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El Aleph de la Libertad |
1.
Un amigo que no
conocía la ciudad y que vuelve de un viaje reciente a ella, me dice: “Qué cosa
Xalapa, ¿no? Tiene cierto encanto, con sus restos de arquitectura colonial y
con su folclor, pero qué terribles la lluvia y las colinas empinadísimas. No sé
cómo viviste allí tanto tiempo”, remata. Pienso en otra cosa que he pensado
desde hace algún rato: que son esas colinas empinadísimas de concreto las que
la convierten en una de las mejores ciudades para caminar por las que he
paseado; que es justamente esa lluvia abundantísima y esos perennes nublados
los que fomentan el ánimo introspectivo, esencial para desarrollar el
pensamiento, la contemplación activa —si el oxímoron es tolerable— del mundo
que habitamos.
2.
Otra
anécdota: pensaba maquillar, para este texto, una crónica sobre una librería de
viejo a la que fui una sola vez. No recuerdo su nombre y le pregunto a alguien
—xalapeña de nacimiento: yo, que lo soy por adopción, ignoro muchos de los
secretos de familia— y se la describo: me quedaba muy lejos, le digo; recuerdo
que está a un lado de una cantina ruidosísima, que en la misma calle hay un
instituto de belleza, que tiene tres secciones y que llegué a ella después de
subir una colina casi vertical, empinada incluso para el promedio xalapeño.
Perdón por la vaguedad, remato, y ella contesta: “N’ambre, no hay vaguedad: iba
prácticamente todos los días a esa librería cuando estudiaba: se llama El Aleph
y está en la calle Libertad.” Es cierto: ese es precisamente el lugar al que
fui aquella vez, mientras vagaba con alguien que recién llegaba a la ciudad.
Nunca volví: me quedaba lejos, la pendiente me parecía penosa y tenía otras
varias buenas librerías de viejo más cercanas a casa. Pero la distinción entre
“sólo fui una vez” e “iba prácticamente todos los días” me recuerda algo
escolar pero que a menudo olvidamos: que no hay sólo una ciudad, que Xalapas
hay muchas, tantas como la gente que las habita —y también hay Jalapas,
lo que colabora a multiplicar, desde la escritura misma, el número de ciudades—
y que, como escribió Umberto Eco, “no puedo mover un dedo sin crear una
infinidad de nuevos entes”.
3.
Ya por
último y para no aburrir a mi improbable lector: considere ambas anécdotas como
una cordial invitación a soltar el pie y dejarse llevar por las calles de esta
ciudad. Yo, que ahora vivo lejos y que no puedo caminarla tan a menudo como
quisiera, la extraño con abundancia; usted, que (idealmente) está leyendo esto
en alguna de sus calles —en alguno de sus cafés o de sus librerías o de sus
bancas públicas—, reconsidere pasear por su ciudad como una forma de
apropiársela: hágala suya, ejerza el dominio del paso calmo, imponga su
condición de peatón frente al voraz avance del automóvil. Conozca su ciudad a
través del paseo crónico y, de esa forma, vuélvala menos salvaje, menos ajena,
más propia, más íntima. ♦
Por Luis Reséndiz