Silvia Tomasa y Ramón Rodríguez |
En nuestras esporádicas reuniones de café de los últimos cinco años,
Silvia Tomasa Rivera ni una sola vez dejó de mencionar los avances del poemario
que estaba escribiendo sobre Teresa de Ahumada y su estancia en Ávila (en
2011), la ciudad conventual del reino de Castilla y León. La sola mención del
nombre de Santa Teresa (o de cualquier otra santa) en boca de Silvia, es razón
suficiente para desconcertar al lector. Y aunque una ha sido testigo del
diálogo de la poeta con la divinidad en sus múltiples manifestaciones –su obra
toda, una poética desinhibida de la pasión amorosa, da fe de ello–, he de
confesar que En el huerto de Dios es un libro que supera cualquier idea
preconcebida.
A pesar de que la propia Rivera ha expuesto sus
afinidades con los poetas místicos peninsulares, quizá sea menos conocido que
ella, criada en los rigores de la fe católica en su hogar de la huasteca
veracruzana, es además una creyente devota y una apasionada de la vida de los
santos. Como lo fue la niña Teresa, en cuyo huerto de la casa familiar de Ávila
descubrió el rostro de Dios mientras jugaba a las piedrecillas con su hermano,
el mismo con el que intentó huir a tierra de infieles para hallar la muerte a
la manera de los mártires.
Sin embargo, es válido preguntarnos cómo y por qué
una poeta del siglo XXI (y no cualquier poeta, sino una que ha roto en su vida
y en su obra con todos los convencionalismos de la cultura que la engendró) se
abraza a la figura de una santa (y también poeta) que vivió en una comarca
aislada, pobre y agitada de la joven España del siglo XVI. Aunque armado con
referencias históricas, geográficas, bíblicas y poéticas sobre una mujer de la
Edad Moderna que vivió y escribió al otro lado del océano, este poemario es
también el retrato de otra mujer, una que existe y crea en este siglo y en este
país, un México arruinado, violento y moralmente quebrado. No es fortuito, por
tanto, que el símbolo que Silvia Tomasa Rivera elige sea Santa Teresa –¿o Santa
Teresa la eligió a ella?– para conectar lo cósmico con lo terrenal, lo
espiritual con lo material, el pasado con nuestro presente.
El mito de la santa recreado por Rivera se
configura a partir de ciertos elementos que constan en registros y en la
mística del Siglo de Oro español: la infancia y la vida familiar, sus primeras
lecturas –los romanceros y novelas de caballería, hasta las Confesiones de
San Agustín–, la obligada clausura en monte Carmelo, la fundación de la orden
de los carmelitas descalzos y la salida al mundo para erigir conventos hasta
donde alcanzara la vista, la observancia estricta de la regla –obligación de la
pobreza, de la soledad y del silencio–, la fructífera y cómplice amistad con
San Juan de la Cruz, los extremados ejercicios ascéticos y la salud
quebrantada, la escritura, desde El libro de la vida hasta su obra cumbre: Las moradas o El
castillo interior.
Silvia Tomasa repara en los muy contradictorios
rasgos de la santa para el desarrollo de su personaje: vemos a la mística
Teresa decidida, enérgica, apasionada y en pleno éxtasis, por un lado, y
sensible y compasiva, por otro. Al revelar nuestra poeta un gran sentido
psicológico, logra mostrarnos de principio a fin la comunión de lo
contemplativo y lo práctico que marcaron la vida y obra de la Doctora de la
Iglesia.
Son varias las voces poéticas que emplea Rivera
para su discurso, y la engañosa forma del monólogo pronto se revela en
aparentes diálogos: los modelos de sus poemas se van intercalando en primera o
tercera persona del singular, y no en todos los casos el interlocutor ofrece
una respuesta. Ya desde el comienzo aparece el yo poético, instalado en Ávila,
que nos introduce en la historia: “La presencia de Dios / se advierte en un
respiro”; o: “Desde la cima / se ven los pueblos/ como un pequeño punto. / Qué
soledad tan alta”. O este otro, donde la poeta llama a Dios a escena para
hermanarse en el tiempo con la santa: “Él, de seguro sabe lo que pasa / en el
corazón de una y otra”.
Destaco el uso del yo poético porque es el hilo que
conecta con los otros personajes: Santa
Teresa y la divinidad. Aunque ellos se ocupan de celestiales asuntos, el yo de
Rivera transgrede la armonía entre ellos, es el tercero en discordia que los
urge a ocuparse de lo inmediato y terrenal. Así, la poeta, ya olvidada de toda
admiración y humildad, encara a la santa:
Qué te pidió Él,
¿acaso que nos mostraras su rostro?
Ah, sí, el rostro de la incertidumbre;
el del amor a la miseria.
De seguro te pidió
otro cambio de imagen
para sí mismo,
y lo delineaste con tus manos
entre el barro y la sangre.
Ante el silencio de Santa Teresa, la poeta –que
escribe: “Armarse de valor / desarma a los canallas”– dibuja la sociedad de su
país y se dirige a Dios, su voz es la de las víctimas, coro de torrente que le
reclama por los desaparecidos, los asesinos que ocupan territorios, las muertas
de los desiertos del norte, los “largamente empobrecidos”.
Silvia Tomasa elude con donaire la denuncia
panfletaria y acredita la pericia de su versificación. Aquí unos detalles de
estas virtudes: “Yo amo a mi país / mas su fea realidad / saca lo peor de mí”.
O: “Todavía hace algún tiempo / el Señor se paseaba / por los litorales de
México, / eso fue antes del incendio / en el mercado de Veracruz, / donde nunca
se dio la cifra exacta de los muertos. / ‘No soy bombero’, / dijo la máxima
autoridad, / cuando fue requerida”. O este último ejemplo: “Por favor, que
alguien descifre / el mensaje divino/ aunque sea adentro/ de una botella, / en
un charco de sangre / o protegido en su casa / viendo la televisión”.
La forma de decir, la originalidad y la sencillez
del estilo de Silvia Tomasa Rivera se emparentan con las líneas trazadas por la
propia santa en su escritura y en la tradición poética de México (López
Velarde, cuya voz reverbera en los versos de la veracruzana). Desde sus
anteriores libros, la autora de En el huerto de Dios continúa
conservando el poder de sus facultades de siempre, resonancias que aún vibran
en su interior: una singular capacidad para la concreción, la dicción de sus
ancestros en versos contundentes e intensos como golpes de martillo y el trazo
preciso de escenarios naturales y urbanos que recuerdan micro universos de
tarjeta postal. Pero al final advertimos algo nuevo: el duelo a muerte entre
una tensión a punto del desbordamiento y el resistir el golpe, ha dado origen a
una resignación más bien forzada, aquella que ofrece no poca resistencia: “No
puedo seguir / como si nada / hubiera sucedido / manteniendo en exilio / mi
odio silencioso. // Voy a volver / a mi agujero / en el corazón de la montaña.
/ A la ciudad proscrita”. Es bueno saberlo: el yo poético se declara vencido
mas no derrotado.
Muero por decirlo: En el huerto de Dios
constituye un logro excepcional de la construcción biográfica mediante los
recursos de la poesía. Tanto lo creo que hubiera preferido que su autora no
incluyera en el volumen otro de sus célebres poemarios: Como las uvas
(Boca de Jaguar, 2004); no sólo porque se contraponen, sino porque dan la
triste impresión de una pareja bebiendo del amargo cáliz del desamor bajo un
mismo techo. No así, Silvia Tomasa Rivera, con el poemario que da título al
libro, nos dice que ha asimilado más que bien otra lección, la de su maestro y
guía espiritual, el padre Ignacio Larrañaga, de quien integra de manera
oportuna y discreta algunos de sus aforismos a los versos. Y para
corresponderle, Larrañaga le recuerda a Silvia Tomasa, desde El sentido de
la vida, que “todo es tan efímero como el rocío de la mañana. Nada
permanece, todo pasa. ¿Para qué angustiarse?”. ♦
En el huerto de Dios de Silvia Tomasa Rivera, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey,
2014, 201 pp.
Por Nina Crangle