Tony Judt, crítico de los intelectuales progresistas |
A consecuencia del resultado de una esclerosis
lateral amiotrófica falleció, el 6 de agosto de 2010, el historiador Tony Judt.[1] El presente texto,
en traducción de Luis Enrique Rodriguez Villalvazo, es el primero de una serie
de ensayos y relatos que escribió a lo largo de los últimos siete meses de su
vida para el New York Review of Books; en él describe la frustración de
vivir atrapado en su propio cuerpo y las estrategias mentales que utilizaba
para sobreponerse a esa situación. Nigth fue publicado originalmente en The
Observer el sábado 9 de enero de 2010 y en The New York Review of Books
el 14 de enero del mismo año).
Sufro
de un desorden neuromotor, en mi caso es una variante de
esclerosis lateral amiotrófica (ELA)[2]
conocida también como enfermedad de Lou Geherig. Los padecimientos neuromotores
no son raros: el mal de Parkinson, la esclerosis múltiple y una variedad de
enfermedades menores, todas ellas reunidas bajo la misma denominación. El rasgo
distintivo de la ELA –la menos común de la familia de las enfermedades
neuromusculares– es en primer lugar que no hay pérdida de sensibilidad, y en segundo (una rara bendición), no produce
dolor. Al contrario de la mayoría de otras enfermedades serias y mortales, en
la ELA se puede contemplar libremente, y con el mínimo de molestias, el
progreso catastrófico del deterioro personal.
En efecto, la ELA constituye un paulatino
encarcelamiento en la propia corporalidad, y la posibilidad de salir libre bajo
palabra se va difuminando lentamente. Primero pierdes el uso de un dedo o
dos, después es un brazo, y de manera casi inevitable, los cuatro miembros se
paralizan. Los músculos del tronco comienzan a entorpecerse, y los problemas en
el aparato digestivo aparecen con la consecuente amenaza para la vida; de esta
forma la respiración se vuelve difícil y, al final, es literalmente imposible
hacerlo sin la ayuda de aparatos. En las variantes más extremas de la
enfermedad, asociada a disfunciones de las motoneuronas superiores (el resto
del cuerpo es manejado por las llamadas motoneuronas inferiores), tragar,
hablar y eventualmente controlar la mandíbula y la cabeza, no es posible. Yo no
presento (todavía) esos síntomas, o de otra forma no podría haber dictado este
texto.
Mi condición es de creciente deterioro, ya estoy
cuadraplégico. Haciendo un extraordinario esfuerzo apenas puedo mover mi mano
derecha un poco, y recorrer el brazo izquierdo unas seis pulgadas hacia el
pecho. Mis piernas, que quisiera poderlas mantener cerradas y lo suficientemente
estiradas para permitirle al enfermero cambiarme de una silla a otra, no pueden
sostener mi peso y sólo una de ellas posee movimiento autónomo. De esta forma,
cuando piernas o brazos se quedan en una determinada posición, así permanecen
hasta que alguien cambia su colocación por mí. Lo mismo sucede con el torso y,
en consecuencia, el dolor de la espalda por permanecer en una misma postura y
la presión generan una irritación crónica. Teniendo inutilizados los brazos, no
puedo rascarme, ajustar mis anteojos, remover comida de entre mis dientes o
cualquier otra cosa –como pueden observar si lo piensan un momento– que hacemos
docenas de veces al día. Y tal y como lo decía con anterioridad, soy absoluta y
completamente dependiente de la ayuda de los demás.
Durante el día, al menos puedo solicitar que
alguien me rasque la espalda, me ajuste la posición del cuerpo, me acerque algo
de beber o simplemente que se convierta en un remplazo gratuito de mis miembros
atrofiados –pero forzado a permanecer inmóvil durante horas, es no sólo
físicamente incómodo, sino psicológicamente intolerable–. No es como si se
perdiera el deseo de estirarse, doblarse, ponerse de pie o acostarse, o correr
o realizar cualquier ejercicio. Pero cuando se siente la necesidad de moverse,
no hay nada –absolutamente nada– que pueda hacer, excepto buscar algún
sustituto mínimo o cualquier cosa que ayude a suprimir ese reflejo de la
memoria muscular.
Lo malo es cuando llega la noche. Retraso la hora
de acostarme hasta el último momento posible, tratando de que sea compatible
con la necesidad de sueño de mi enfermero. Una vez que he sido preparado para
que me trasladen a la cama, soy llevado en la silla de ruedas donde he pasado
las últimas dieciocho horas. No sin dificultad (a pesar de que ha disminuido mi
estatura, peso y volumen, sigo siendo básicamente peso muerto, que, aun para un
hombre fuerte, resulta difícil de manipular), soy colocado en la cama, de
manera que permanezca erguido, en un ángulo de unos 110°, recargado en una
pared de toallas dobladas y almohadas, mi pierna izquierda en particular
permanece volteada hacia afuera, como si ensayara una postura de ballet
clásico, para compensar su progresiva propensión de irse hacia adentro. Este
proceso requiere una concentración considerable. Si dejo que uno de mis
miembros se encuentre fuera de su lugar, o si fallo en tener mi cuerpo
debidamente alineado, diafragma, piernas y cabeza, más tarde sufriré una agonía
terrible en el transcurso de la noche.
Posteriormente soy arropado, mis manos las colocan
fuera de la manta para darme al menos la ilusión de aparente movilidad, aunque
también las abriguen –como en el resto de mi cuerpo– tengo una sensación
permanente de frío. Me ofrecen rascarme por última ocasión antes de dormir, en
cualquiera de la docena de ronchas que me han salido por la irritación desde la
cabeza hasta los dedos del pie; el Bipap (respirador artificial) es ajustado en
mi nariz para asegurar que no se resbale durante la noche, a tal nivel de
estrechez que resulta incómodo por necesidad; me retiran los lentes… y sin
mentir permanezco así, maniatado, miope y prácticamente embalsamando como una
momia de nuestros días, solo en mi prisión corporal, paso el resto de mis
noches acompañado únicamente por mis pensamientos.
Desde luego, de requerir ayuda me la
proporcionarían. Ya que no puedo mover ni un músculo, salvo mi cuello y la
cabeza, mi dispositivo de comunicación es el intercomunicador de un bebé
colocado en la cabecera, mismo que está permanentemente abierto de forma que, a
un simple llamado mío, llegue la ayuda necesaria.
En la etapa temprana de mi enfermedad la tentación
de pedir ayuda era casi irresistible: en cada músculo sentía la necesidad de
movimiento, en cada pulgada de piel sentía comezón, mi vejiga encontró modos
misteriosos de rellenarse por la noche y así requerir del alivio, y en general
sentía una necesidad desesperada por ver algo de luz, la compañía y las
comodidades simples de las relaciones humanas. Por ahora, sin embargo, he
aprendido a renunciar a ello la mayor parte de la noche, recurriendo a mis
pensamientos como consuelo.
Esto último, aunque esté mal que lo diga sobre mí
mismo, no es una empresa fácil. Simplemente pregúntese cómo se mueve
regularmente por la noche, y no me refiero a cambiar de posición totalmente
(como por ejemplo ir al baño, aunque también eso), sino a la forma en que
cambia de posición una mano, un pie; la frecuencia con que se rasca uno ciertas
partes del cuerpo antes de quedar dormido; el modo en que busca acomodarse en
la cama hasta encontrar la postura adecuada. Imagínese durante un momento que
le han obligado, en cambio, a estar absolutamente inmóvil sobre su espalda –en
ningún caso es la mejor posición para dormir, pero es la única que puedo
tolerar– durante siete horas continuas y obligado a encontrar formas de hacer
más tolerable ese calvario, no sólo por una noche, sino para el resto de su
vida.
Mi solución ha sido hacer un inventario de mi vida,
mis pensamientos, mis fantasías, mis memorias, mis olvidos y cosas por el
estilo, hasta que logro encontrar situaciones, personas o sucesos que me
permitan desviar mi atención del cuerpo que me mantiene constreñido. Estos
ejercicios mentales tienen que ser lo bastante interesantes como para mantener
mi atención y que no pierda la concentración por la comezón intolerable en el
oído o en la parte baja de la espalda; sin embargo, deben ser también lo
bastante aburridos y predecibles para que constituyan el preludio confiable y
un buen estímulo para dormir. Me tomó algún tiempo identificar este proceso
como una alternativa factible para combatir el insomnio y la incomodidad
física, sin embargo no resulta infalible.
De vez en cuando, no obstante, me asombra, cuando
reflexiono al respecto, en lo fácil que parezco pasar, noche tras noche, semana
tras semana, mes tras mes, lo que antes era casi un tormento diario
insoportable. Me despierto exactamente en la misma posición, estado de ánimo y
de desesperación con el cual me fui a la cama, que, dadas las circunstancias,
debería considerarlo un logro importante.
Esta existencia parecida a la de una cucaracha
nocturna se va volviendo paulatinamente intolerable, no obstante que algunas
noches sea posible manejarla. “la cucaracha” es desde luego una alusión a La
metamorfosis de Kafka, en la cual el protagonista se despierta una mañana
para descubrir que se ha convertido en un insecto. El punto central de la
historia es tanto la respuesta e incomprensión de su familia y la descripción
de sus propias sensaciones, y lo difícil que resulta resistirse a pensar que aún
el amigo más comprensivo o los propios parientes no pueden llegar a comprender
el sentimiento de desolación y aislamiento que esta enfermedad impone sobre sus
víctimas. La sensación de desamparo es humillante, aunque sea una crisis
pasajera. ¿Pueden imaginar o recuerdan cuándo se han caído o en cualquier otra
circunstancias en la que han requerido ayuda física de extraños? Imaginen ahora
la respuesta mental al saberse particularmente imposibilitado ante esta forma
rara de sojuzgamiento que es la ELA, una cadena perpetua (se habla alegremente
de la pena de muerte en este contexto, pero en estas condiciones en realidad
sería un alivio).
¡Con el amanecer llega algún alivio! Si algo se
puede decir sobre la travesía solitaria durante la noche es que la perspectiva
de ser transferido a una silla de ruedas, donde habré de permanecer el resto
del día, debe levantarme el ánimo. Tener algo que hacer, en mi caso actividades
puramente cerebrales y verbales, es un atenuante que debe valorarse –pues de
manera casi literal es la única forma en que tengo oportunidad de comunicarme
con el mundo exterior y lo hago a través de las palabras, palabras a menudo de
enojo, de ira reprimida por la frustración y la inanición física.
El mejor modo de sobrevivir a la noche sería tratando
de que transcurriera como el día. Si yo pudiera encontrar a alguien que no
tuviera nada mejor que hacer que hablar conmigo toda la noche acerca de temas
lo suficientemente divertidos como para mantenernos despiertos, lo buscaría.
Pero uno debe estar siempre consciente, en esta enfermedad, de las necesidades
normales de la otra gente: su necesidad de ejercicio, de diversión y sueño. Y
así, mis noches son someramente parecidas a las de la otra gente. Me preparo
para ir a la cama; me acuesto; me levanto (o mejor dicho, me levantan). Sin
embargo, lo que pasa entre esas horas es, como la propia enfermedad,
incomunicable.
Supongo que debería estar al menos medianamente
satisfech, al saber que he encontrado dentro de mí el mecanismo de
supervivencia, algo que las personas normales sólo pueden entender cuando leen
acerca de desastres naturales o acerca de sobrevivientes en las celdas de
aislamiento. Y debo reconocer que esta enfermedad tiene sus puntos buenos:
gracias a mi incapacidad de tomar apuntes o prepararlos, mi memoria, de por sí
bastante buena, ha mejorado considerablemente, sobre todo con la ayuda de
técnicas adaptadas de El palacio de la memoria,[3]
que de forma enigmática describe Jonathan Spence. Pero la recompensa es
relativamente fugaz. No existe posibilidad de salvación cuando se está
confinado a un traje de hierro, frío e implacable.
Es probable que para quienes no dependan de ello,
crean que exagero en cuanto a lo placentero que puede resultar para mí estos
ejercicios mentales. Lo mismo puede decirse de las buenas intenciones de
quienes me alientan a encontrar compensaciones físicas para mi insuficiencia
motriz. Mentir es inútil. La pérdida es la pérdida y no se gana nada poniéndole
a las cosas un nombre agradable. Mis noches son interesantes gracias a mis
recuerdos. ♦
Traducción de Luis Enrique Rodríguez Villalvazo
[1] Tony Judt (Londres, 2 de enero de 1948-Nueva York, 6 de agosto de 2010). Historiador, escritor y profesor británico; especialista en la historia de Europa, su obra
más famosa (en vida publicó nueve libros), editada en 2005, es Posguerra.
Una historia de Europa desde 1945, crónica del continente en los años
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, donde Judt afirma que la cooperación
de los países europeos en los 30 años posteriores a la caída de Adolf Hitler da
muestra de que el pacifismo y el multilateralismo pueden engendrar una
estabilidad y una prosperidad duraderas. De origen judío, fue profesor de la
Universidad de Nueva York desde 1987, donde fundó y dirigió el Erich Maria
Remarque Institute. Colaborador de The New York Review of Books, en
donde hizo público su cambio de ideas sobre el conflicto árabe-israelí, pues en
2003 proclamó que Israel era un “anacronismo” y pidió la creación de un estado
binacional repartido entre árabes y judíos, lo cual le valió severas críticas
del sionismo.
[2] Es el mismo desorden que presenta el físico
Stephen Hawking. La esclerosis lateral amiotrófica es una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular por la cual las motoneuronas disminuyen gradualmente su funcionamiento y
mueren, provocando una parálisis muscular progresiva (de pronóstico mortal, pues en
sus etapas avanzadas los pacientes sufren parálisis total) que se acompaña de
una exaltación de los reflejos tendinosos (resultado de la pérdida de los
controles musculares inhibitorios).
[3] El palacio de la memoria de Matteo
Ricci de Jonathan Spence. Biografía del jesuita italiano Matteo Ricci,
misionero en China durante la segunda mitad del siglo XVI. Ricci, como
mecanismo para ganar adeptos a la religión católica y demostrar la superioridad
del pensamiento occidental, se valió de los palacios de la memoria, construcciones
mnemotécnicas que en Europa causaban furor en ese momento, y que intentó
aprovechar en una sociedad en la que la capacidad memorística era altamente
valorada. Con base en el trabajo del propio jesuita, Spence realiza el relato
biográfico a partir de cuatro imágenes mnemotécnicas creadas por el misionero,
cuatro imágenes derivadas de episodios de la Biblia, incluidas por Ricci en un
libro sobre el arte de la memoria que escribió en chino y distribuyó entre las
élites intelectuales.
Por Tony Judt