José Emilio Pacheco, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo |
Amigos entrañables, Juan Vicente Melo y José Emilio Pacheco
cultivaron una amistad que se remonta a la infancia, en el puerto de Veracruz,
punto del primer encuentro de los futuros escritores cuyas trayectorias
literarias corrieron en líneas paralelas que se hallaron en más de una ocasión.
Como muestra de ello y a manera de ejemplo, reproducimos, gracias a los buenos
oficios de Juan Javier Mora-Rivera, los siguientes textos del narrador
veracruzano sobre dos libros fundamentales en la bibliografía del poeta Pacheco
y uno más para celebrar su medio siglo de vida.
Un
libro de amor: Los elementos de la noche
En la colección Poesía y Ensayo que dirige Jaime García Terrés para la
Imprenta Universitaria, José Emilio Pacheco reúne, con el título de Los
elementos de la noche, poemas escritos entre 1958 y 1962, la mayor parte de
los cuales se hallaban dispersos en varias publicaciones y sujetos, por tanto,
a la suerte imprevisible que corren nuestras revistas y suplementos literarios.
(Con criterio antológico que no olvidaba las condiciones tipográficas, la
revista Nivel recogió –número 28, 25 de abril de 1961– algunos,
excelentes poemas de Pacheco acompañados de unas estimulantes frases de Rosario
Castellanos. En esta ocasión, la muestra era suficiente para conocer a Pacheco,
para seguir sus pasos y poder adivinar o suponer el sitio que ya ocupa en el
panorama actual de nuestra literatura. Sin embargo, Los elementos de la
noche tendrá que ser, obligadamente, la publicación que señale el paso
primero, la piedra inicial de la trayectoria poética de este muy joven
escritor, cuya precocidad no ha dejado nunca de provocar envidia).
El nombre de
José Emilio Pacheco no es, desde luego, extraño al público y a la crítica que
frecuentan la literatura mexicana. Por el contrario: se le tiene por un
escritor de prestigio. Dueño de una riqueza verbal y de un oficio
sorprendentes, Pacheco incursiona, desde hace mucho tiempo y con una asiduidad
digna de imitación, por la poesía, la crónica literaria, el cuento. Una sección
en la Revista de la Universidad de México (“Simpatías y diferencias”),
ocasionales notas sobre textos y autores lo califican como infatigable lector,
poseedor de una cultura literaria vasta y sólida, herencia adquirida del
repetido trato con la obra de Alfonso Reyes, autor a quien admira casi tanto
como a Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Cierto es que en esas páginas sueltas
impera la información y el riesgo crítico se halla subordinado a la
reconstrucción de hechos y fechas, al recuerdo o a la cita textual de numerosas
lecturas. Pareja a esta actividad, Pacheco ha cultivado el cuento, la prosa
poética, esa abstracción que se ha dado en llamar, por definición, el “texto”:
en 1958, y bajo el amparo de los “Cuadernos del Unicornio” que una vez animó
Juan José Arreola, apareció La sangre de Medusa, título de ficción que
agrupaba dos “textos” clara e irremediablemente influidos por la fascinación de
Jorge Luis Borges, quien no ha dejado de señalar su presencia en los siguientes
ensayos de Pacheco. Recibidos siempre con más simpatías que diferencias, estos
trabajos (crónica, cuento) dominaron en algún tiempo toda la atención de su
autor y hasta postergaron su experiencia poética, renglón vital y, a mi juicio,
terreno propicio que siempre le ha permitido expresarse plenamente por
representar un acceso al encuentro consigo mismo, a su propio descubrimiento.
Estimo que, ante
todo y sobre todo, José Emilio Pacheco es un poeta. Un excelente poeta. Lo
prueba repetidamente el libro que hoy publica con extremo rigor y autocrítica
severa: la selección de poemas traduce exactamente su intención y nos revela
algo (o mucho) más de lo que esos mismos (y otros) poemas ofrecían
aisladamente. En ellos se encuentran, desde luego, el espléndido dominio del
lenguaje, la sorprendente facilidad con que se domina a las palabras, la
sumisión que éstas muestran al unirse entre sí, al acompañarse, al convertirse en
ritmo fluido, musical, muy puro, en todo momento justo. Pero esta condición de
la poesía de José Emilio Pacheco, siempre a un paso de la retórica y siempre
libre de ella, al igual que la luminosa perfección formal, mantenía ocultos un
romanticismo y una pasión que la lectura fragmentaria no dejaba suponer. Ahora,
reunidos, esos poemas son ya otra cosa: se complementan al mismo tiempo que se
constituyen en sistema cerrado, en un todo, en intercambio de señales, en
preguntas y respuestas. Se desvanece el hielo que presidía la habilidad de su
construcción; aparece, con pudor, una pasión secreta que es sinónimo de
nostalgia, conciencia del desastre, silencio.
Los elementos de
la noche es un libro de amor, el recuento de los actos, las
sensaciones, las consecuencias de un amor que se ha convertido en la
terminación del mundo. Por una parte, la conciencia, la certidumbre del
desastre (Mientras avanza, el día se devora / y sus ruinas se esparcen sobre un
reino asolado… Pero tu nombre llega lacio y gastado como una promisión que no
se cumple… El sol se desvincula y ya no late y es un clamor desértico… Los
mundos atraviesan la sorpresiva fecha, / y dejan como estela, como ruinosa
huella, / los instintos del polvo). Por otra, la añoranza del tiempo primero,
del origen de todas las cosas, la búsqueda del linaje (Todo lo que has perdido,
concluyeron, es tuyo / Es tu sola heredad, tu recuerdo, tu nombre… En lo alto
del día / eres aquel que vuelve / a borrar de la tierra la oquedad de su paso…
La edad de piedra petrifica el misterio. Y la ceniza, oh tierra, siente
nostalgia del incendio…) El amor –o sea el tiempo, el paraíso también perdido–
buscará refugio y consuelo en el “silencioso estruendo del olvido”, en el “acre
sabor de lo que muere y lo que comienza”, en el símbolo de una infancia
demolida como el castillo de arena edificado en la playa cuando el poeta tenía
nueve años, pero también en el rostro nocturno de las cosas (Se apaga el ruido:
áspera la noche / ya vulnera mi voz, arrasando sus símbolos), en la fidelidad última
al desastre (Porque hoy el día amaneció de cobre / y era su advenimiento / la
multitud del término.) Sin embargo, y pese a que repetidas veces se afirme que
es “inútil el lamento, inútil la esperanza, el desterrado adjetivo del viento”,
la causa –objeto del amor, o sea de la pérdida del paraíso, del fin del mundo,
de la abolición del tiempo– se mantiene viva, cierta, soledad que desea ser
compartida (Mas tú, señora, creces sobre ese largo acotamiento, / sobre el filo
desnudo de ese acontecer que nos llega de lejos… Alguien que no eres tú / vive
esa vida / para que tú la vivas).
Los elementos de
la noche es un libro definitivo para su autor y para la
literatura mexicana. El libro más hermoso que ha dado nuestra joven poesía. Uno
de los más importantes que se han escrito en los últimos años. No nos
preocupamos por relatar exhaustivamente las influencias, las voces que en él se
encuentran: a esa ingrata e inútil tarea preferimos la de ocupar nuestra oreja
con la voz con que el autor nos habla. No nos preocupemos amenazando, exigiendo
a José Emilio Pacheco la superación en libros futuros: a ese afán inquisidor
preferimos la decisión de acompañar al poeta en su peregrinaje sobre la tierra,
a participar de la resurrección de las cosas y del nombre que otorga a lo que
había muerto.
La
poesía y la fidelidad del deterioro: El
reposo del fuego
En 1958, y bajo
los auspicios de Juan José Arreola, apareció, en la colección Cuadernos del
Unicornio, el primer título de José Emilio Pacheco: La sangre de Medusa.
El autor contaba, entonces, con asombrosos y envidiables diecinueve años de
edad. Ahora, a punto de cumplir los 27 publica El reposo del fuego
(Fondo de Cultura Económica, colección Letras Mexicanas), libro definitivo para
el autor y para la joven poesía mexicana. Entre uno y otro Pacheco –lector
infatigable– se dedicó a escribir cuentos, otros poemas, artículos, y
múltiples, generalmente anónimas secciones en las que se reflejaban,
claramente, una cultura asombrosa producto de eso que, un crítico, llamaba
“desmedido olor a biblioteca”.
Otros dos libros
aparecen en ese lapso (en el que impera una feroz autocrítica): El viento
distante (ficción) y Los elementos de la noche (libro de poemas que
compendia, además, algunas de las excelentes traducciones de John Donne,
Baudelaire, Rimbaud y Quasimodo), José Emilio Pacheco es, ante todo y sobre
todo, un poeta, un excelente poeta, El viento distante (que ha corrido
buena fortuna, no sólo porque dos de los cuentos en él incluidos han sido
llevados al cine por Salomón Laiter y Manuel Michel) nos revelaba a un poeta
obsesionado por la prosa. Desde luego, se advertía en ese libro –como en otros
“textos” dispersos en varias revistas– una de las más sobresalientes cualidades
de este autor, el espléndido dominio del lenguaje, la sorprendente facilidad
con que domina las palabras, la perfección formal de la estructura. Preferimos,
sin embargo, Los elementos de la noche, ese libro de poemas que ya
anunciaban –sería más justo decir: subrayaban– al gran poeta que es, hoy, con El
reposo del fuego.
Libro de amor,
recuerdo de las sensaciones y consecuencias de un amor que se ha convertido en
la terminación del mundo –como una vez atrevidamente afirmamos– Los
elementos de la noche señalaba una temática que en El reposo del fuego
se advierte con toda claridad obsesivamente casi como un leiv motiv que
no puede desaparecer porque es el factor determinante del poema, de ese poema
cerrado que constituye todo el libro. Desastre, deterioro, “el febril desdibujo
de la muerte”, en un continuo e incesante “devorar” todo lo existente, la
añoranza del tiempo perdido, la búsqueda del linaje, “el silencioso estruendo
del olvido” y –ante todo– la fidelidad a la certidumbre de esa demolición, a
“la secreta eficacia con que el polvo devora el interior de los objetos”,
aparecían como palabras, temas, circuitos cerrados, insistencias, en Los
elementos de la noche y son también, entre otros, nuevos, los que presiden El
reposo del fuego. Sólo que la belleza formal –siempre espléndida– se
despoja de una cierta frialdad que antes dominaba y era demasiado fácil no
advertir (tal vez porque Pacheco, insistimos, dominaba el lenguaje como pocos
escritores de habla española); las influencias (o preferencias (si se quiere)
han sido superadas, convertidas en voz propia –la de Borges, para no ir más
lejos; no así la de Octavio Paz que muchos se afanan por achacarle y que este
libro no encontramos por ninguna parte–; la contradictoria ambigüedad que
siempre presidía sus anteriores poemas –muerte, vida, afirmación, negación,
alto, siga, útil, inútil, amor, desamor, nacimiento, desastre– se revela y se
rebela más acremente, más “corrosivamente” como afirmara Juan García Ponce a
propósito de El reposo del fuego.
Estas líneas no
pretendían ser una nota crítica. Había pensado en una entrevista o, si se
quiere, en una plática (venciendo el temor de “compartir” con ilustres
personajes dedicados a este ilustre género). Así, el lector encontraría el
exacto sentido de la poesía de Pacheco, eso que García Ponce, nosotros y todos
los lectores esperamos en el sentido que tiene el oficio de escribir, la
necesidad de escribir, la fatalidad de escribir (como es el caso del autor de El
reposo del fuego). Pero José Emilio Pacheco, huidizo, con una modestia que
transcurre entre la autenticidad y la falsa alarma, se negó amablemente a este
tipo de cosas en este tipo de ficciones. No podemos, sin embargo, dejar que
pase inadvertida la importancia de El reposo del fuego, un libro
excelente, hermoso, cerrado, doloroso, terriblemente afirmativo en su constante
negación. Ya en Los elementos de la noche había preguntado, si “todo nos
fue dado / como tributo o dualidad del polvo”. Hoy, en El reposo del fuego,
el polvo pasa a ser llama que todo lo consume, en cuyo dolor encontramos que si
“el tiempo es polvo; sólo la tierra da su fruto amargo, / el feroz remolino que
suspende / cuanto el hombre erigió / quedan las flores y su orgullo de círculo
/ tan necias que intentan renacer, / darse el aroma / y nuevamente en piedra
revestirse”, o sea el “otro que lleva a solas todo el dolor del mundo, todo el
miedo”. Entre Los elementos de la noche y El reposo del fuego se
halla todo el dolor de afirmarse en la negación como impera una madurez que
descarta el fácil cartabón de situar a Pacheco entre los más deslumbrantes
poetas formales. Poesía escrita desde dentro, poesía comunicable El reposo
del fuego marca una trayectoria clara, lógica y –por tanto, aunque parezca
inaudito– contradictoria, en un escritor que todavía tiene muchas y más cosas
que decirnos.
Poema vivo El
reposo del fuego es un libro que muchos quisieran haber escrito como
pregunta y respuesta. Al menos quien tartamudea estas torpes líneas.
Cincuenta
años de JEP
A
José Emilio Pacheco, en sus primeros cincuenta años de vida.
Como todos los
seres dizque humanos, los poetas también celebran sus cumpleaños: algunos cincuenta
años, otras setenta y cinco u ochenta y cinco, los más se ufanan en que
recuerde el primer centenario de su nacimiento. Nadie escapa a ese ritual,
llámese (entre los mexicanos) José Emilio Pacheco, Octavio Paz, Luis Cardoza y
Aragón (que nació en Guatemala pero como si hubiera honrado todavía más a
nuestro país naciendo en algún sitio de México), Alfonso Reyes… Cierto es que,
por razones políticas o meramente temporales, esas recordaciones muchas veces
olvidan un carácter estrictamente literario o, si se quiere, hasta anecdótico
para incurrir en el mero compromiso. En reciente artículo, Gustavo García
señalaba esas celebraciones oficiales como forma de una “cultura globera y
pirotécnica”. Indicaba, entre otros, el caso de Ramón López Velarde, “quizá el
poeta más importante de nuestro siglo en muchísimos sentidos”, cuyo centenario
de nacimiento (el pasado año) coincidió con el cambio presidencial, crisis,
oposiciones y menesteres varios que mantuvieron esa fecha en “saludable
discreción, en la reedición de excelentes investigaciones, a las que se
agregaron alguna nueva”. Le fue bien a López Velarde –asienta García–, “si
comparamos aquel año de Ramón López Velarde que inventó Luis Echeverría y que
afligió al poeta con una película dizque biográfica, Vals sin fin, que
figura en las listas del oprobio”.
Gustavo García
nos permite disfrutar del banquete que representa el centenario natal de
Alfonso Reyes (Don para los amigos) que se efectúa en este 1989 que tantas
sequías ha ocasionado (con otras calamidades como temblores, incendios,
ciclones y cicloncitos, abejas africanas, inconformidades salariales, deuda
externa, fraudes electorales por todas las provincias que en la ex Nueva España
han sido, visitas continentales y ultramarinas, etcétera): ahí están, afirma
con razón, los abundantes tomos de sus obras completas “esperando lectores”:
ahí están “sus frases convertidas en lugar común radiofónico” (“La región más
transparente del aire”). Y nosotros nos atreveríamos a añadir las cancelaciones
de timbres –o estampillas·postales–, programas televisivos dignos de Octavio
Paz, cápsulas radiofónicas, cursos, conferencias, premios que abarcan todos los
géneros “literarios” habidos y por haber, mesas redondas, espectáculos
teatrales… Mas afirma Gustavo García en ese artículo:
Ahora ya no sólo
hay nuevo presidente sino todo un ejército de intelectuales incorporados a la
nómina oficial por las vías tradicionales o por el engendro del régimen, el
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y ¡ay! de aquel que no festeje a
Don Alfonso.
Ojalá que ese
“compromiso”, esa “obligatoriedad” no entorpezca la celebración de los primeros
cincuenta años de vida del poeta José Emilio Pacheco, gracias a cuya obra
podemos ufanarnos de estar vivos y, por tanto, de seguir escribiendo. La
sangre de Medusa, El viento distante, Morirás lejos, El reposo del
fuego, Los elementos de la noche, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Fin de
siglo, Irás y no volverás, Islas a la deriva, Tarde o temprano, Los trabajos
del mar, El principio del placer, Las batallas en el desierto, tanto
títulos más incluyendo la Antología del Modernismo, la edición de El
otoño recorre las islas de José Carlos Becerra, el diario de Federico
Gamboa, las traducciones-adaptaciones del Diccionario de ideas de
Massimo Bontempelli, El cerco de Numancia de Miguel de Cervantes, la Epístola:
in carcere et vinculis (De Profundis) de Oscar Wilde, los trabajos con Mario
y el hipnotizador, Lluvia, El doble, Los viajes de Gulliver, sin
olvidar Un tranvía llamado deseo, muchas páginas de Salvador Novo, las Historias
naturales de Jules Renard, su intervención en Poesía en movimiento, los
guiones cinematográficos y un ejemplarmente envidiable periodismo literario
(“Simpatías y diferencias”, “Calendario”, “El minutero”, “Inventario”) y en
estos días Ciudad de la memoria consiguen que renazca el amor.
El
cumpleaños de José Emilio Pacheco no deja de ser fiesta para todos (por lo
menos para mí.)♦
Por Juan Vicente Melo