Moisés Sánchez se convirtió en el periodista
número once en ser asesinado en Veracruz durante el sexenio de Javier Duarte.
El presente reportaje sitúa al humilde reportero asesinado salvajemente y la
indolencia de las autoridades veracruzanas para enfrentar este problema que
sitúa ya a Veracruz como un foco rojo de violencia y crimen en el mundo.
Gregorio Jiménez, Regina Martínez Pérez, Víctor Manuel Báez Chino, Esteban Rodríguez, Yolanda
Ordaz, Miguel Ángel López Velasco, Agustina Solano, Misael López Solano,
Irasema Becerra, Guillermo Luna Varela, Gabriel Huge Córdova, Noel López
Olguín. Nombres borrados. Vidas cortadas. Voces acalladas. Más allá de la
anécdota, más allá de los números y de las estadísticas, en México el deseo de
informar y denunciar se enfrenta a una realidad, cruel y sangrienta. Una
realidad donde el oficio de periodista, siamés indispensable de toda democracia
y gusano molestón de las dictaduras disfrazadas, flirtea con la muerte. Según
Reporteros Sin Fronteras, México es el segundo país más peligroso del mundo
para el periodismo. En la última década más de 80 periodistas fueron
asesinados: más de 30 de esos crímenes ocurrieron de 2010 a la fecha. Una
tercera parte de estos fueron perpetrados en Veracruz. Esos datos convierten
este estado en el menos seguro del país para los trabajadores del periodismo.
Aún más expuestos, quienes cubren temas delicados como las organizaciones
criminales o la corrupción.
Como gran parte de los corresponsales y columnistas de periódicos
locales de Veracruz, Moisés Sánchez Cerezo estaba, potencialmente, en peligro.
Director y editor del semanario La
Unión, una publicación
comunitaria y gratuita, con un tiraje apenas de 1500 ejemplares, Sánchez Cerezo
informaba sobre la vida de Medellín de Bravo, el incremento de los problemas de
inseguridad y los pequeños arreglos del gobierno local. Su secuestro ocurrió el
2 de enero pasado. Según las declaraciones de su hijo Jorge, nueve hombres armados
irrumpieron en su humilde casa ubicada en el municipio de Medellín de Bravo,
Veracruz, y se lo llevaron en una camioneta, junto con su laptop, su cámara
fotográfica y su celular. De acuerdo a información difundida por la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP), Sánchez Cerezo había sido amenazado en varias
ocasiones durante 2014 por parte de algunas personas, entre las cuales se
encontraba el presidente municipal de Medellín, el panista Omar Cruz Reyes.
Desde la desaparición del periodista, su familia acusa al alcalde de ser
responsable del secuestro: tres días antes, durante una reunión, Omar Cruz
Reyes amenazó con dar un susto al reportero porque no le parecían sus
publicaciones.
Periodista-activista
El sábado 3 de enero, un día después de la desaparición forzada de
Moisés Sánchez, el gobernador de Veracruz convocó a una rueda de prensa. Frente
a las preguntas de los medios sobre el secuestro del reportero, Duarte de Ochoa
le negó a Moisés la profesión: “No es reportero. Es conductor de taxi y
activista social.” Es cierto, Moisés Sánchez era taxista. También tenía un
pequeño negocio. Con su salario y sudor, cada semana, sacaba a la luz su propio
periódico, La Unión. No estudió periodismo en una gran universidad.
No se movía dentro de los círculos del poder en los pasillos de la información
estatal. Ni ganaba dinero con su publicación. Pero hacía lo que hacen los
buenos periodistas: observaba, dudaba, investigaba, ponía en evidencia. Como
millones de reporteros en el mundo, Moisés Sánchez Cerezo trataba, día a día,
de pedirle cuentas a su sociedad. De “cuestionar las verdades oficiales”, como
lo decía el periodista argentino Tomás Eloy Martínez.
Definiendo a Moisés como activista social y negándole el papel de
periodista, Duarte abrió, seguramente sin querer, el debate sobre las
mutaciones de la naturaleza del periodismo, cada vez más cerca del activismo.
El papel del periodista no es decirles a los lectores lo que tienen que pensar,
sino contarles lo que necesitan saber para constituirse su propia opinión. En
las escuelas de Europa enseñan que la objetividad no existe y que el periodista
tiene que buscar una cierta forma de subjetividad honesta, tratando de no
dejarse influir por fuerzas políticas, económicas o ideológicas. Al final, todo
acto de periodismo es un activismo porque toda elección periodística implica
hipótesis subjetivas, ya que el humano percibe el mundo a través de su
subjetividad. Más allá de esas consideraciones generales, está naciendo desde
hace unos años una nueva categoría de periodismo: el “perioactivismo.” Una
respuesta sistemática en las sociedades donde la prensa tradicional no juega el
papel de contra-poder que tendría que jugar. Esos nuevos periodistas-activistas
tuvieron por ejemplo una función clave en la Primavera Árabe y lo tienen ahora
en varios lugares de América.
En México, ese novoperiodismo surgió en respuesta a la falta de
exigencia deontológica de publicaciones nacionales o locales,
noticieros de televisión o de radio que se contentan de pegar palabras o
imágenes sin contextualizar, o, peor, de desinformar. Frente a ese vacío,
muchos periodistas mexicanos no tuvieron otra opción que convertirse en
activistas, endureciendo su discurso y análisis crítico de la realidad, jalados
por la urgencia de denunciar injusticias, desigualdad y corrupción. Como
veracruzano, ciudadano y observador de prensa, Moisés tenía derecho de piso y
se encargaba de señalar los disfuncionamientos de su entorno, documentando. Eso
es el drama del periodista, periodista en su tierra: no puede abandonar la
realidad porque esa realidad es la suya. Al contrario del corresponsal en el
extranjero que puede, aunque sea muy difícil por cuestiones morales, regresar a
su hotel al final del día, cerrar su laptop, tomarse un whisky y pasar a otra
cosa.
Dudar de la justicia
Negarle a Moisés el oficio de periodista fue también una jugada para
maquillar las cifras, meterle un carpetazo al caso y engordar los rangos de la
impunidad. Según el último Índice de Impunidad publicado en 2014 por el Comité
para la Protección de los Periodistas (CPJ), México es séptimo en la lista de
los países donde los ataques contra comunicadores quedan impunes. Y eso que
desde febrero de 2006 existe la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos
contra la Libertad de Expresión (FEADLE), y que desde 2012 el Senado de la
República aprobó una reforma constitucional que da a las autoridades federales
la obligación de atraer bajo su jurisdicción los delitos contra el ejercicio
del periodismo. Esta reforma ha permitido la fundación del Mecanismo para la
Protección de Periodistas y de defensores de los derechos humanos. El caso
de Moisés Sánchez Cerezo fue atraído por
la FEADLE casi un mes después del secuestro, lo que llevó a dos investigaciones
(federal y local) que crearon dudas e informaciones contradictorias. Esas
investigaciones condujeron al arresto de Noé Martínez, quien afirmó haber
matado al periodista por orden del escolta y chofer del alcalde de Medellín,
Omar Cruz Reyes. Al día siguiente, encontraron el cuerpo de Moisés Sánchez Cerezo. Dudando de las pruebas
aportadas por la Procuraduría General de Justicia de Veracruz, los familiares y
los representantes legales requirieron otra identificación del cuerpo. Los
análisis de ADN resultaron positivos. Este anuncio desató reacciones en oleada
en las redes sociales donde usuarios rechazaron la versión dada por la PGJ,
“inventada para apaciguar a las familias de los desaparecidos y exterminados”.
Poner en duda las respuestas oficiales se volvió frecuente, sobre todo
en un estado como Veracruz donde la impunidad es endémica. Asesinatos de
periodistas, desapariciones de ciudadanos comunes y corrientes, fosas
clandestinas llenas de cuerpos anónimos. En Veracruz, la imposibilidad por
parte de las autoridades de dar a conocer la verdad –o la voluntad de
ocultarla– sobre esos atropellos atroces al ser humano, sean ciudadanos
mexicanos o migrantes centroamericanos, da aún más vida y credibilidad al
trabajo de los periodistas-activistas. ♦
Por Patricio Vergasola