expone
a lascivas miradas de los vientos, a
las manos lujuriosas del
agua,
al deseo indefinible de mi oído; y
además canta.
Su vocecilla de infanta poderosa y
tosca,
anuncia también los pliegues íntimos de
sus muslos,
sus nalgas finas y su pelambre hirsuta,
sus piernas largas y su vientre plano.
La tortura del sonido es la más bestial
con esa lluvia
que escurre por su cuerpo, con ese
cuerpo que se unta al agua,
el agua que ya soy desde hace rato,
cuando la jícara me echó de bruces en
su pelo
y le ericé toda su piel ya con mi
anhelo de lengua fría,
de lengua que arde nada más con el
sonido.
Le envié sus ejemplares y no obtuve respuesta de su parte.
Pensé que la portada o algo en el libro no había sido de su agrado. Le escribí
un par de veces pero su silencio persistió, hasta un año más tarde en que sonó
el teléfono y era él diciéndome que si quería ir a presentar su libro a
Tabasco. Dos sorpresas me esperaban ahí.
La primera: fue encontrarme con la noticia de que había
perdido la vista. Unas grandes gafas negras cubrían sus ojos y él apoyaba su
mano en un adolescente que le servía de lazarillo. La ceguera lo dejó al borde
de la muerte. La depresión inmediata a la pérdida total de la visión lo llevó
al suicidio, como él mismo contaba:
Soy invidente por diabetes descuidada.
Tenía 35 años cuando ocurrió el fenómeno, y claro: decidí matarme y escribí una
carta a toda la familia y amigos; compré
una vacuna para matar a un caballo que se había desnucado y no moría. El
dependiente del establecimiento pudo ver mi desesperación e intención de
suicidio y me dio un producto adulterado. En una tarde con escasos pájaros
y vehículos en las calles, con el incisivo sonido de las gotas de una
llave mal cerrada, me inyecté en la vena principal de mi brazo izquierdo.
Respiré fuerte y esperé. Pero el resultado no llegó. Una diarrea impresionante,
vómito y escalofrío se apoderó de mi cuerpo y también de mi alma.
Sentado a la taza del baño, no sé por qué recordé a René
Descartes: cogito ergo sum. Tembloroso,
encabronado, lleno de ridículo, si es posible esto, lamenté mi suicidio
frustrado. Entonces, con una dignidad que no había experimentado jamás, me dije
a mí mismo que ni madres, desde ahora iba a ser yo, el que nunca había sido.
La segunda sorpresa era que su entusiasmo seguía, no sólo
intacto, sino renovado, ahora era más activo que antes. Estaba lleno de
proyectos y su sentido del humor y la amistad de sus muchos amigos lo había
sacado a flote. Era el de siempre, el poeta munífico con algo de niño y oso que
reía cargado de nuevos entusiasmos. La ceguera no significaba gran cosa para
él:
Yo sigo viendo. Yo veo porque me
acuerdo. Yo veo todo lo que vi y no me asumo como un ciego. Tengo ciertos
principios: toda mujer chaparrita es nalgoncita, y eso no me lo puede negar
nadie. Hay un conocimiento del mundo pero también hay una fabulación del mundo.
Era el de siempre, el poeta munífico con algo de niño y de
oso que reía cargado de nuevos entusiasmos.
Pero
el 12 de noviembre de este año, a las dos y media de la tarde, “el gran Teo”,
como lo llamábamos sus amigos, perdió la pelea contra la diabetes y se fue con
su música y sus risas a otra parte y nos dejó “la tarde llena de tristeza, ah,
y también el canto de los grillos”.♦
Un viaje a la capital del país
para presentar un disco a un auditorio estudiantil concluye de manera abrupta.
Honorio Robledo relata los últimos instantes de un mundo que ya nadie concibe
inamovible:“En un destello de lucidez supe que todo lo que sube,
obligadamente, debe caer; aquellos árboles enormes debían pesar varias
toneladas y, al momento de caer, se convertirían en una bomba vegetal.”
Fuimos al Defea presentar el disco Senderos
al auditorio de un colegio en la Narvarte. El evento fue muy concurrido y
vendimos montones de discos. En el auditorio había bastantes chamacos y
aproveché para ofrecer mis libros; hasta se me durmió el brazo por tantas
dedicatorias. Al final, mientras el auditorio se vaciaba, yo constaté la
carestía de posibles galanas y decidí regresar a Xalapa. Fui al baño (donde
había unas minúsculas tacitas) para cambiarme mi uniforme de espectáculo y ahí me
encontré con Ulises, que también se alistaba. Él me informó que en la azotea
del colegio habían organizado una comida en nuestro honor, celebrando el
concierto. Además, varias de las admiradoras ya estaban ahí, esperando.
—¡Perfecto!—
le dije. Yo estaba ya pensando en agarrar el ADO a Xalapa.
—Lo único que falta es ir por chelas; hay un
montón de comida, pero, como es colegio, a nadie se le ocurrió tomarnos en
cuenta a los bebedores. Pero mira: ¡ya hice la vaca!
Me
mostró orgullosamente el dinero colectado, y yo, para no quedar mal, le informé
de una licorería cercana, así que terminamos de ponernos en traje de civil y
salimos a la calle. Serían como las tres.
La avenida Xola lucía repleta; las
familias paseaban consumiendo todo tipo
de chatarras y golosinas con niños englobados. Los cafecitos y los restaurantes
lucían atestados y, en las banquetas, estaban los albañiles y trabajadores
endomingados, lanzando piropos a las sirvientas, que recatadamente bajaban la
vista, complacidas y pizpiretas. Era una escena de gran vitalidad y colorido.
Ulises y yo cruzamos hasta el camellón de la avenida, sembrado de
gruesas palmeras y de enormes árboles de
tronco escamoso. Por alguna casualidad yo levanté la mirada y, entre las ramas
desnudas de los fresnos y las jacarandas, vi que en el cielo, muy arriba, a
toda velocidad, circulaban miríadas de
enormes pájaros oscuros. Remarqué ese hecho a Ulises y contemplamos ese
insólito vaivén hasta que nos percatamos, con espanto, que esos objetos, que
habíamos tomado por enormes pájaros negros, eran, en realidad, árboles
gigantescos, arrancados de cuajo con todo y raíz y que, por algún evento
catastrófico, circulaban en el firmamento, acarreados todavía por esa fuerza
inconmesurable. Ya otras gentes señalaban la circunvolución absurda de aquellos
árboles.
En un
destello de lucidez supe que todo lo que sube, obligadamente, debe caer;
aquellos árboles enormes debían pesar varias toneladas y, al momento de caer,
se convertirían en una bomba vegetal. Se lo dije a Ulises, sintiendo ya la
primera oleada de temor.
—¿Qué hacemos?– preguntó alarmado.
—Cuando uno de esos árboles caiga va a hacer
un cráter –respondí
con clarividencia‒. ¡La única salvación es el túnel del metro!
Entonces
ambos corrimos a la estación Etiopía. Mientras Ulises mandaba un mensaje por su
celular, advirtiendo a la banda del peligro, uno de los enormes troncos cayó
pesadamente sobre un edificio cercano, causando un daño espantoso. Un taxi se
trepó al camellón, casi atropellándonos en su escapada loca. La gente comenzó a
correr, intentando protegerse con las cornisas. Nosotros, vigilando el cielo
pero atentos a los eventos terrenales, llegamos al metro y saltamos sobre los
torniquetes de acceso, intentando llegar al túnel pero, en ese justo momento,
otro de los árboles cayó estruendosamente sobre la estación y se fue la luz…♦
Si hay una ciudad que
lleva siglos en la ruina, esa es Roma. Luis Bugarini, fue en busca de Keats y
de Goethe para encontrarse que en la milenaria Roma no existe el sosiego, es
sólo “piedra que cae, sostenida por la mirada atenta de sus millones de turistas.
Detectas que tanto los dioses como los individuos esparcidos en la escena
figuran descalzos. Es, intuyes, una manera personal de relacionarse con la
ciudad”.
“¡Oh, quéfeliz me siento aquí en Roma!”, escribió Goethe en una de Las
elegías romanas, y mientras andas la Vía Appia, con destino al Cimitero Acattolico
para visitar la tumba de John Keats, recuerdas que sus influencias para
componerlas fueron Horacio y Ovidio, allá por el año de 1788. Y además,
incluso, que fue uno de sus libros más queridos. Obra madura aunque de aire
nostálgico y juvenil. Ruinas transformadas en suspiro, en mirada de lejanía.
Imaginas, mientras bebes un espresso, que Roma cambia menos que otras ciudades,
que aquí se tiene una idea distinta de la permanencia, que un acto ejecutado a
orillas del Tíber carece de temporalidad. Así te lo parece y así lo confiesas.
Miras
alrededor: estás en la cuna terrible de la historia.
Meditas esto y recuerdas que la joya de la casa es una edición
impecable de la obra de Horacio, que podrías presumir al propio Goethe, quien
te felicitaría por rehusarte a perder el tiempo con la lectura de obras
insustanciales. Así andas, con una sonrisa amplia y te abres paso entre las
multitudes. Porque Roma, a diferencia de otros lugares de la cristiandad, no
conoce el sosiego. El gran arte se admira mejor en el tumulto, recuerdas haber
leído en un cartel del ministerio de turismo. Llega a tu mente una imagen de
los carteristas, que abundan aquí y en cualquier otro lado. No hay momento en
que no haya grupos de turistas en tal o cual sitio. Lo has comprobado. Por
suerte quien conoce Roma—como es tu caso—, sabe huir del calor humano aunque
sin perder riqueza. Así lo asumes.
Porque
Roma se experimenta a pie.
En medio de los empujones, de las palabras en lenguas
indescifrables. Las líneas del metro, dicho por los propios romanos, son
insuficientes para la extensión de la ciudad, y aunque lo ignoras de cierto,
imaginas que no han hecho excavación más profunda para evitar daños al legado
arquitectónico. La ciudad carece de interés bajo la superficie, a menos que se
visiten las catacumbas. Y tú ya fuiste. Roma es contorno, textura y fonéticas
que saltan de una banqueta a la otra.
Masas
de sonidos indescifrables.
Piensas,
mientras avanzas entre callejuelas, en la posibilidad
de refundar la mirada del viajero. Rehusarse a ese desciframiento de la misma
forma. Erwin Panofsky, en La perspectiva como forma simbólica, afirma:
“la perspectiva antigua es la expresión de una determinada intuición del
espacio, que difiere de la moderna”. Siendo así, parece, nuestra sensación del
espacio es una visión personal de un tiempo específico. Leemos el mundo a
partir de ciertas coordenadas. Y si es subjetiva, entonces es manipulable. Lees
que el Cimitero Acattolico abrió sus puertas en 1821, mismo año de la muerte de
Keats. Dato extraño, que sugiere que los hados se cruzan. También encuentras a
Percy Bysshe Shelley, aunque él no te preocupa. Ni Gregory Corso, ni Juan
Rodolfo Wilcock, quienes también duermen aquí. Aterrizaste en el Fiumicino con
el libro que Julio Cortázar dedicó a John Keats, un notable ejercicio de
crítica literaria que tienes identificado como uno de los más altos. Porque es
la obra de un lector y un lector concentrado. Un lector de vuelve sobre páginas que le inquietan. Es, además, una
mirada intuitiva, que avanza a tientas. El argentino se cuida de no caer preso
de ningún sistema teórico que enjaule su modestia y desdoblamiento.
Confirmas:
las miradas de lector y poeta no sobran.
En la lápida de Keats, lees: “Here lies one whose name was writ in
water”. Meses atrás, sin apenas buscarlo, en Tumbas de poetas y pensadores,
de Cees Nooteboom, hallas que Oscar Wilde derivó unos versos a partir de esa
inscripción en el poema La tumba de Keats. Aquí las líneas: “Tu
nombre fue escrito en el agua; pervivirá/ y lágrimas como las mías
mantendrán verde tu recuerdo/ como las de Isabel mantuvieron su albahaca.”
Keats duerme.Los
paseantes andan silenciosos, descubriendo a tantos.
La visita no dura más de una hora y vuelves de inmediato al centro
histórico de Roma. Todo esto te abruma mientras depositas las monedas en el
dispensador de boletos para entrar al metro. Te sorprendes de que muchos
brincan el dispositivo de entrada. Lo dudas. Traes tenis, eres delgado, puedes
brincar. Al final, la moneda cae y la máquina escupe los boletos. Piensas, de
nuevo, en la tesis de Panofsky y te dispones a mirar de otra manera. Estás a
punto de ejercitar la intuición, que tan pocas veces se utiliza. Meditas en la
posibilidad de lograrlo. Es una ecuación que implica volverse un hombre de otro
tiempo y buscar la comunión como una experiencia colectiva. Un libro de
grabados de Piranesi, hallado al azar en un puesto callejero, brinda una
posible solución al enigma. Adquieres el ejemplar y detienes los ojos en el
periodo de la Antigua Roma, sentado en un café que mira al Panteón. La ciudad
lleva siglos en la ruina. Es piedra que cae, sostenida por la mirada atenta de
sus millones de turistas. Detectas que tanto los dioses como los individuos
esparcidos en la escena, figuran descalzos. Es, intuyes, una manera personal de
relacionarse con la ciudad: percibirla directo con los pies, experiencia
sensorial. Vuelves a los dibujos de urna funeraria, en las escenas campestres.
Confirmas esta intuición.Roma
se celebra a pie. Insistes, aunque variando la perspectiva.
Sacas el ejemplar de bolsillo de Las elegías romanas y
hallas este verso, oracular e insólito: “Tú que estás vivo, disfruta de este
lugar que caldea el amor/ antes de que el terrible Leteo atrape tus pies
huidizos”. Piranesi remarca su devoción por la ciudad italiana y a un tiempo
prefigura el hecho de que la disposición urbanística esté organizada alrededor
de estructuras. Dibuja, aquí y allá, la forma de la base de los edificios, como
si los hubiese visto desde el cielo. Hablamos de que Piranesi nació en 1720,
por lo que no tenía al alcance mayor tecnología, como no fuese su propia
perspectiva.
Una
forma particular de la intuición.
Cabría preguntarse, a la distancia, si Panofsky identificaría la
obra de Piranesi con el mundo antiguo, o con la edad moderna. Finalmente, aquel
era el periodo de las Luces: la Enciclopedia, Voltaire, el sueño francés
distribuido alrededor del mundo. El asunto de identificar a un artista con tal
o cual perspectiva no es menor, aunque cabría consultar la opinión de Ernst
Gombrich. Recurres al juego de imaginar si la calificación de la perspectiva,
aplicado de origen a los artistas visuales, pudiera ser trasladado a la
literatura. ¿A qué perspectiva pertenece Goethe? ¿Y Keats? Meditas en la
posibilidad de ser testigo de los horrores del siglo XIX y reclamar el tiempo
histórico de Suetonio. O recluirte como Montaigne. O tapiar tu cuarto como
Proust. El límite es tu imaginación, que es profusa. Esta identificación
transita hacia el corazón mismo de una visión definida del hecho estético.
Cierras el libro de Piranesi, aunque descifras la obviedad: no
resolverás, en el corto plazo, el enigma de Roma, Goethe, Keats o Piranesi. No
resolverás nada, de hecho. Porque todo, apenas, tiene solución. Se anda a
tientas, intuyendo la forma ideal de hacerlo. Pero puedes andar, eso sí,
descalzo en Roma. Andarla con los pies, como sugiere Goethe. Como detalló
Piranesi. Como quizás hizo Keats. Te quitas los zapatos. Respiras hondo y
procuras evitar la mirada interrogante de quienes te observan. La piedra está
helada, incluso húmeda. Como lo ha estado, quizá, desde su fundación.
Concluyó el
FestivalInternacional Cervantino en
su emisión del 40 aniversario. En materia musical, el festival “se vistió de
luces” al incluir participaciones de
relevancia como la de Riccardo Muti con la Chicago Simphony Orchestra; Arvo
Pärt y la Orquesta de Cámara de Tallin, con el Coro Filarmónico de Cámara de
Estonia; el gran pianista Kun Woo Paik, así como el Cuarteto Latinoamericano y
Na’Rimbo, espléndido ensamble comandado por el percusionista chiapaneco Israel
Moreno, entre otros.
Como cada año, la música actual de concierto fue
ofrecida en sesiones que mostraron la no poca diversidad de tendencias y
dimensiones distintas de los procesos creativos tanto como técnicos del sonido
y su resultante que, bajo esquemas asimismo diferentes, abordan los compositores
de hoy.
Entre ellas, una que también ratificó alcances de
evidente calidad interpretativa (sin embargo, con la pena de una difusión
escasa), fue la del Ensamble Nuevo de México, con cuyo director fundador y titular, Miguel Salmón del Real, han venido
desarrollando una labor en donde el eje principal –o uno de ellos– es, sobre
todo, propiciatoria de la creación. Es así como ha logrado incrementar de forma
considerable el que al día de hoy constituye nuestro patrimonio musical.
De tal manera, Salmón del Real y su Ensamble dieron
origen a un proyecto por demás interesante al invitar a compositores mexicanos
para componer piezas de formato pequeño, miniaturas, en donde la consigna se
bifurca exclusivamente en dos apartados: un máximo de dotación (siete
intérpretes) y, precisamente, un máximo de duración (no más de 3 a 4 minutos).
Por lo demás, el campo de libertad es hasta donde la capacidad imaginativa de
los compositores pueda llegar.
Así, Ensamble Nuevo de México participó con un par
de programas, el primero, “Música mexicana del siglo XXI”, con S.O.S
(versión 2010) de Enrico Chapela (1974), y los estrenos mundiales de obras
comisionadas por el festival: Caída de Marcela Rodríguez (1951), y Kuanasi
Urato de Edgar Barroso (1977). “21 compositores en 21 miniaturas” fue el
título del segundo, de relevancia mayor por varias razones.
Si bien el trabajo creativo de obras en formatos
pequeños y de aquellas en formatos mayores poseen complejidades propias –tal vez
ninguna más que la otra, simplemente diferentes–, la idea de construir
arquitecturas musicales de muy corta
duración no es, como alguien dijo, “un alivio para el compositor”. Al
contrario, con frecuencia el trabajador creativo del arte de sonidos y silencios
suele enfrentarse, en principio, ante estos casos, con la dificultad de cómo
condensar la intencionalidad –propuesta artística– así como los parámetros de
los objetivos expresivos (cuando los hay).
Es entonces que el compositor a veces entra en una
suerte de arduo proceso dialéctico-musical, y no es necesariamente fácil llegar
a buen fin en donde el discurso musical no sea otro que el de una sintaxis
fluida, clara, equilibrada… solvente en su totalidad.
En el concierto “21 compositores en 21 miniaturas”,
cada compositor hizo suyo el reto dando por resultado la agudeza de
tratamientos distintos de la materia sonora, en donde oficio lo mismo que
habilidad técnica se pusieron de manifiesto desde posiciones estéticas (algunas
lúdicas) diferentes haciéndose patente proporcionalidad de oficio y trayectoria
generacional.
De tal manera, por el peculiar tratamiento de los
materiales, por la solución formal de la arquitectura miniaturística, y
con todo ello, por la direccionalidad propositiva, sobresalieron, entre otras: Lucha
de Juan Cristóbal Cerrillo (1977); Circus de Horacio Rico (1957); Lacrymosa
II de Javier Torres Maldonado (1968), Mini-minis núm. 5 de Fernando
Cataño (1928), y Minder is meer del propio Salmón del Real (1979).
Con elocuente solvencia y disciplina, director (por
cierto, recientemente nombrado titular de la Orquesta Sinfónica del Estado de
Michoacán) e integrantes del Nuevo Ensamble de México ofrecieron versiones
sólidas y fieles a las ideas de los compositores. Los músicos son: Yadira Guevara,
flautas; Rodrigo Garibay, clarinetes-saxos; Omar Guevara, violín; Román
Castillo, viola; Natalia Pérez Tourner, cello; Carlos Adriel Salmerón, piano, y
Óscar Sánchez en las percusiones.
Insistir en que una organización como es la del
Festival Internacional Cervantino focalice también en su agenda de difusión en
parámetros de prioridad conciertos como este, es fundamental para garantizar la
oferta diversa musical del festival y su encuentro con el destinatario asimismo
(más) diverso.♦