Publicada este año de
manera póstuma por el Fondo de Cultura Económica, La Migraña de Antonio Alatorre se inscribe en la tradición narrativa de sus
paisanos Rulfo y Arreola. Ya sea por su extensión o por su indudable calidad,
la suya es una indagación, escribe Luis Reséndiz, “si pudiéramos escoger una
palabra, precisa: una búsqueda perpetua dentro de sus 90 páginas por
encontrar las palabras que correspondan exactamente a esa condición llamada
migraña”.
A veces parece que las novelas premiadas deben ser
extensas. De alguna forma, hay cierta tradición que nos indica que la
literatura de verdad está en las novelas largas; en esos tabiques como
los que solía confeccionar Carlos Fuentes en sus malos tiempos. La pretensión
de la Gran Novela Latinoamericana, su continua persecución, esa lucha por
alcanzarla: cuántos escritores no han tropezado con estrépito en la búsqueda de
ese mítico mamotreto que ha de revelarnos por qué las cosas son como son. No
estoy diciendo que pretender sea negativo —todo lo contrario—, pero quizá sí
resulte perjudicial a la hora de sentarse a escribir una novela. ¿Cuáles son
mis alcances? ¿Qué quiero contar? ¿Son de verdad necesarias estas 400 páginas?
Antonio Alatorre, filólogo, conocía su lengua.
Más de lo que la mayoría de los escritores de habla hispana podrían presumir. La
Migraña, única novela suya, es testimonio de una tradición que en las
letras mexicanas se remonta a Arreola, a Rulfo —quizá no en vano contemporáneos
y paisanos suyos—: la de la economía. La narrativa completa de Arreola, en la
edición de Alfaguara, tiene 500 páginas. La obra narrativa de Rulfo —El
llano en llamas y Pedro Páramo, alrededor de 200 páginas; El
Gallo de Oro, de 140— no dista mucho de eso. La obra narrativa de Alatorre,
sin embargo, los supera —porque aquí, como en muchas otras cosas, menos es
más—: 83 páginas.
Una anécdota cotidiana en apariencia —un hombre
de nombre Guillermo, probable trasunto del mismo Alatorre, se recuesta en el
césped de su patio y rememora varios episodios de su vida— basta para entrar en
una prosa riquísima que lo mismo recurre a la cita del latín que al lenguaje
coloquial. Su indagación es, si pudiéramos escoger una palabra, precisa:
una búsqueda perpetua dentro de sus 90 páginas por encontrar las palabras que
correspondan exactamente a esa condición llamada migraña. Una y otra vez,
Alatorre —en la piel de Guillermo— camina hacia atrás, sobre sus pasos;
enmienda sus afirmaciones y busca otras, más exactas. Durante este recorrido,
la exploración es vertical, hacia abajo: una novela que, como Farabeuf,
de Elizondo, es la crónica de un instante —un instante que se prolonga en el
tiempo. Está en ella contenida la clave de una existencia —la de Guillermo y,
probablemente, la del autor—, pero también la del nexo entre pasado, presente y
memoria. Investigador del castellano, Alatorre también lo es aquí de la
existencia: una instrospección que profundiza más y más, memoriosa, atentísima,
recorriendo los pasadizos de la niñez y adolescencia, hasta encontrar ese
vínculo en el que se manifiesta la identidad.
Hay obras que son desechadas por sus autores.
Algunas se han perdido en la historia de tal forma que sólo podemos imaginar su
existencia. Otras son recuperadas por amigos, familiares, allegados al autor
que, inconformes, deciden exhumar el trabajo aun en contra de la voluntad de su
creador. En el caso de Antonio Alatorre, sus hijos recuperaron un trabajo que,
de otra forma, se hubiera perdido: una brevísima novela que alcanza, por
méritos propios, un sitio a un lado de las grandes obras de la literatura
mexicana.♦