Juan Gelman |
Sólo unos días de diferencia, del mes de enero, los separarían de la
muerte. Amigos entrañables, vecinos cercanos y lectores devotos uno del otro,
los poetas Juan Gelman (Buenos Aires, 1938) y José Emilio Pacheco (Ciudad de
México, 1939) hicieron de vida y poesía una vocación que va más allá de las
palabras. Omar Gasca se ocupa de ambas en estas líneas para trazar la
trascendencia de estos autores en el ámbito cultural de Hispanoamérica.
Pacheco lo dijo de Gelman;
ahora hay que decirlo sobre los dos: no volverán pero tampoco se irán nunca.
Dan ganas de decir cosas como ésta, de la Elegía primera de Miguel
Hernández a Federico García Lorca: “Muere un poeta y la creación se siente /
herida y moribunda en las entrañas. / Un cósmico temblor de escalofríos / mueve
temiblemente las montañas, / un resplandor de muerte la matriz de los ríos.”
Pero diciendo lo menos, lo mínimo, no podemos sino someternos a una clarísima
realidad: han muerto dos de los poetas más importantes de la segunda mitad del
siglo XX; personalidades modestas, generosas, sensibles y dueñas de una sinceridad
a toda prueba, rara virtud. De Gelman el mismo José Emilio Pacheco dijo que su
vida “… fue una lucha incesante contra el crimen de estado, la violencia, la
injusticia. También resultó una batalla con el lenguaje, combate que le
permitió hacer lo que nunca se había escrito ni se volverá a escribir. Su
existencia estremecida por todas las tempestades tuvo la recompensa de hallar
algo que ya casi no existe: un final feliz”.
Recordamos al Gelman de Violín y
otras cuestiones, En el juego en que andamos, Gotán, Los
poemas de Sidney West, Salarios del impío e Incompletamente,
entre otras obras; al Gelman de los premios Nacional de Poesía en
Argentina, Juan Rulfo, Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde, Reina
Sofía de Poesía y Cervantes; pero también al Juan Gelman padre de Marcelo y
suegro de Claudia, desaparecidos en 1976, él de 20 años, ella de 19 y con siete
meses de embarazo, hechos sobre el que en una carta a su nieto o nieta (no se
sabía entonces) el propio poeta argentino que se exilió en México escribiría:
“Han pasado 13 años desde que los militares dejaron el gobierno y nada se
sabe de tu madre. En cambio, en un tambor de grasa de 200 litros que los
militares rellenaron con cemento y arena y arrojaron al río San Fernando, se
encontraron los restos de tu padre…”
Macarena Gelman, la nieta, aparecería 23 años después en Montevideo,
Uruguay. Había nacido en un hospital
militar y luego fue entregada a un policía, que la registró como hija propia,
por supuesto sin el apellido que hoy ya lleva. “Sentado al borde de una silla desfondada”, /
–dirá Gelman en Mi Buenos Aires querido– “mareado, enfermo, casi vivo, /
escribo versos previamente llorados / por la ciudad donde nací. / Hay que
atraparlos, también aquí / nacieron hijos dulces míos / que entre tanto castigo
te endulzan bellamente. / Hay que aprender a resistir…”
El poeta, ensayista, traductor,
novelista, cuentista, periodista y profesor universitario José Emilio
Pacheco se fue algo después, no sin haber dado lugar, con su obra, al rumor en pasillos,
academias, tertulias y talleres de que se trataba del gran escritor de nuestro
país, y a ese respeto al que conducen con toda certeza aquellos que no buscan
el reflector y más bien lo eluden. “Un
escritor sin protagonismos”, llamó Monsiváis a este escritor que llegaría a
decir: “Son ustedes los que con su bondad han inventado mis libros a partir de
esas mitades que están en la página a la espera de ser concluidos por la
inteligencia y la imaginación de quien los lee.”
Recibió también varios premios:
Cervantes, Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, José Donoso, Octavio Paz,
Pablo Neruda, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes y José Asunción Silva, entre
algunos más. Tradujo a Wilde, Benjamin,
T. S. Eliot y Tenesse Williams, entre otros, pero son sin duda sus textos
poéticos, sus novelas y cuentos su obra más importante: Los elementos de la
noche, El reposo del fuego, No me preguntes cómo pasa el
tiempo, Irás y no volverás, Islas a la deriva, Desde entonces,
Los trabajos del mar, Miro la tierra…, sus libros de poemas; sus
novelas: Morirás lejos y Las batallas en el desierto, y
sus tres libros de cuentos: La sangre de Medusa, El viento
distante y El principio del placer. En efecto, recordamos su participación en
la historia de El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein, esa
película basada en hechos reales con fotografía de Alex Phililps y actuaciones
de Claudio Brook, Rita Macedo, Diana Bracho y María Rojo, así como el hecho de
ser considerado como uno de los más influyentes autores de la generación de los
Cincuenta o generación de Medio Siglo, entre otros junto a Juan García
Ponce, Sergio Galindo, Salvador Elizondo y Carlos Monsiváis, éste el gran
polígrafo, muerto en 2010, quien sobre Pacheco diría: “El clima prevaleciente
en la poesía de Pacheco, muy en especial a partir de No me preguntes cómo
pasa el tiempo, es el pesimismo que, en este caso, es una guía poética
(excluir del texto las apoyaturas del optimismo, rehusarse al brío autoritario)
y una alternativa profética. El presente ya contiene el porvenir, es su
cómplice directo, el que prepara las devastaciones y las catástrofes de los
descendientes.”
No se irán nunca, pero extrañaremos
a esa especie: escritores que además de un gran oficio tienen algo que decir,
algo propio, insólito, peculiar, lo que les asegura, sin buscarlo, no sólo un
puesto en la historia sino uno en el lector competente (Eco), en su capital
incorporado (Bordieu), es decir, en el plano de sus emociones y en sus
referentes intelectuales.
Aunque es cierto: “Me da mucho gusto
–diría Pacheco con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Elena
Poniatowska–, porque en México es poco apreciada la literatura mexicana. Los
escritores siempre dejan bien a México fuera de México.”
Gasca: Artista, crítico y poeta
–casi inédito.♦
Por Omar Gasca