El ampuloso
consentimiento que
recibió la película Birdman de Alejandro González Iñárritu, es parte
consustancial de vivir en la época del capitalismo artístico, tal y como lo
plantean Gilles Lipovetsky y Jean Serroy.
Pensemos que en 1965 –hace cincuenta años–, la
Academia no habría otorgado el Óscar a la cinta de Alejandro, porque en aquel
contexto Robert Wise se llevaba todas las estatuillas por una cinta como La
novicia rebelde.
Ese año del 65 pudieron ganar El barco de los
locos de Stanley Kramer, Darling de John Schlesinger, A thousand
clowns de Fred Coe o Doctor Zhivago de David Lean, quien sólo se
llevó el Oscar al Mejor Guión Adaptado. O pongámoslo al contrario: es probable
que la pieza de Kramer o la historia de Lean, adaptando nada más el libro de
Boris Pasternak, cincuenta años después ganarían un Óscar a la mejor película.
Son, definitivamente, otros contextos, y hoy se
permite que un filme como Birdman sea reconocido por propios y extraños
o poco habituados a una narrativa que irrumpe la estructura lineal, que revira
convenciones del género mezclando abruptamente ironía con melodrama, que
provoca con presuntuoso plano secuencia y que se da el lujo de un metadiscurso
alambicado al hinchar la semilla de su película que es la discusión en torno al
amor de Raymond Carver.
La sola mención de un director como González
Iñárritu ya se escucha como parte naturalizada de esa estética global de un
capitalismo que permite todos estos cruces de naciones, estilos, estéticas y
discursos.
Y no me refiero nada más a la posible insinuación
del origen de Alejandro sino también al discurso que propuso y sedujo a la que,
a mi parecer, siempre es una academia conservadora –bueno, ahí está el ejemplo
de La novicia rebelde.
Por ejemplo 8 1/2 de Federico Fellini obtuvo
el Óscar a la Mejor Película Extranjera, pero no imaginamos que su complicada
trama garantizara el premio máximo. Por ese motivo es de mayor valía saber que Birdman
haya ganado cuando su destino parecía más inclinado a festivales de un cine
donde se resalta el supuesto cine de autor. La señal que ofrece Birdman abre
la posibilidad del reconocimiento estético a obras en apariencia de tono menor
como El gran hotel Budapest de Wes Anderson.
En esta coyuntura se puede hablar que en 2014 se
abrió un ciclo de películas que abonaron aspectos estéticos y discursivos muy
de vanguardia como Leviatán de Andréi Zviáguintsev y Mister Turner de
Mike Leigh –en mi particular punto de vista el trabajo de Leigh fue la mejor
fotografía y diseño conceptual del año pasado.
Mencionamos de paso sólo algunos aspectos de Leviatán,
dirigida por Andréi Zviáguintsev, de quien conocemos El regreso y Elena,
ambas películas ejercicios estupendos de una narración contrita como esa
inolvidable Pickpocket de Robert Bresson. El discurso de Zviáguintsev es
una reflexión moral en la vena del Andrei Tarkovski de La infancia de Iván
y El espejo, por aquello de lo inestable en la figura del padre.
Zviáguintsev muestra un juego simbólico con reminiscencias religiosas que
debate el amor de familia.
Con Leviatán hallamos una paciente pero
demoledora anécdota ética. Al igual que el Woody Allen de Crímenes y pecados,
Zviáguintsev vence de nueva cuenta la culpa de Dostoievski. Esta poética
desoladora, que no usa adjetivos visuales, en cambio es un paradójico mosaico
donde ya no vemos la oscuridad del castillo kafkiano para representar a la burocracia
y la corrupción de la Rusia de Putin.
Leviatán es un imponente esqueleto de ballena abandonado en la ciudad costera Pribrezhny. La parábola
de Job le sirve a Zviáguintsev para mostrarnos el cinismo de este capitalismo
global. Leviatán en este fúrico mundo posBirdman también merece
citarse como un inteligente filme: sobrio, profundo y crítico, los que
aplaudieron el cine de autor de González Iñárritu, espero, deberían también
aplaudir a Zviáguintsev aunque sea ruso. ♦
Por Raciel D. Martínez