Piazza San Pietro |
“¡Oh, qué feliz me siento aquí en Roma!”, escribió Goethe en una de Las
elegías romanas, y mientras andas la Vía Appia, con destino al Cimitero Acattolico
para visitar la tumba de John Keats, recuerdas que sus influencias para
componerlas fueron Horacio y Ovidio, allá por el año de 1788. Y además,
incluso, que fue uno de sus libros más queridos. Obra madura aunque de aire
nostálgico y juvenil. Ruinas transformadas en suspiro, en mirada de lejanía.
Imaginas, mientras bebes un espresso, que Roma cambia menos que otras ciudades,
que aquí se tiene una idea distinta de la permanencia, que un acto ejecutado a
orillas del Tíber carece de temporalidad. Así te lo parece y así lo confiesas.
Miras alrededor: estás en la cuna terrible de la historia.
Meditas esto y recuerdas que la joya de la casa es una edición
impecable de la obra de Horacio, que podrías presumir al propio Goethe, quien
te felicitaría por rehusarte a perder el tiempo con la lectura de obras
insustanciales. Así andas, con una sonrisa amplia y te abres paso entre las
multitudes. Porque Roma, a diferencia de otros lugares de la cristiandad, no
conoce el sosiego. El gran arte se admira mejor en el tumulto, recuerdas haber
leído en un cartel del ministerio de turismo. Llega a tu mente una imagen de
los carteristas, que abundan aquí y en cualquier otro lado. No hay momento en
que no haya grupos de turistas en tal o cual sitio. Lo has comprobado. Por
suerte quien conoce Roma—como es tu caso—, sabe huir del calor humano aunque
sin perder riqueza. Así lo asumes.
Porque Roma se experimenta a pie.
En medio de los empujones, de las palabras en lenguas
indescifrables. Las líneas del metro, dicho por los propios romanos, son
insuficientes para la extensión de la ciudad, y aunque lo ignoras de cierto,
imaginas que no han hecho excavación más profunda para evitar daños al legado
arquitectónico. La ciudad carece de interés bajo la superficie, a menos que se
visiten las catacumbas. Y tú ya fuiste. Roma es contorno, textura y fonéticas
que saltan de una banqueta a la otra.
Masas de sonidos indescifrables.
Piensas,
mientras avanzas entre callejuelas, en la posibilidad
de refundar la mirada del viajero. Rehusarse a ese desciframiento de la misma
forma. Erwin Panofsky, en La perspectiva como forma simbólica, afirma:
“la perspectiva antigua es la expresión de una determinada intuición del
espacio, que difiere de la moderna”. Siendo así, parece, nuestra sensación del
espacio es una visión personal de un tiempo específico. Leemos el mundo a
partir de ciertas coordenadas. Y si es subjetiva, entonces es manipulable. Lees
que el Cimitero Acattolico abrió sus puertas en 1821, mismo año de la muerte de
Keats. Dato extraño, que sugiere que los hados se cruzan. También encuentras a
Percy Bysshe Shelley, aunque él no te preocupa. Ni Gregory Corso, ni Juan
Rodolfo Wilcock, quienes también duermen aquí. Aterrizaste en el Fiumicino con
el libro que Julio Cortázar dedicó a John Keats, un notable ejercicio de
crítica literaria que tienes identificado como uno de los más altos. Porque es
la obra de un lector y un lector concentrado. Un lector de vuelve sobre páginas que le inquietan. Es, además, una
mirada intuitiva, que avanza a tientas. El argentino se cuida de no caer preso
de ningún sistema teórico que enjaule su modestia y desdoblamiento.
Confirmas: las miradas de lector y poeta no sobran.
En la lápida de Keats, lees: “Here lies one whose name was writ in
water”. Meses atrás, sin apenas buscarlo, en Tumbas de poetas y pensadores,
de Cees Nooteboom, hallas que Oscar Wilde derivó unos versos a partir de esa
inscripción en el poema La tumba de Keats. Aquí las líneas: “Tu
nombre fue escrito en el agua; pervivirá/ y lágrimas como las mías
mantendrán verde tu recuerdo/ como las de Isabel mantuvieron su albahaca.”
Keats duerme.Los paseantes andan silenciosos, descubriendo a tantos.
La visita no dura más de una hora y vuelves de inmediato al centro
histórico de Roma. Todo esto te abruma mientras depositas las monedas en el
dispensador de boletos para entrar al metro. Te sorprendes de que muchos
brincan el dispositivo de entrada. Lo dudas. Traes tenis, eres delgado, puedes
brincar. Al final, la moneda cae y la máquina escupe los boletos. Piensas, de
nuevo, en la tesis de Panofsky y te dispones a mirar de otra manera. Estás a
punto de ejercitar la intuición, que tan pocas veces se utiliza. Meditas en la
posibilidad de lograrlo. Es una ecuación que implica volverse un hombre de otro
tiempo y buscar la comunión como una experiencia colectiva. Un libro de
grabados de Piranesi, hallado al azar en un puesto callejero, brinda una
posible solución al enigma. Adquieres el ejemplar y detienes los ojos en el
periodo de la Antigua Roma, sentado en un café que mira al Panteón. La ciudad
lleva siglos en la ruina. Es piedra que cae, sostenida por la mirada atenta de
sus millones de turistas. Detectas que tanto los dioses como los individuos
esparcidos en la escena, figuran descalzos. Es, intuyes, una manera personal de
relacionarse con la ciudad: percibirla directo con los pies, experiencia
sensorial. Vuelves a los dibujos de urna funeraria, en las escenas campestres.
Confirmas esta intuición.Roma se celebra a pie. Insistes, aunque variando la perspectiva.
Sacas el ejemplar de bolsillo de Las elegías romanas y
hallas este verso, oracular e insólito: “Tú que estás vivo, disfruta de este
lugar que caldea el amor/ antes de que el terrible Leteo atrape tus pies
huidizos”. Piranesi remarca su devoción por la ciudad italiana y a un tiempo
prefigura el hecho de que la disposición urbanística esté organizada alrededor
de estructuras. Dibuja, aquí y allá, la forma de la base de los edificios, como
si los hubiese visto desde el cielo. Hablamos de que Piranesi nació en 1720,
por lo que no tenía al alcance mayor tecnología, como no fuese su propia
perspectiva.
Una forma particular de la intuición.
Cabría preguntarse, a la distancia, si Panofsky identificaría la
obra de Piranesi con el mundo antiguo, o con la edad moderna. Finalmente, aquel
era el periodo de las Luces: la Enciclopedia, Voltaire, el sueño francés
distribuido alrededor del mundo. El asunto de identificar a un artista con tal
o cual perspectiva no es menor, aunque cabría consultar la opinión de Ernst
Gombrich. Recurres al juego de imaginar si la calificación de la perspectiva,
aplicado de origen a los artistas visuales, pudiera ser trasladado a la
literatura. ¿A qué perspectiva pertenece Goethe? ¿Y Keats? Meditas en la
posibilidad de ser testigo de los horrores del siglo XIX y reclamar el tiempo
histórico de Suetonio. O recluirte como Montaigne. O tapiar tu cuarto como
Proust. El límite es tu imaginación, que es profusa. Esta identificación
transita hacia el corazón mismo de una visión definida del hecho estético.
Cierras el libro de Piranesi, aunque descifras la obviedad: no
resolverás, en el corto plazo, el enigma de Roma, Goethe, Keats o Piranesi. No
resolverás nada, de hecho. Porque todo, apenas, tiene solución. Se anda a
tientas, intuyendo la forma ideal de hacerlo. Pero puedes andar, eso sí,
descalzo en Roma. Andarla con los pies, como sugiere Goethe. Como detalló
Piranesi. Como quizás hizo Keats. Te quitas los zapatos. Respiras hondo y
procuras evitar la mirada interrogante de quienes te observan. La piedra está
helada, incluso húmeda. Como lo ha estado, quizá, desde su fundación.
Así lo haces y vuelves a casa y duermes. ♦