Tlacotalpan: historia de un encuentro


Publicado porJosé Homero el 1:34 p.m.

Las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan, Veracruz, es considerada una de las tradiciones populares más arraigadas en el país. Eduardo Sánchez Rodríguez destaca aquí su importancia histórica a partir de los estudios que sobre el son jarocho en la región del Sotavento veracruzano han realizado los investigadores Ricardo Pérez Monfort y Antonio García de León.



Tlacotalpan es la cuna
de las mujeres más bellas,
donde alumbra más la luna
y el cielo con más estrellas,
por eso yo a Dios le pido
que me regale una de ellas.

“Se acercan los primeros días de febrero, y la Virgen de la Candelaria cumplirá otro de sus múltiples onomásticos. La orilla del Papaloapan se prepara para recibir a los familiares diseminados por todo el país, a los jaraneros y bailadoras de las rancherías y pueblos de río adentro; a los visitantes distinguidos y a todo aquel que pasa por el festejo queriendo ver al toro y tomarse algún torito de limón, cacahuate o de coco”.
Esta sugestiva entrada narra el ambiente de la fiesta mayor de La Perla del Papaloapan, magistralmente descrita por Ricardo Pérez Monfort en su libro Tlacotalpan, La Virgen de la Candelaria y los sones (Fondo de Cultura Económica, 1992). Crónica que condensa su asistencia ininterrumpida al Encuentro de Jaraneros desde 1981, al Tercer Festival de Jaraneros (así se llamaba entonces), organizado por la Casa de la Cultura de Tlacotalpan y Radio Educación, hasta 1987. Es muy interesante la forma en que dos historias se entrelazan en las celebraciones de la virgen de las Candelas: la propia de este hermoso pueblo cuenqueño, y la del son jarocho, música representativa de la región sur de Veracruz llamada Sotavento veracruzano. Pero sigamos con Pérez Monfort:
Pueblo pesquero, ganadero y agricultor, Tlacotalpan vive hoy en día el recuerdo de su esplendor de fines del siglo pasado [XIX]. Orgullosa de haber sido en alguna ocasión la capital que se resistía a la ocupación francesa. Su historia está íntimamente ligada al río Papaloapan. Por allí se vieron salir los barcos construidos en sus astilleros para repeler a los piratas ingleses a finales del siglo XVIII. La explotación de la madera para hacer los bajeles de guerra dio a Tlacotalpan extraordinarios carpinteros y ebanistas. Centro comercial de la cuenca del Papaloapan, alimentó a realistas e insurgentes durante la Independencia. Y a mediados del siglo pasado recobró su importancia, una vez derrotados los franceses, para ser la ruta entre la costa y los pueblos de la sierra oaxaqueña. Junto con el monocultivo de la caña, la ganadería tlacotalpeña es célebre tanto en la creación de grandes fortunas como en la creación literaria. Y claro, pueblo de río, pueblo de pescadores. El río provee al pueblo de alimento, pero también de desastres. Las grandes inundaciones aparecen en la historia como una catástrofe casi cotidiana. El ferrocarril sustituyó las vías fluviales de navegación, dejando a Tlacotalpan vestida y alborotada. [pp. 17-26.]
Cuestión vital de esta historia es la cercanía del puerto de Veracruz, que durante siglos fue el punto de cruce, de entrada y salida de mercancías de todo tipo, de oleadas constantes de inmigrantes; principalmente españoles del sur de la península y de las Islas Canarias, que vinieron a trabajar en la burocracia virreinal o a buscar fortuna, y negros africanos llegados como mano de obra esclava. Cada uno con sus propios ritos, costumbres, música, danzas, lírica y formas de alimentarse, que al  interactuar con las de los habitantes originarios crearon culturas propias regionales que, mientras se adentraban en las tierras interiores, quedaron sujetas a ritmos más pausados. En el Sotavento, las influencias musicales fueron decantándose hacia la integración colectiva de un mundo predominantemente rural.
A finales del siglo XVIII, de acuerdo con Antonio García de León en su libro Fandango. El Ritual del mundo jarocho a través de los siglos (Conaculta/Ivec/Programa Cultural del Sotavento, 2006),
las regiones fueron adquiriendo poco a poco su propia identidad y hubo un gran proceso de popularización de la música y las danzas; de separación contextual a todos los niveles, un movimiento que indicaba la emergencia de fuerzas inéditas en la sociedad borbónica de su época, pero que estaba determinado por una transformación relevante de las identidades culturales. Estas expresiones festivas, reproducidas en los círculos del gran comercio, se expandieron provocativamente, desafiando al Estado y la Iglesia, teniendo desde entonces, sobre todo para los criollos y mestizos, un sentido reivindicativo de lo propio, cumpliendo funciones políticas de reafirmación nacional que rebasaban por supuesto su carácter puramente lúdico. Por eso, hablar de la música regional implica la necesidad de colocarse en el tiempo histórico, que es el principal propiciador de las configuraciones nacionales”. [p. 18.]
El largo proceso de acrisolamiento cultural vivido por los diferentes grupos humanos que confluyeron en el Sotavento maduraron hasta que, a mediados del siglo XVIII, surgió  una música claramente representativa de esa región geográfica llamado son jarocho. Región donde “todo el mundo se sabe un verso, y si no, tiene la capacidad de componerlo al vuelo; desde los ganaderos ricachones hasta el humilde pescador. Las sextetas, cuartetas y décimas flotan en el aire  llanero de la misma manera que la humedad y el calor. El verso trae la moraleja, la chispa del momento, el refrán o el homenaje. Con él se abre y se cierra la plática. Es el elemento de identificación” (Pérez Monfort, p. 69), pero no debemos dejar de diferenciar al son jarocho, como música tradicional, y al fandango, ritual creado para fortalecer los lazos comunitarios de ese mundo rural.
Fandango: lugar de encuentro
García de León, destacado sonero y antropólogo oriundo de Jáltipan, comparte que “el territorio social y lúdico de la fiesta del fandango, que persiste hasta hoy en varios entornos del centro y sur de Veracruz, constituye precisamente un ejemplo de la fijación de ciertas prácticas culturales en el sentido de la larga duración, de la maduración de una identidad regional. Esta fiesta –el fandango de tarima– y el género del son jarocho, se fueron afirmando como distintivos sólo hasta las postrimerías del mundo colonial; recreando sus propias improvisaciones, forjando sus particularidades y abriéndose espacios entre lo profano y lo religioso. El fandango resume de muchas maneras y en varios planos la historia del Sotavento y los lenguajes que maduraron desde tiempos coloniales: la lírica amorosa –que es su principal expresión–, la expansión ganadera, las relaciones sociales, los arquetipos culturales, el comercio colonial, la marinería, las guerras y destierros, la picaresca, las creencias y los mitos” (p. 18). Es en el avance de ese proceso que, para mediados del siglo XIX, se establece el protocolo del fandango que rige hasta nuestros días. Continúa García de León:
Así, la identidad jarocha se fue acunando en una costa tropical, húmeda y poco poblada, con regiones pantanosas, de llanuras ganaderas de monte bajo o surcadas por las cuencas de varios ríos que desembocan sus aguas en el Golfo de México, y cuya población más característica eran los campesinos y vaqueros mestizos descendientes de la triple raíz indígena, africana y europea. Su manera de hacer música y divertirse con ella se fue expandiendo por el litoral central del Golfo de México, en un entorno que coincide con el más inmediato mercado interior, el puerto, con su vasto hinterland: desde Veracruz hasta la barra de Nautla, hacia el norte –el Barlovento–, y por el sur, hasta la región de Huimanguillo, es decir, la región aledaña al puerto, la cuenca del Papaloapan, los lomeríos volcánicos de Los Tuxtlas y la cuenca del Coatzacoalcos. El fandango fue entonces la fiesta que daba identidad al mundo de los blancos, mestizos, negros y mulatos que compartían la cultura local sin identificarse ni con los peninsulares ni con los indios, que creaban una cultura propia a partir de los pueblos camineros, antiguas cabeceras ahora mestizadas y que conservaban, en muchos casos, sus barrios aborígenes, sus repúblicas de indios. [p. 19.]
Otra particularidad que tiene el jarocho mexicano es ser el producto regional de un devenir histórico, económico y social cuyas características  compartió con otras regiones del Caribe español, y que lo hacen muy parecido, en cuanto a su música, con el guajiro cubano, el jíbaro portorriqueño o el llanero venezolano. Con ello se afirma el grito de guerra de los investigadores de la africanía en México: ¡Veracruz, también es Caribe!
Como puede verse, el fandango está integrado a la vida cotidiana en el sur de Veracruz, y  su población es una entusiasta participante en los festejos de sus fiestas patronales; pero casi siempre se ha desarrollado en un ámbito local, intimista, con invitación a los jaraneros y bailadores de los poblados cercanos. Pero fue en Tlacotalpan, a fin de los años setenta, cuando la celebración de la Candelaria eran la feria, los toros y los fandangos, que algunos músicos e instituciones organizan “concursos” de jaraneros y decimistas pero, ante las protestas por los resultados, para el tercer año se decidió cambiar el formato al de “festival”, y finalmente al de “encuentro”, lo que proyectó a Tlacotalpan y al son jarocho al ámbito nacional. Desde sus inicios, la sede del Encuentro de Jaraneros es la hermosa Plaza Doña Martha, que data de la época del virreinato; en ese entonces llamada Plazuela de Plateros. Durante la Independencia se convierte en la Plaza Matamoros, pero su actual nombre lo debe a doña Martha Tejedor de Chelesque, distinguida dama que dedicó sus tardes y gran parte de su tiempo a arreglar la plaza con plantas, colocar farolas y pintar sus bancas. Así, el pueblo comenzó a llamarla Plazuela de Doña Martha. Actualmente, es el destacado grupo de son jarocho local Siquisirí el encargado de organizar los encuentros. 
Sin duda, el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan ha sido muy importante en la popularización del son jarocho, propiciando los encuentros en otras localidades del sur de Veracruz y que haya fandangos en diversas ciudades de México; que este presente en las comunidades chicanas de Estados Unidos, en búsqueda de identidad. Además, es valorado y reconocido cada vez más por las facultades de música, donde se imparten talleres. Sin duda, esta música es la más vigorosa de las músicas regionales de nuestro país, y el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan es la vitrina que nos muestra lo que está sucediendo con esta música. Imagine, paciente lector, mi sorpresa cuando en un encuentro un grupo argentino presentó su disco de son jarocho tradicional. Debemos, como buenos veracruzanos, conocer y respetar el legado cultural que nos ha sido heredado. Asistamos con alegría a las próximas fiestas de la Candelaria, a disfrutar del XXXV Encuentro de Jaraneros y Decimistas.  





Por Eduardo Sánchez Rodríguez 


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