El pasado 12 de
noviembre Teodosio García Ruiz (Cunduacán, 1964) se halló de cara con la
muerte. Pilar de la poesía tabasqueña, el gran Teo nos legó un puñado de
libros, entre los que destacan Sin lugar
a dudas, Texto de un falso curandero, Leonardo Favio canta una canción y Canciones para la infanta. Rafael
Antúnez, en este retrato del poeta, escribe: “Lo suyo era lidiar con la
imposibilidad. Era un poeta y qué si no el arte de hacer posible lo imposible
por medio de las palabras puede ser la poesía”.
Cuando lo conocí era grande y gordo como un oso y algo de oso había en su
rostro gentil y pronto a la sonrisa, en su andar y en su sed y en su apetito.
Tenía una voz suave y un afinado sentido del humor, par de
su generosidad. Nunca he visto a nadie como a él entusiasmarse más fácilmente
con las ideas de otros, involucrarse con mayor facilidad en proyectos que
parecían totalmente desaforados (muchos de ellos lo eran): talleres,
conferencias, publicaciones, cursos, encuentros, mesas redondas, ediciones de
libros y revistas… su vida parecía estar dedicada a la generación de proyectos
sin importar cuán irrealizables parecieran. Lo suyo era lidiar con la
imposibilidad. Era un poeta y qué si no el arte de hacer posible lo imposible
por medio de las palabras puede ser la poesía. Y él vivía para la poesía, para
escribirla, para leerla, para habitarla como una casa, como a una ciudad, para
enamorarse de ella… Si uno hablaba de poesía con él, su expresión cambiaba y se
llenaba de gozo, citaba y no le importaba si lo hacía bien o mal, no le
preocupaba en lo más mínimo si pronunciaba bien o mal los apellidos de los
poetas extranjeros. Apuntaba en una libretita los libros que uno le recomendaba
o los nombres de los autores que no conocía. Y entonces parecía un niño, ya
serio, ya estallando en carcajadas, celebrando o criticando tal o cual verso,
hablando de un libro que estaba escribiendo o por escribir. Teo escribió mucho:
poemas, cuentos, crónicas, memorias… Pero él era fundamentalmente un poeta que
había luchado mucho por encontrar su verdadera voz. Una voz distinta, original,
ajena a los vaivenes de las modas. Una voz que le permitió expresar cosas como
estas:
Las plantaciones son apenas soledades
en el alma del hombre.
Nada hay que lo contemple cuando se contempla
absorto de sí mismo,
como una piedra en el fondo del río
que sabe que es piedra sin saber que se es río.
También son lo que no son,
y apenas si son algo más que una mancha verde,
una mancha triste,
como la sombra de ese árbol que no se puede ya quitar debajo
de ese árbol.
Aunque ya había oído hablar de él en los años ochenta a Paco
Magaña y a José Homero, no le conocí sino hasta 1995, año en que fuimos
compañeros de beca y de habitación en Taxco, en uno de los tantos encuentros de
escritores a los que uno acude, ya por gusto, ya por obligación.
Dueño de una sencillez capaz de desarmar a cualquiera,
detestaba las poses de los poetas, su afán por las currícula, lo afectado de
sus movimientos al leer y lo falta de sustancia que hallaba en cuanto
escribían. “Burgueses”, decía y movía las manos como quien espanta una mosca.
No sentía gran interés por ellos y prefería hablar de Pessoa y de su admiración
por Saint-John Perse, a quien no hacía mucho había descubierto. El poco tiempo
que pasamos juntos en ese encuentro bastó para hacernos buenos amigos. Nos
escribíamos y hablábamos de que él vendría a Xalapa y de que yo iría a Tabasco.
No hicimos ninguna de las dos cosas.
En 1999, estando yo al frente de las colecciones de libros
que la Editora de Gobierno del Estado de Veracruz publicaba, le invité a
participar y me mando uno de los que yo considero sus mejores libros: Canciones para la infanta. Elegí para la
portada un cuadro de Balthus que parecía hecho expresamente para el libro que
narra el amor y el deseo de un vendedor de platanitos por una ninfeta “de piel
oceánica como la brisa de los trópicos”. Un poema a un tiempo amargo y feliz,
la voz (que en otros libros sonaba atropellada) aquí era dueña de un tono y un
ritmo sabios, cadenciosos:
Tocan el muro de mi casa y la soledad se
va
como por sombras ebrias, como en
jolgorios de carnavalescas
cofradías.
Oigo el muro de mi casa y mi corazón
revienta, infla sus ánimos
acecha el oído la llegada y la caída de
las aguas por ese cuerpo
menudo
al otro lado de mi felicidad.
Cuerpo menudo, ya sin ropas, que se
expone
a lascivas miradas de los vientos, a
las manos lujuriosas del
agua,
al deseo indefinible de mi oído; y
además canta.
Su vocecilla de infanta poderosa y
tosca,
anuncia también los pliegues íntimos de
sus muslos,
sus nalgas finas y su pelambre hirsuta,
sus piernas largas y su vientre plano.
La tortura del sonido es la más bestial
con esa lluvia
que escurre por su cuerpo, con ese
cuerpo que se unta al agua,
el agua que ya soy desde hace rato,
cuando la jícara me echó de bruces en
su pelo
y le ericé toda su piel ya con mi
anhelo de lengua fría,
de lengua que arde nada más con el
sonido.
Le envié sus ejemplares y no obtuve respuesta de su parte.
Pensé que la portada o algo en el libro no había sido de su agrado. Le escribí
un par de veces pero su silencio persistió, hasta un año más tarde en que sonó
el teléfono y era él diciéndome que si quería ir a presentar su libro a
Tabasco. Dos sorpresas me esperaban ahí.
La primera: fue encontrarme con la noticia de que había
perdido la vista. Unas grandes gafas negras cubrían sus ojos y él apoyaba su
mano en un adolescente que le servía de lazarillo. La ceguera lo dejó al borde
de la muerte. La depresión inmediata a la pérdida total de la visión lo llevó
al suicidio, como él mismo contaba:
Soy invidente por diabetes descuidada.
Tenía 35 años cuando ocurrió el fenómeno, y claro: decidí matarme y escribí una
carta a toda la familia y amigos; compré
una vacuna para matar a un caballo que se había desnucado y no moría. El
dependiente del establecimiento pudo ver mi desesperación e intención de
suicidio y me dio un producto adulterado. En una tarde con escasos pájaros
y vehículos en las calles, con el incisivo sonido de las gotas de una
llave mal cerrada, me inyecté en la vena principal de mi brazo izquierdo.
Respiré fuerte y esperé. Pero el resultado no llegó. Una diarrea impresionante,
vómito y escalofrío se apoderó de mi cuerpo y también de mi alma.
Sentado a la taza del baño, no sé por qué recordé a René
Descartes: cogito ergo sum. Tembloroso,
encabronado, lleno de ridículo, si es posible esto, lamenté mi suicidio
frustrado. Entonces, con una dignidad que no había experimentado jamás, me dije
a mí mismo que ni madres, desde ahora iba a ser yo, el que nunca había sido.
La segunda sorpresa era que su entusiasmo seguía, no sólo
intacto, sino renovado, ahora era más activo que antes. Estaba lleno de
proyectos y su sentido del humor y la amistad de sus muchos amigos lo había
sacado a flote. Era el de siempre, el poeta munífico con algo de niño y oso que
reía cargado de nuevos entusiasmos. La ceguera no significaba gran cosa para
él:
Yo sigo viendo. Yo veo porque me
acuerdo. Yo veo todo lo que vi y no me asumo como un ciego. Tengo ciertos
principios: toda mujer chaparrita es nalgoncita, y eso no me lo puede negar
nadie. Hay un conocimiento del mundo pero también hay una fabulación del mundo.
Era el de siempre, el poeta munífico con algo de niño y de
oso que reía cargado de nuevos entusiasmos.
Pero
el 12 de noviembre de este año, a las dos y media de la tarde, “el gran Teo”,
como lo llamábamos sus amigos, perdió la pelea contra la diabetes y se fue con
su música y sus risas a otra parte y nos dejó “la tarde llena de tristeza, ah,
y también el canto de los grillos”. ♦