El enigma de la vida


Publicado porJosé Homero el 2:58 p.m.

Una rosa es una rosa
Nada más terminar El Gran Hotel Budapest, parece confirmado que fue la narrativa de Stefan Zweig, poblada de personajes afiebrados por el acto de vivir, el desamor y los falsos consuelos, la que ayudó a Wes Anderson (1969) a liberarse del culto al bobo y la estética del feliz hecho fortuito. Porque abandonarse al hecho de la vida es un modo inusual de meditación, pero una manera al fin. El escritor vienés lo hizo dar un paso al frente. Perito del humor negro, la ironía finísima y la explotación del absurdo cotidiano, el director originario de Texas decanta su estilística para aterrizar en una modalidad de la picaresca posmoderna. Devoto de la épica de la adolescencia y sus hallazgos –Rushmore (1998) o Moonrise Kingdom (2012)–, y de cómo la banalidad de vida americana también puede ser una vía hacia el autoconocimiento, El Gran Hotel es una apuesta por la ficción pura, contada con velocidad narrativa y giros imprevisibles de la trama.

Sus películas repelen o llaman al culto inmediato. El aliento pop es inconfundible, lo mismo que el estallido de color en la pantalla. Es una apuesta entre el cine de auteur, en su sentido clásico, y la película capaz de recaudar millones de dólares. El espectador sale convencido de que presenció una inflexión. La sátira es la constante, y las prácticas del mundo moderno, el objetivo predilecto. Una filmografía que puede ser atestiguada desde una perspectiva onírica o moralista, decadente o renovada, ambigua o exquisita. No hay vacilación en los personajes, aun con su errar a lo largo de la historia, y la explicación de cierre es un camino de regreso. La familia –o su ausencia– es el centro gravitacional en donde recarga batería la fugacidad del hecho humano. The royal Tenenbaums (2001) o The Darjeeling Limited (2007) recuerdan cuánto nos (de)forma el nido familiar.

No parecía fácil sostener una carrera cinematográfica a partir de la épica del nerd y sus vericuetos. Anderson emprende un oportuno viraje. Transforma el rostro inexpresivo de quien no entiende nada, para trasladarlo a la parodia género negro, el relato de aventuras, la trama de enredos y la mirada retrospectiva de un pasado que aún transcurre. Su fascinación por la India le da oportunidad para un comparativo de nuestras prácticas alrededor de las ceremonias del vacío. Puede que nunca hayamos estado tan lejos de la auténtica espiritualidad. El chai latte que vende Starbucks es el único mantra al alcance. Y por eso se compra repetidamente: es el eterno retorno. La perplejidad adquiere forma cinematográfica y en sus películas se responden preguntas que no se habían formulado y se dejan al vuelo las punzantes por intermitentes. Cine epifánico que no se resuelve más que en la mirada irónica de sus cautivos. Ante la imposibilidad de disolver el enigma queda la carcajada, que sube al cielo y estalla, a la manera de fuegos artificiales.

Con ecos de Woody Allen y Todd Solondz, la novela gráfica y el cine de aventuras, Anderson revolotea con entusiasmo alrededor de una vida llevada al límite de la timidez. Con esto realiza una fotografía generacional de la desesperanza y la sonrisa del consumo. Se agotaron las ideas germinales sobre un posible mundo mejor, pues amanecemos huérfanos de un sistema ideológico que nos abrigue. Zizek y Vattimo tienen las manos vacías. Hay desconfianza hasta del pragmatismo, si es que no puede descargarse en una app vistosa que pueda “compartirse” y haga todo por nosotros con un deslice de dedos. Al final, El Gran Hotel trenza generaciones en la pasión por el hecho narrado, y en la celebración por la ausencia de un proyecto hacia el frente más allá de la pantalla.

El Gran Hotel Budapest de Wes Anderson. Actuaciones de Ralph Fiennes, Saoirse Ronan, Tilda Swinton, Bill Murray y Edward Norton. Estados Unidos, 2014. Duración: 100 minutos.





Por Luis Bugarini






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