A primera vista, nadie puede distinguir la fachada de Antojitos
Peregrina del resto de las casas esparcidas a lo largo de la avenida Justino
Sarmiento. Con un solo piso, apenas enrejada la entrada del garaje y sin
letrero alguno, para ubicar el establecimiento durante el día hay que asomarse
entre los barrotes y escudriñar el interior hasta hallar el montón de sillas
dispuestas en pilar, la sartén gigante o la plancha de las quesadillas y
gorditas rellenas de chicharrón. Y aun así, quien no lo conozca de antemano,
jamás sospecharía que aquel local de antojitos extiende sus dominios en el
inusual extrarradio de la periferia urbana, la noche y la vasta heterogeneidad
urbana que requiere sus servicios a esas horas: operadores de televisión,
músicos, bailarines, meseros y narcotraficantes.
Antojitos Peregrina apareció durante el cambio de
partido en el gobierno. La salida de Zedillo y la entrada de Fox marcó una
historia de transición paralela cuyo final, sin embargo, después de quince
años, dista radicalmente de la fortuna culinaria que representa la existencia
de este lugar. Peregrina, la dueña, a quien he de llamar así a falta de la
certeza sobre su nombre verdadero, pertenece a una estirpe de cocineras
tradicionales del estado de Puebla. Su abuela, doña Coti, cultivó una sólida
reputación local durante la década de los setenta vendiendo gorditas negras de
frijol, tamales, champurrado y varios tipos de atole en todos los barrios de
Xalapa. Diez años más tarde, ya dominada la base de sus recetas, Peregrina
aventuró un pequeño local en el mercado Rendón, el cual llevó a sus últimas
consecuencias transformándolo en un centro de experimentación de los saberes
culinarios heredados.
—Uy, no, todavía me acuerdo, yo fui la que inventó
las picadas gigantes de La Rotonda –me cuenta Peregrina mientras dibuja con sus
manos la circunferencia de una picada imaginaria–. Al principio eran sólo cinco
productos, chicharrón, chorizo, papa, lomo y pierna; pero como luego se me
llenó de gente, me puse a inventar otros guisados. Llegué a tener 30. Ese local
fue el primero al que le puse Antojitos Peregrina.
No tardaría en posicionarse como el sitio
emblemático de la gastronomía urbana de Xalapa. Para mediados de los ochenta,
ya se había esparcido por toda la región el rumor de que en un mercado de la
ciudad existía un sitio donde podías encontrar picadas tan grandes que, con una
sola, comían dos personas hasta sentirse satisfechas. Eran grandes, baratas,
abundantes y sabían bien, no había mejor promesa para la economía de un país
que ya auguraba los desastres económicos que finalmente llegaron en 1988 y
1994. Gracias a eso, la clientela de Peregrina tuvo un crecimiento constante,
lo que significó un mayor ingreso en las arcas económicas. En medio de aquella
prosperidad inusitada, tuvo un hijo al que heredaría aquel local ya en el siglo
XXI.
—Pues me pasé para acá porque le dejé el local a mi
hijo. Lo que pasa es que, ya sabe usted, ahora sí que “metió las cuatro patas”,
y como no estudió, había que encontrar la forma de ayudarle a mantener a su
familia.
Fue así como llegó a la esquina de Justino
Sarmiento y la Calle 3, al garaje de una modesta casa donde seguramente
habitan. Ahí reinició el trabajo desde cero, reutilizó las viejas recetas de la
abuela y registró el nombre de Antojitos Peregrina ante hacienda, aunque nunca
colgó ningún letrero. No obstante, la fortuna de su fama atrajo rápidamente a
los clientes que la solían buscar en el mercado Rendón. Todo parecía indicar
que repetiría con la misma eficacia la fórmula con la que alcanzó la fama a
principios de los ochenta; sin embargo, la transformación del país pareció
traer consigo también un cambio en los gustos de sus clientes. O, peor todavía,
una transformación en la sensibilidad con la que sus clientes se reflejaban en
torno a las cosas que adquirían.
—Yo quería vender de nuevo las gorditas negras, las
de mi abuela, ¿pero va usted a creer que ya no me las quería comprar la gente?
–dice doña Peregrina mientras frunce la boca en un claro gesto de desazón–. Me
decían que si tenían tierra ¿o qué?, que no, que ellos mejor querían gorditas
blancas. Lo mismo me pasó con los frijoles. Yo le ponía su hojita de aguacate y
la gente me decía que con eso no les gustaba. Ahora nomás los doy sazonados,
pero sin hoja. Hasta para eso eran racistas.
En el vaivén de los ajustes a los que se vio
obligada a someterse, poco a poco se fue desdibujando el perfil de sus antiguos
clientes para ceder el paso a los nuevos. Lejos quedaban ya los obreros y
oficinistas que acudían durante la mañana y el mediodía a surtirse de una
picada gigante de pierna en el Rendón. La fauna de comensales se enfrentó a una
selección natural basada, ante todo, en la liquidez nocturna para pagar las
artes de Peregrina.
—¿Por qué no tiene precio su menú?
—Mira, mijo, luego viene la gente que no los
conoce, que no sabe qué tan servidos están, y me preguntan ¿cuánto cuesta esto?
Y yo les digo tanto. Y entonces se van.
—O sea que no los pone para no espantar a la
clientela –le digo mientras hago cálculos mentales de lo que tendría que pagar
yo por las empanadas de huitlacoche que le acababa de pedir.
Tal vez la notable diferencia de costos, así como
la amplia variedad de ellos, determinó la clase de gente que llegaba a su
local. Podían dividirse en dos tipos: trabajadores nocturnos que en ese momento
disponían, por los servicios prestados, de suficiente efectivo para cenar
holgadamente, y gente que gana lo suficiente todo el tiempo como para
permitirse comprar tres empanadas de camarón de 25 pesos o una picada grande de
lomo de 160.
—Aquí venía mucha gente y cerrábamos hasta las seis
de la mañana, pero ya ahorita nada más hasta las dos, por la inseguridad.
—¿Les han intentado cobrar derecho de piso?
—No, alabado sea el señor. De hecho, aquí llegaron
muchos malos pero nos trataban muy bien. Ni se notaba que eran malos, siempre
muy amables. Nomás sabíamos que sí eran porque traían camionetas de lujo y
dejaban muy buena propina. Hace tiempo venían unos muchachos, jovencitos, y
siempre platicaban y se sentaban ahí. Y ya después los dejamos de ver. Hasta
que un día nos encontramos a otro señor que también trabaja ahí, y nos dijo que
los habían matado a todos en un operativo. Así nos ha pasado con varios, pero
la verdad nosotros no nos metemos, ¿para qué? Si vienen y pagan y te tratan bien,
ni modo que los miremos feo cuando lleguen.
—¿Cuál es el platillo más caro que tienen?
—La picada grande de camarón. Cuesta 320 pesos.
Doña Peregrina me mira desde el otro lado de su
plancha con sus ojos diminutos, su tez clara y sus 150 centímetros de
humanidad. Me mira como calculando la magnitud de la impresión que su respuesta
ha generado en mí. ¿Quién compra una picada de 320? ¿Será para cumpleaños?
¿Entre cuántos se come uno algo que cueste y pese eso? ¿De dónde saca tanto
camarón? Parece que intenta leerme la mente mientras sonríe y guarda las
últimas gorditas que le encargo para llevar.
—Esas eran las que luego ellos me pedían –me
explica mirando a lo lejos las luces de una patrulla que se acerca–. Pero ya no
se vende igual, porque ya se murieron todos. ♦
Por Diego Salas