Dionicio Morales con René Avilés Fabila |
La poesía de Dionicio Morales camina entre dos senderos. Por un
lado, la imagen de sus tierras, de sus ancestros, de sus lares dejados por una
mejor simetría de vida. Por el otro, la poesía del mundo, la gran poesía, la
ambición de crear un poema que vuelque en él los más alados, profundos, afanes
literarios. Entre estas dos opciones, aún puede el poeta de Cunduacán presumir
de búsqueda. Él, que siempre define sus aspectos artísticos entre el ámbito de
la vivencia, de la permanencia.
1. Conocí a Dionicio Morales mientras ofrecía una
conferencia sobre los escritores olvidados de la literatura tabasqueña. La
pregunta que flotaba en el aire fue, ¿deben seguir olvidados? Dionicio nunca
dio su brazo a torcer. Ponderó las cualidades de Tomás Díaz Bartlett, de Alicia
Delaval, de muchos otros que las nuevas generaciones de poetas se niegan a
leer. Mucho menos a venerar. Dionicio nació en Cunduacán, Tabasco, en 1943.
Realizó estudios de licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Artículos y poemas suyos han sido traducidos al
inglés, francés, portugués y coreano. Imparte talleres literarios, diplomados,
cursos, conferencias en escuelas de educación media y superior. Ha colaborado
en las principales revistas literarias y suplementos culturales de los periódicos
más importantes del país: Revista de la
Universidad de México, La Vida Literaria, Armas y Letras, Tierra Adentro,
Nexos, Casa del Tiempo, Excélsior, El Nacional, El Financiero, Novedades, El
Heraldo de México, Ovaciones, Unomasuno, Milenio y en La Cultura en México, de la revista Siempre!
Pretender que Dionicio no corra ante los espacios
de la nueva intemperancia tabasqueña es difícil. Su actitud potente,
vocinglera, especial, lo ponen siempre ante encrucijadas donde siempre sale
victorioso. Esa es una de las grandes virtudes dioniciacas. No arredrarse.
Dionicio siempre anda con las navajas amarradas. Siempre dispuesto a la lucha.
No ceja. Muestra de ello son sus muchas, polémicas notas periodísticas donde
pone en su lugar a más de cuatro. La vez en que nos reencontramos, los
Aguiluchos, grupo de efímera existencia comandado por el poeta Teodosio García
Ruiz, conminó la poesía de Dionicio, acorralándolo hasta el paroxismo. Dionicio
se defendió bien, sin aspavientos, manotazos, gritos. Con una parsimonia digna
de mejor causa. Esta es la primera vez que Dionicio regresa a Tabasco, dijo Teo
queriendo mediar el sainete que armaron sus destinatarios. ¡Y la última!, me vi obligado a decir en voz alta. Perdón, pero
tuve que contar la anécdota para que no se anidara en mi pecho.
2. Ahora bien, la tan criticada poesía de Dionicio
en ese tiempo toma alcances que después, reunidos a la vera de su obra, debemos
reconocer como una de las poéticas más altas de nuestro mundo literario
mexicano. Propende a la cotidianidad, sin estacionarse en ella. Si la
describimos como el ideario de un caminante, puede ser; aunque igualmente
podemos definirla como el catálogo de frutos que obstan a la poesía en sus
mejores menesteres. A partir de Dádivas,
libro donde Dionicio corresponde fragmentos de poesía de un ritual mágicamente
frutal, el poeta cunduacanense aporta otra variedad de imaginario fructífero.
De este libro, especialmente, ha dicho Leonel Maciel: “Leí Dádivas y
me impactó una noche. Lo leí y dejé pasar una hora para releerlo y me dije:
este libro es para mí. Uno se vuelve el dueño y protector guardián de las obras
cuando le llegan al corazón, así fue y me puse a trabajar”.
Claro, la poesía es una voz constante. No es
posible, al elegir la poesía como su arma, como su más eficaz medio de
expresión, que la deje olvidada en algún café, un guardarropa, un cubil donde
la bohemia se apacienta. Si la historia de nuestros poetas mexicanos está
plagada de ausencias después de muchos de sus mejores libros –José Gorostiza,
Gilberto Owen, por ejemplo– en Dionicio encontramos al poeta que no deja de
crear versos, pensar versos, definir esos menesteres de la vida que a otros
autores les parecen terroríficos en versos, porque sabe que la palabra penetra
mejor en la corteza cerebral del hombre cuando se la convierte en sonido. Al
ritmar se convierte la poesía en dirección, al movimiento de los ases, la
poesía se convierte en albur, en juego, en suerte. La suerte de nosotros como
lectores ha sido tener a Dionicio Morales como contraparte en la jugada.
3. A diferencia de la generación de Contemporáneos,
donde el único que escribió poemas hasta su muerte fue Carlos Pellicer,
precisamente, el Dionicio de su generación lleva el mismo sino. Ante la palabra
sino no puedo menos que dedicarle atención
al desarrollo lateral de los poemas del libro que venimos comentando en
cuestión, Dádivas. Rebuscando entre
ellos, encuentro referencias y apoyos metafóricos que ocultan y muestran el
encanto que el poeta tiene por los frutos del ámbito mexicano. Al decir fruto
no me refiero solamente a los del árbol, sino a todo lo que provee la madre
Tierra. Poeta del suelo, de la tierra, del encandilamiento de la semilla,
Dionicio no sólo aporta, reporta, importa belleza para solaz de nuestros oídos.
4. En “Recado a Margarita Michelena”, Dionicio da
de bruces con el olfato, los duelos duelen invictos de alcatraces, de lirios,
pequeños como un dios diminuto. El azafrán, los jazmines, los laureles, la rosa
–enigmática, sí, pero de todos modos una rosa– crean una muralla florida ante
el árbol genealógico de la obsequiada por el dios diminuto del poema. En
“Cantos de la pura belleza”, el poeta deposita la rosa del corazón en una
botella de vinagre, imagen que desconfía de la belleza, pero que resucita lo
aterrador. Pero ese terror es el que hace transitar la poesía de Dionicio de un
abismo a una cornisa. En “El árbol”, acudimos a la muerte, paulatina, de un ser
vivo. Cómo le duele a Dionicio ver el deterioro. Un deterioro inútil, además.
Él, tan parco, tan cortés muchas veces en su lenguaje, no se arredra para
llamar al talador, hijueputa. Además,
junto con Quino, expone la sabia máxima ¿en qué puede ocupar su tiempo un
árbol, sino en crecer? El árbol del poema dioniciaco se aferra a su altura. El
dios ciego, ese dios terrestre, ya señalado por Goethe, descarga irreverente
golpes sobre su tronco. Poema donde el sufrimiento va concordándose en el
silencio avasallador del árbol, donde crece la soledad con un sigilo creador de
eternidades, “El árbol” tiene mucha de la fe dioniciaca en la Naturaleza. La
desmemoria de los hombres tiene sus víctimas, los árboles, las aves, las aguas,
las plantas y sus flores, y sus frutos*.
5. La cúspide de esta delirante aventura natural la
encontramos, curiosamente, lo dije más arriba, en el libro Dádivas**, de 1995. Hace veinte años, Dionicio recogió los frutos
de la tierra, esas dádivas que el epígrafe de Sergio Magaña reinicia en el
frontón del poemario. Pero si entre los poetas y los pintores de Tabasco los
árboles son motivo de inspiración y los primeros les cantan en sentidos y
bellos poemas, y los segundos los dibujan o pintan provocando la diversidad del
color o pulsando la acuarela, la mayoría de nuestros paisanos, por falta de
sensibilidad, de sentido común o por ignorancia supina, diariamente atentan
contra los árboles.
Compuesto por delicados poemas de inspirada
estirpe, Dádivas es una serie que
apostrofa la razón vital de un poeta que ve, de modo intercambiable, las cosas
de la Tierra. No es descuidada la poesía dioniciaca. Es alarde, sí. Pero alarde
del cuidado. Cuando nos parece que Dionicio cometerá un exceso de cotidianidad,
encuentra el término justo que salva la idea, la imagen delictiva que aparece
mientras las demás palabras se bañan en el lago de la insania. Para muestra, ahí
van varios de estos botones.
6. La dalia es dolorida, la orquídea es moribunda
huérfana de silencios, la buganvilia pregona su verdad en la tierra, la
nochebuena es vivaz ofrenda al creador. Las flores que imagina el poeta son las
que acomoda en un florido laude que
desacomoda la pulcritud de Salvador Novo. Las dádivas que Dionicio reúne
abarcan los reinos vegetal, mineral, animal. De lenguaje refinado, de apoyos
deliciosos, Dádivas es un poemario
que se lee con adornado delirio. A medida que describe, el poeta inhibe. Inhibe
la concepción, poca o mucha de esas maravillas del suelo, de esos dones de Gea.
El tezontle es un suave zureo de palomas. Es una flor de piedra, dice el poeta.
Llamo la atención sobre estas definiciones que aportan una idea de lo que para
Dionicio es un candor cerrado. Definiendo en tres grandes grupos, el poeta
abracadabra la definición de cada una de las miradas a los reinos de la
Naturaleza. Sabe que nombrar es crear, crear una parte olvidada del Génesis. En
los poemas dioniciacos el autor rebela su obsesiva sed de convertirse en Dios.
Recuerda, en algunos aventurados momentos, ese devenir de la Creación que hace
Gorostiza, otro dios de la poesía, al referirse a la destrucción de los reinos.
Mientras el poeta de Muerte sin fin
descrea, Dionicio renombra.
Buen hijo de la próspera región sureña, Dionicio
sabe que en Tabasco basta con renombrar las cosas para que estas vuelvan a
existir. Así, nunca pudo recibir el chile mejor apotegma que ser relámpago
sagrado o la piña que ser rebanada de sol o el cacao, fruto del nirvana. A
veces, Dionicio soporta una definición alburera al decir que el aguacate tiene
una testicular anatomía. Obviedad. Pero lo definido en poesía nunca está de
más, y siempre es lo que es. Así, ante el embate de textos, a cual más sutil, a
cual más gentil, Dionicio provoca una nueva mirada a ese mundo terrestre,
fruicioso, delirante al que volvemos a ver muy poco. Los poemas dedicados a la
papa, el maíz, el tabaco –que si insertásemos una S entre la B y la segunda A,
diría el nombre de nuestro estado– “crecen / a la verde y juncal orfebrería del
viento / cargados de presagios”. Dionicio compone, dispone, propone un nuevo
desdén del tumulto. A la acuciante inconformidad por lo definido, el poeta
aporta lo que pudiera ser. Los textos se conjuntan, porque en el suelo que los
vio nacer, todo está desordenado. Está a raíz de campo, no en la simetría de
los jardines.
7. Podemos incluso revolverlos, que siempre
encontraremos un intertexto en las entrañas del mismo texto. Dádivas no agota. Al contrario, como los
dones deben ser cuidados, no malgastarlos en aras de una gula apasionante o una
lujuria experimental. Para la pitahaya hay un recinto de la arcangélica
frescura del Usumacinta, para la papaya se diluye venturoso en la garganta un
atardecer en el verano. Así, continuando con el entramado vibrar de las
especies, la nuez de Brasil es una pequeña resonancia de las cosechas
terrenales. Del chicle mana el líquido inmaculado que el aire murmurante
endurece. La vainilla tiene sabor a sedas y terciopelos inviolados. El marañón,
fruta de nuestro enfebrecido trópico, es néctar húmedo sumiso a la avidez. En
la jícama viaja la animalidad que apacienta hombres infinitamente sedientos.
Dionicio nos recuerda que, a pesar de las distinciones que el científico aporta
en su afán por reglamentarlo, ordenarlo, clasificarlo todo –Gorostiza dice del
Hombre que aun a la alta nube menoscaba–
los frutos de la tierra se entrelazan, se cruzan, se ven, se desdoblan y
redoblan para convertirse en ese universo vertiginoso llamado Tierra. Aparecen.
Esa cualidad cercana a la poesía. Es notorio que Dionicio lo descubriera. Los
frutos de la tierra se dan, aparecen, brotan como cualquier hermoso verso.
La guanábana, licor de dioses impiedosos en la
lascivia de la criatura humana, sustituye la bolsa de semen de los trópicos que
Pellicer apuntó como salvaguarda de otras lascivias. El nopal crece sin ruido,
a la intemperie. El marañón es el vergel en tropicales soledades. El camote se
endurece al conjuro de los deseos. El tomate late en su asadura. Del cacahuate
se alimentan las bestias celestiales a la hora del ocio. Además, cuando ya
creíamos que se acababa la inmensidad de las dádivas, aparecen los animales,
igualmente focos de atención en el devenir de la Naturaleza. El guajolote se
cría para las grandes ocasiones, es fruto de festín ajeno. En el zopilote
brillan los augurios del cielo. El quetzal irisa, durante su sueño, los sueños
de los hombres porque el colibrí tiene una sinfonía pastoral en su ala derecha.
El caimán aflora su aturdimiento si invaden su perplejidad histórica. Pero lo
que no indica el poema, lo apoya la capacidad imaginaria del lector. El plumaje
de la guacamaya es un sedoso ornamento de metálicas palabras. Lo referido, así
como lo expuesto, está en la pubertad del precedente. El escuintle es un perro
guardián de niños. La llama es silenciosa, devora caminos en áridos paisajes.
El armadillo está cubierto de tela gris endurecida por el tráfago terrestre. El
coyote tiene un aullido desolado, en donde lo desolado del aullido conforma
todos los miedos de los hombres.
8. Capaz de encontrar en lo más nimio, lo más
cotidiano, lo más oculto, una raigambre de luz, Dionicio define, redefine y
crea un cosmos desapacible, porque sus bien encontradas imágenes permean un
aventurado corazón del suelo. La guacamaya, el coyote, el puma y el caimán, el
colibrí, la dalia, la orquídea, el aguacate, el cacao así como tantos otros de
esos deliciosos dones, esas dádivas en las que el poeta fortalece su ánimo,
corren a la par de esta señera búsqueda de formas, este desfile apocalíptico y
renacentista, donde las dádivas se vuelven el objeto que emana del numen del
poeta, en su aforado convenio conceptual.
Decir algo más, creo, sería redundar, llover sobre
mojado, sacar ouroboros de la nada. Porque todo está dicho en Dádivas. No hay más que agregar, aunque
siempre el poeta tiene una palabra más que decir ante los asombrados ojos del
lector. Ante nosotros, el desfile de los dones ha concluido. Certifiquemos la
idea del poeta. Que este desfile recomience siempre ante nuestros ojos, no que
tengamos que leerlo para que vivan estas especies a las que el Hombre insiste
en destruir. ♦
*Poemas para no
morir en el invierno, Ediciones del Gobierno del Estado de
Tabasco, Villahermosa, 2012.
** Dádivas,
Ediciones Los Domésticos, Mexicali, 1995.
Por Vicente Gómez Montero