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El dandy de la calle |
De
Roberto Artl, autor de El juguete rabioso, la editorial argentina
Adriana Hidalgo publicó el año pasado Aguafuertes cariocas, un conjunto
de crónicas sobre su estancia en Río de Janeiro en la década de los treinta.
Artl –dice Toriz– expresa “un punto de vista personalísimo que
permite conocer no sólo la vida taciturna de Río por oposición a una Buenos
Aires llena de teatros, librerías y cinematógrafos que ya despuntaba como una
ciudad cosmopolita”.
Nada puede compararse con el
corazón de un hombre que ha sido vencido por el fulgor de las ciudades. A
semejanza del adicto, que se enamora de una silueta, cierta gradación de la luz
o del rostro de una desconocida, sabe que su alma y temple se encuentran
destinados a errar sin asideros en pos de la dosis de perplejidad enajenante
que sólo prodiga el contacto con la urbe. Para el habitante de las ciudades,
cada encuentro con la calle es la posibilidad latente de un encuentro decisivo.
El argentino
Roberto Artl (1900-1942), raro espécimen en donde convergen con naturalidad la
calle con el callo, fue uno de los primeros escritores latinoamericanos en
hacer de la ciudad un personaje central de sus cuentos y novelas, pero con
seguridad su adicción nunca es tan clara como en sus míticas Aguafuertes
porteñas, instantáneas citadinas que escribiría en el periódico El Mundo
desde 1928 hasta un día antes de su muerte.
No
corresponde ahora explorar la figura de este artista proletario que desempeñó,
con eficiencia y sin romanticismo, los más dispares oficios –mecánico,
periodista, obrero, pintor de brocha gorda, soldador, hojalatero y trabajador
portuario– y que tuvo, por si fuera poco, una fuerte vocación por la invención
artesanal. Artl, hombre de otro tiempo, ideó una tintorería para perros,
pergeñó una extraña sustancia para metalizar las rosas y tuvo el conocimiento
necesario sobre gases tóxicos para acabar con la población de una ciudad.
Empero, empleó la fortaleza de su ingenio en tratar de manufacturar unas medias
para mujer que no se corrieran, cosa que consiguió a costa de diseñar una
suerte de polainas parecidas a las botas de un bombero.
Para Onetti,
la popularidad de las aguafuertes de Artl radicaba en que atendían al “hombre
común, el pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el
oficinista, el dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y
descreídos que podían leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones
pálidas, adivinadas y dichas en su lenguaje de todos los días”, razón por la
que el inventor de alquimias y ficciones gozó de aceptación por parte del gran
público, a diferencia de los salones literarios y la élite cultural de la época
–representada por el barrio de Florida– que nunca le perdonó su origen ni su
sintaxis, de ahí que fuera un hecho consensuado y aceptado su “mala escritura”.
Para quienes
vivimos en permanente estado de fascinación y fastidio con respecto a las
ciudades, el hecho de que se publiquen unas crónicas inéditas en libro sobre
sus impresiones de Río de Janeiro es motivo de celebración alcohólica. Y es que
Artl, que no se detiene en la descripción de paisajes sutiles, expresa en cada
una de sus crónicas un punto de vista personalísimo que permite conocer no sólo
la vida taciturna del Río de los años treinta por oposición a una Buenos Aires
llena de teatros, librerías y cinematógrafos que ya despuntaba como una ciudad
cosmopolita, sino acercarse a la perspectiva de un escritor autodidacta y
poderoso enfrentado por primera vez al extranjero.
Virginal en
tanto viajero, sus primeras impresiones destilan candidez y alegría por haberse
sacado la lotería, él, que todo su vida ha trabajado poniendo el cuerpo, “¿qué
trabajo maldito no habré hecho yo?... ¡conocer y escribir sobre la vida y gente
rara de las repúblicas del norte de Sudamérica!… pienso hablarles a ustedes de
la vida en las playas cariocas; de las muchachas que hablan un español
estupendo y un portugués musical”. Su fascinación todavía le durará algunos
días, cuando aún no dé crédito de la realidad en la que se encuentra: “Respeto
para el hombre, para la humanidad que lleva el hombre en sí. Es lo que
encuentro en Río… Aquí no hay ladrones. ¿Se dan cuenta? No hay
cuenteros. No hay estafadores. No hay crímenes. No hay sucesos misteriosos. No
hay pequeros. No hay tratantes de blancas. No hay la mejor policía del mundo.
¿Qué hago en esta ciudad tranquila, honesta y confiada?”. Esa misma perplejidad
ante lo distinto lo hará tomar conciencia de uno de los rasgos esenciales de
sus paisanos, “no hay sujeto más aburrido ni más agresivo que el porteño.
Nuestra gente anda por la calle como si deseara tener camorra con alguien. Y es
cierto. Está en un permanente estado de agresividad contenida. Tranvías,
trenes, ómnibus, la jeta de todos es la misma”.
A la vuelta de los días,
sus juicios irán mutando, enfrentándolo a la realidad de una ciudad provinciana
con una historia muy distinta a la de los bajos mundos porteños, donde el
tango, la cocaína, las prostitutas y la vida nocturna ocupan el lugar de privilegio:
“esta gente es como las gallinas, cena de seis a siete de la tarde, luego da
tres vueltas castas alrededor de la manzana y a la cama… Busco inútilmente una
definición de Río de Janeiro ciudad. Porque Río es ciudad, no hay vuelta; pero
una ciudad de provincia con una triste paz en sus calles muertas por el
domingo”.
Artl no se guarda ninguna
impresión y le participa a su editor y sus lectores que en Río no hay nada para
nadie, puesto que se trata de una sociedad abocada al trabajo que no sabe
divertirse, lo que le ocasiona una profunda nostalgia por su tierra: “es
necesario convencerse: Buenos Aires es único en América del Sud. Único”.
Aunque en este punto Artl
ya no tolera lo que vive, sería injusto acusarlo de un porteñismo pacato,
puesto que todo el tiempo realiza análisis comparativos, los únicos que pueden
hacerse cuando uno sale por primera vez de casa: “¿librerías? Media docena.
¿Centros socialistas? No existen. Comunistas, menos. ¿Bibliotecas de barrio? Ni
soñarlas. ¿Teatros? No funciona sino uno de variedades y un casino.” A estas
alturas, su desesperación es absoluta, y aunque molesto y desencantado, no
pierde un filón crítico que ayuda a pensar, en términos latinoamericanos, la
principal diferencia de Argentina con respecto de otros países de América
Latina en la primera mitad del siglo XX: su cacareada clase media. “El obrero
de Río de Janeiro trabaja, come y duerme. Mezcla de blanco y negro, analfabeto
en su mayoría, ignora el comunismo, el socialismo, el cooperativismo. Ustedes
recordarán que en más de una nota yo hacía chistes respecto a nuestras
bibliotecas de barrio y de nuestra superficialísima cultura. Ahora me doy
cuenta que es preferible cien mil veces una cultura superficialísima a no tener
ninguna”.
No hay vuelta de hoja.
Artl, el obrero devenido escritor, ha tocado una fibra sensible. Más adelante,
al enterarse de que en pleno abril de 1930 están celebrando los 42 años de la
abolición de la esclavitud, su reacción, con absoluta justeza, es un escándalo:
“todavía no me he resuelto a reportear a un ex esclavo. No sé. Me da una
sensación de terror entrar al País del Miedo y del Castigo. Lo que me han
contado me parecen historias de novelas… Prefiero creer que lo que escribió de
Alencar, temblando de indignación, es una historia sucedida en un país de
fantasía. Creo que es mejor”.
Artl abandonará el país
intempestivamente, lo que le impedirá redondear una despedida mejor dibujada de
sus impresiones cariocas. No obstante, esta valiosísima antología –preparada y
prologada por Gustavo Pacheco– permite conocer a uno de los primeros paseantes
latinoamericanos, flâneur en toda la extensión de la palabra, que supo
construir una imagen de una ciudad maravillosa, distinta a esa otra ciudad
alucinada y caótica que lo formó y lo vio nacer: el puerto de Buenos Aires. ♦
Por Rafael Toriz