Visiones de José Emilio Pachecho


Publicado porJosé Homero el 1:24 p.m.

José Emilio Pacheco, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo
Amigos entrañables, Juan Vicente Melo y José Emilio Pacheco cultivaron una amistad que se remonta a la infancia, en el puerto de Veracruz, punto del primer encuentro de los futuros escritores cuyas trayectorias literarias corrieron en líneas paralelas que se hallaron en más de una ocasión. Como muestra de ello y a manera de ejemplo, reproducimos, gracias a los buenos oficios de Juan Javier Mora-Rivera, los siguientes textos del narrador veracruzano sobre dos libros fundamentales en la bibliografía del poeta Pacheco y uno más para celebrar su medio siglo de vida.  


Un libro de amor: Los elementos de la noche

En la colección Poesía y Ensayo que dirige Jaime García Terrés para la Imprenta Universitaria, José Emilio Pacheco reúne, con el título de Los elementos de la noche, poemas escritos entre 1958 y 1962, la mayor parte de los cuales se hallaban dispersos en varias publicaciones y sujetos, por tanto, a la suerte imprevisible que corren nuestras revistas y suplementos literarios. (Con criterio antológico que no olvidaba las condiciones tipográficas, la revista Nivel recogió –número 28, 25 de abril de 1961– algunos, excelentes poemas de Pacheco acompañados de unas estimulantes frases de Rosario Castellanos. En esta ocasión, la muestra era suficiente para conocer a Pacheco, para seguir sus pasos y poder adivinar o suponer el sitio que ya ocupa en el panorama actual de nuestra literatura. Sin embargo, Los elementos de la noche tendrá que ser, obligadamente, la publicación que señale el paso primero, la piedra inicial de la trayectoria poética de este muy joven escritor, cuya precocidad no ha dejado nunca de provocar envidia).
El nombre de José Emilio Pacheco no es, desde luego, extraño al público y a la crítica que frecuentan la literatura mexicana. Por el contrario: se le tiene por un escritor de prestigio. Dueño de una riqueza verbal y de un oficio sorprendentes, Pacheco incursiona, desde hace mucho tiempo y con una asiduidad digna de imitación, por la poesía, la crónica literaria, el cuento. Una sección en la Revista de la Universidad de México (“Simpatías y diferencias”), ocasionales notas sobre textos y autores lo califican como infatigable lector, poseedor de una cultura literaria vasta y sólida, herencia adquirida del repetido trato con la obra de Alfonso Reyes, autor a quien admira casi tanto como a Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Cierto es que en esas páginas sueltas impera la información y el riesgo crítico se halla subordinado a la reconstrucción de hechos y fechas, al recuerdo o a la cita textual de numerosas lecturas. Pareja a esta actividad, Pacheco ha cultivado el cuento, la prosa poética, esa abstracción que se ha dado en llamar, por definición, el “texto”: en 1958, y bajo el amparo de los “Cuadernos del Unicornio” que una vez animó Juan José Arreola, apareció La sangre de Medusa, título de ficción que agrupaba dos “textos” clara e irremediablemente influidos por la fascinación de Jorge Luis Borges, quien no ha dejado de señalar su presencia en los siguientes ensayos de Pacheco. Recibidos siempre con más simpatías que diferencias, estos trabajos (crónica, cuento) dominaron en algún tiempo toda la atención de su autor y hasta postergaron su experiencia poética, renglón vital y, a mi juicio, terreno propicio que siempre le ha permitido expresarse plenamente por representar un acceso al encuentro consigo mismo, a su propio descubrimiento.
Estimo que, ante todo y sobre todo, José Emilio Pacheco es un poeta. Un excelente poeta. Lo prueba repetidamente el libro que hoy publica con extremo rigor y autocrítica severa: la selección de poemas traduce exactamente su intención y nos revela algo (o mucho) más de lo que esos mismos (y otros) poemas ofrecían aisladamente. En ellos se encuentran, desde luego, el espléndido dominio del lenguaje, la sorprendente facilidad con que se domina a las palabras, la sumisión que éstas muestran al unirse entre sí, al acompañarse, al convertirse en ritmo fluido, musical, muy puro, en todo momento justo. Pero esta condición de la poesía de José Emilio Pacheco, siempre a un paso de la retórica y siempre libre de ella, al igual que la luminosa perfección formal, mantenía ocultos un romanticismo y una pasión que la lectura fragmentaria no dejaba suponer. Ahora, reunidos, esos poemas son ya otra cosa: se complementan al mismo tiempo que se constituyen en sistema cerrado, en un todo, en intercambio de señales, en preguntas y respuestas. Se desvanece el hielo que presidía la habilidad de su construcción; aparece, con pudor, una pasión secreta que es sinónimo de nostalgia, conciencia del desastre, silencio.
Los elementos de la noche es un libro de amor, el recuento de los actos, las sensaciones, las consecuencias de un amor que se ha convertido en la terminación del mundo. Por una parte, la conciencia, la certidumbre del desastre (Mientras avanza, el día se devora / y sus ruinas se esparcen sobre un reino asolado… Pero tu nombre llega lacio y gastado como una promisión que no se cumple… El sol se desvincula y ya no late y es un clamor desértico… Los mundos atraviesan la sorpresiva fecha, / y dejan como estela, como ruinosa huella, / los instintos del polvo). Por otra, la añoranza del tiempo primero, del origen de todas las cosas, la búsqueda del linaje (Todo lo que has perdido, concluyeron, es tuyo / Es tu sola heredad, tu recuerdo, tu nombre… En lo alto del día / eres aquel que vuelve / a borrar de la tierra la oquedad de su paso… La edad de piedra petrifica el misterio. Y la ceniza, oh tierra, siente nostalgia del incendio…) El amor –o sea el tiempo, el paraíso también perdido– buscará refugio y consuelo en el “silencioso estruendo del olvido”, en el “acre sabor de lo que muere y lo que comienza”, en el símbolo de una infancia demolida como el castillo de arena edificado en la playa cuando el poeta tenía nueve años, pero también en el rostro nocturno de las cosas (Se apaga el ruido: áspera la noche / ya vulnera mi voz, arrasando sus símbolos), en la fidelidad última al desastre (Porque hoy el día amaneció de cobre / y era su advenimiento / la multitud del término.) Sin embargo, y pese a que repetidas veces se afirme que es “inútil el lamento, inútil la esperanza, el desterrado adjetivo del viento”, la causa –objeto del amor, o sea de la pérdida del paraíso, del fin del mundo, de la abolición del tiempo– se mantiene viva, cierta, soledad que desea ser compartida (Mas tú, señora, creces sobre ese largo acotamiento, / sobre el filo desnudo de ese acontecer que nos llega de lejos… Alguien que no eres tú / vive esa vida / para que tú la vivas).
Los elementos de la noche es un libro definitivo para su autor y para la literatura mexicana. El libro más hermoso que ha dado nuestra joven poesía. Uno de los más importantes que se han escrito en los últimos años. No nos preocupamos por relatar exhaustivamente las influencias, las voces que en él se encuentran: a esa ingrata e inútil tarea preferimos la de ocupar nuestra oreja con la voz con que el autor nos habla. No nos preocupemos amenazando, exigiendo a José Emilio Pacheco la superación en libros futuros: a ese afán inquisidor preferimos la decisión de acompañar al poeta en su peregrinaje sobre la tierra, a participar de la resurrección de las cosas y del nombre que otorga a lo que había muerto.
La poesía y la fidelidad del deterioro: El reposo del fuego
En 1958, y bajo los auspicios de Juan José Arreola, apareció, en la colección Cuadernos del Unicornio, el primer título de José Emilio Pacheco: La sangre de Medusa. El autor contaba, entonces, con asombrosos y envidiables diecinueve años de edad. Ahora, a punto de cumplir los 27 publica El reposo del fuego (Fondo de Cultura Económica, colección Letras Mexicanas), libro definitivo para el autor y para la joven poesía mexicana. Entre uno y otro Pacheco –lector infatigable– se dedicó a escribir cuentos, otros poemas, artículos, y múltiples, generalmente anónimas secciones en las que se reflejaban, claramente, una cultura asombrosa producto de eso que, un crítico, llamaba “desmedido olor a biblioteca”.
Otros dos libros aparecen en ese lapso (en el que impera una feroz autocrítica): El viento distante (ficción) y Los elementos de la noche (libro de poemas que compendia, además, algunas de las excelentes traducciones de John Donne, Baudelaire, Rimbaud y Quasimodo), José Emilio Pacheco es, ante todo y sobre todo, un poeta, un excelente poeta, El viento distante (que ha corrido buena fortuna, no sólo porque dos de los cuentos en él incluidos han sido llevados al cine por Salomón Laiter y Manuel Michel) nos revelaba a un poeta obsesionado por la prosa. Desde luego, se advertía en ese libro –como en otros “textos” dispersos en varias revistas– una de las más sobresalientes cualidades de este autor, el espléndido dominio del lenguaje, la sorprendente facilidad con que domina las palabras, la perfección formal de la estructura. Preferimos, sin embargo, Los elementos de la noche, ese libro de poemas que ya anunciaban –sería más justo decir: subrayaban– al gran poeta que es, hoy, con El reposo del fuego.
Libro de amor, recuerdo de las sensaciones y consecuencias de un amor que se ha convertido en la terminación del mundo –como una vez atrevidamente afirmamos– Los elementos de la noche señalaba una temática que en El reposo del fuego se advierte con toda claridad obsesivamente casi como un leiv motiv que no puede desaparecer porque es el factor determinante del poema, de ese poema cerrado que constituye todo el libro. Desastre, deterioro, “el febril desdibujo de la muerte”, en un continuo e incesante “devorar” todo lo existente, la añoranza del tiempo perdido, la búsqueda del linaje, “el silencioso estruendo del olvido” y –ante todo– la fidelidad a la certidumbre de esa demolición, a “la secreta eficacia con que el polvo devora el interior de los objetos”, aparecían como palabras, temas, circuitos cerrados, insistencias, en Los elementos de la noche y son también, entre otros, nuevos, los que presiden El reposo del fuego. Sólo que la belleza formal –siempre espléndida– se despoja de una cierta frialdad que antes dominaba y era demasiado fácil no advertir (tal vez porque Pacheco, insistimos, dominaba el lenguaje como pocos escritores de habla española); las influencias (o preferencias (si se quiere) han sido superadas, convertidas en voz propia –la de Borges, para no ir más lejos; no así la de Octavio Paz que muchos se afanan por achacarle y que este libro no encontramos por ninguna parte–; la contradictoria ambigüedad que siempre presidía sus anteriores poemas –muerte, vida, afirmación, negación, alto, siga, útil, inútil, amor, desamor, nacimiento, desastre– se revela y se rebela más acremente, más “corrosivamente” como afirmara Juan García Ponce a propósito de El reposo del fuego.
Estas líneas no pretendían ser una nota crítica. Había pensado en una entrevista o, si se quiere, en una plática (venciendo el temor de “compartir” con ilustres personajes dedicados a este ilustre género). Así, el lector encontraría el exacto sentido de la poesía de Pacheco, eso que García Ponce, nosotros y todos los lectores esperamos en el sentido que tiene el oficio de escribir, la necesidad de escribir, la fatalidad de escribir (como es el caso del autor de El reposo del fuego). Pero José Emilio Pacheco, huidizo, con una modestia que transcurre entre la autenticidad y la falsa alarma, se negó amablemente a este tipo de cosas en este tipo de ficciones. No podemos, sin embargo, dejar que pase inadvertida la importancia de El reposo del fuego, un libro excelente, hermoso, cerrado, doloroso, terriblemente afirmativo en su constante negación. Ya en Los elementos de la noche había preguntado, si “todo nos fue dado / como tributo o dualidad del polvo”. Hoy, en El reposo del fuego, el polvo pasa a ser llama que todo lo consume, en cuyo dolor encontramos que si “el tiempo es polvo; sólo la tierra da su fruto amargo, / el feroz remolino que suspende / cuanto el hombre erigió / quedan las flores y su orgullo de círculo / tan necias que intentan renacer, / darse el aroma / y nuevamente en piedra revestirse”, o sea el “otro que lleva a solas todo el dolor del mundo, todo el miedo”. Entre Los elementos de la noche y El reposo del fuego se halla todo el dolor de afirmarse en la negación como impera una madurez que descarta el fácil cartabón de situar a Pacheco entre los más deslumbrantes poetas formales. Poesía escrita desde dentro, poesía comunicable El reposo del fuego marca una trayectoria clara, lógica y –por tanto, aunque parezca inaudito– contradictoria, en un escritor que todavía tiene muchas y más cosas que decirnos.
Poema vivo El reposo del fuego es un libro que muchos quisieran haber escrito como pregunta y respuesta. Al menos quien tartamudea estas torpes líneas.
Cincuenta años de JEP
A José Emilio Pacheco, en sus primeros cincuenta años de vida.
Como todos los seres dizque humanos, los poetas también celebran sus cumpleaños: algunos cincuenta años, otras setenta y cinco u ochenta y cinco, los más se ufanan en que recuerde el primer centenario de su nacimiento. Nadie escapa a ese ritual, llámese (entre los mexicanos) José Emilio Pacheco, Octavio Paz, Luis Cardoza y Aragón (que nació en Guatemala pero como si hubiera honrado todavía más a nuestro país naciendo en algún sitio de México), Alfonso Reyes… Cierto es que, por razones políticas o meramente temporales, esas recordaciones muchas veces olvidan un carácter estrictamente literario o, si se quiere, hasta anecdótico para incurrir en el mero compromiso. En reciente artículo, Gustavo García señalaba esas celebraciones oficiales como forma de una “cultura globera y pirotécnica”. Indicaba, entre otros, el caso de Ramón López Velarde, “quizá el poeta más importante de nuestro siglo en muchísimos sentidos”, cuyo centenario de nacimiento (el pasado año) coincidió con el cambio presidencial, crisis, oposiciones y menesteres varios que mantuvieron esa fecha en “saludable discreción, en la reedición de excelentes investigaciones, a las que se agregaron alguna nueva”. Le fue bien a López Velarde –asienta García–, “si comparamos aquel año de Ramón López Velarde que inventó Luis Echeverría y que afligió al poeta con una película dizque biográfica, Vals sin fin, que figura en las listas del oprobio”.
Gustavo García nos permite disfrutar del banquete que representa el centenario natal de Alfonso Reyes (Don para los amigos) que se efectúa en este 1989 que tantas sequías ha ocasionado (con otras calamidades como temblores, incendios, ciclones y cicloncitos, abejas africanas, inconformidades salariales, deuda externa, fraudes electorales por todas las provincias que en la ex Nueva España han sido, visitas continentales y ultramarinas, etcétera): ahí están, afirma con razón, los abundantes tomos de sus obras completas “esperando lectores”: ahí están “sus frases convertidas en lugar común radiofónico” (“La región más transparente del aire”). Y nosotros nos atreveríamos a añadir las cancelaciones de timbres –o estampillas·postales–, programas televisivos dignos de Octavio Paz, cápsulas radiofónicas, cursos, conferencias, premios que abarcan todos los géneros “literarios” habidos y por haber, mesas redondas, espectáculos teatrales… Mas afirma Gustavo García en ese artículo:
Ahora ya no sólo hay nuevo presidente sino todo un ejército de intelectuales incorporados a la nómina oficial por las vías tradicionales o por el engendro del régimen, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y ¡ay! de aquel que no festeje a Don Alfonso.

Ojalá que ese “compromiso”, esa “obligatoriedad” no entorpezca la celebración de los primeros cincuenta años de vida del poeta José Emilio Pacheco, gracias a cuya obra podemos ufanarnos de estar vivos y, por tanto, de seguir escribiendo. La sangre de Medusa, El viento distante, Morirás lejos, El reposo del fuego, Los elementos de la noche, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Fin de siglo, Irás y no volverás, Islas a la deriva, Tarde o temprano, Los trabajos del mar, El principio del placer, Las batallas en el desierto, tanto títulos más incluyendo la Antología del Modernismo, la edición de El otoño recorre las islas de José Carlos Becerra, el diario de Federico Gamboa, las traducciones-adaptaciones del Diccionario de ideas de Massimo Bontempelli, El cerco de Numancia de Miguel de Cervantes, la Epístola: in carcere et vinculis (De Profundis) de Oscar Wilde, los trabajos con Mario y el hipnotizador, Lluvia, El doble, Los viajes de Gulliver, sin olvidar Un tranvía llamado deseo, muchas páginas de Salvador Novo, las Historias naturales de Jules Renard, su intervención en Poesía en movimiento, los guiones cinematográficos y un ejemplarmente envidiable periodismo literario (“Simpatías y diferencias”, “Calendario”, “El minutero”, “Inventario”) y en estos días Ciudad de la memoria consiguen que renazca el amor.
El cumpleaños de José Emilio Pacheco no deja de ser fiesta para todos (por lo menos para mí.)

Por Juan Vicente Melo

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