El fin del mundo


Publicado porEzra Crangle el 3:01 p.m.

Un viaje a la capital del país para presentar un disco a un auditorio estudiantil concluye de manera abrupta. Honorio Robledo relata los últimos instantes de un mundo que ya nadie concibe inamovible: “En un destello de lucidez supe que todo lo que sube, obligadamente, debe caer; aquellos árboles enormes debían pesar varias toneladas y, al momento de caer, se convertirían en una bomba vegetal.”

Fuimos al Defe a presentar el disco Senderos al auditorio de un colegio en la Narvarte. El evento fue muy concurrido y vendimos montones de discos. En el auditorio había bastantes chamacos y aproveché para ofrecer mis libros; hasta se me durmió el brazo por tantas dedicatorias. Al final, mientras el auditorio se vaciaba, yo constaté la carestía de posibles galanas y decidí regresar a Xalapa. Fui al baño (donde había unas minúsculas tacitas) para cambiarme mi uniforme de espectáculo y ahí me encontré con Ulises, que también se alistaba. Él me informó que en la azotea del colegio habían organizado una comida en nuestro honor, celebrando el concierto. Además, varias de las admiradoras ya estaban ahí, esperando.
—¡Perfecto!— le dije. Yo estaba ya pensando en agarrar el ADO a Xalapa.
 —Lo único que falta es ir por chelas; hay un montón de comida, pero, como es colegio, a nadie se le ocurrió tomarnos en cuenta a los bebedores. Pero mira: ¡ya hice la vaca!
Me mostró orgullosamente el dinero colectado, y yo, para no quedar mal, le informé de una licorería cercana, así que terminamos de ponernos en traje de civil y salimos a la calle. Serían como las tres.
 La avenida Xola lucía repleta; las familias  paseaban consumiendo todo tipo de chatarras y golosinas con niños englobados. Los cafecitos y los restaurantes lucían atestados y, en las banquetas, estaban los albañiles y trabajadores endomingados, lanzando piropos a las sirvientas, que recatadamente bajaban la vista, complacidas y pizpiretas. Era una escena de gran vitalidad y colorido.
 Ulises y yo cruzamos hasta  el camellón de la avenida, sembrado de gruesas palmeras y de  enormes árboles de tronco escamoso. Por alguna casualidad yo levanté la mirada y, entre las ramas desnudas de los fresnos y las jacarandas, vi que en el cielo, muy arriba, a toda velocidad, circulaban miríadas de  enormes pájaros oscuros. Remarqué ese hecho a Ulises y contemplamos ese insólito vaivén hasta que nos percatamos, con espanto, que esos objetos, que habíamos tomado por enormes pájaros negros, eran, en realidad, árboles gigantescos, arrancados de cuajo con todo y raíz y que, por algún evento catastrófico, circulaban en el firmamento, acarreados todavía por esa fuerza inconmesurable. Ya otras gentes señalaban la circunvolución absurda de aquellos árboles.
En un destello de lucidez supe que todo lo que sube, obligadamente, debe caer; aquellos árboles enormes debían pesar varias toneladas y, al momento de caer, se convertirían en una bomba vegetal. Se lo dije a Ulises, sintiendo ya la primera oleada de temor.
 —¿Qué hacemos?– preguntó alarmado.
 —Cuando uno de esos árboles caiga va a hacer un cráter respondí con clarividencia. ¡La única salvación es el túnel del metro!
Entonces ambos corrimos a la estación Etiopía. Mientras Ulises mandaba un mensaje por su celular, advirtiendo a la banda del peligro, uno de los enormes troncos cayó pesadamente sobre un edificio cercano, causando un daño espantoso. Un taxi se trepó al camellón, casi atropellándonos en su escapada loca. La gente comenzó a correr, intentando protegerse con las cornisas. Nosotros, vigilando el cielo pero atentos a los eventos terrenales, llegamos al metro y saltamos sobre los torniquetes de acceso, intentando llegar al túnel pero, en ese justo momento, otro de los árboles cayó estruendosamente sobre la estación y se fue la luz…
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