Las fiestas de la Candelaria en
Tlacotalpan, Veracruz, es considerada una de las tradiciones populares más
arraigadas en el país. Eduardo Sánchez Rodríguez destaca aquí su importancia histórica
a partir de los estudios que sobre el son jarocho en la región del Sotavento
veracruzano han realizado los investigadores Ricardo Pérez Monfort y Antonio
García de León.
Tlacotalpan es la cuna
de las mujeres más bellas,
donde alumbra más la luna
y el cielo con más estrellas,
por eso yo a Dios le pido
que me regale una de ellas.
“Se acercan los primeros días
de febrero, y la Virgen de la Candelaria cumplirá otro de sus múltiples
onomásticos. La orilla del Papaloapan se prepara para recibir a los familiares
diseminados por todo el país, a los jaraneros y bailadoras de las rancherías y
pueblos de río adentro; a los visitantes distinguidos y a todo aquel que pasa
por el festejo queriendo ver al toro y tomarse algún torito de limón, cacahuate
o de coco”.
Esta sugestiva entrada narra el
ambiente de la fiesta mayor de La Perla del Papaloapan, magistralmente descrita
por Ricardo Pérez Monfort en su libro Tlacotalpan, La Virgen de la
Candelaria y los sones (Fondo de Cultura Económica, 1992). Crónica que
condensa su asistencia ininterrumpida al Encuentro de Jaraneros desde 1981, al
Tercer Festival de Jaraneros (así se llamaba entonces), organizado por la Casa
de la Cultura de Tlacotalpan y Radio Educación, hasta 1987. Es muy interesante
la forma en que dos historias se entrelazan en las celebraciones de la virgen
de las Candelas: la propia de este hermoso pueblo cuenqueño, y la del son
jarocho, música representativa de la región sur de Veracruz llamada Sotavento
veracruzano. Pero sigamos con Pérez Monfort:
Pueblo pesquero, ganadero y
agricultor, Tlacotalpan vive hoy en día el recuerdo de su esplendor de fines
del siglo pasado [XIX]. Orgullosa de haber sido en alguna ocasión la capital
que se resistía a la ocupación francesa. Su historia está íntimamente ligada al
río Papaloapan. Por allí se vieron salir los barcos construidos en sus
astilleros para repeler a los piratas ingleses a finales del siglo XVIII. La
explotación de la madera para hacer los bajeles de guerra dio a Tlacotalpan
extraordinarios carpinteros y ebanistas. Centro comercial de la cuenca del
Papaloapan, alimentó a realistas e insurgentes durante la Independencia. Y a
mediados del siglo pasado recobró su importancia, una vez derrotados los franceses,
para ser la ruta entre la costa y los pueblos de la sierra oaxaqueña. Junto con
el monocultivo de la caña, la ganadería tlacotalpeña es célebre tanto en la
creación de grandes fortunas como en la creación literaria. Y claro, pueblo de
río, pueblo de pescadores. El río provee al pueblo de alimento, pero también de
desastres. Las grandes inundaciones aparecen en la historia como una catástrofe
casi cotidiana. El ferrocarril sustituyó las vías fluviales de navegación,
dejando a Tlacotalpan vestida y alborotada. [pp. 17-26.]
Cuestión vital de esta historia es
la cercanía del puerto de Veracruz, que durante siglos fue el punto de cruce,
de entrada y salida de mercancías de todo tipo, de oleadas constantes de
inmigrantes; principalmente españoles del sur de la península y de las Islas
Canarias, que vinieron a trabajar en la burocracia virreinal o a buscar
fortuna, y negros africanos llegados como mano de obra esclava. Cada uno con
sus propios ritos, costumbres, música, danzas, lírica y formas de alimentarse,
que al interactuar con las de los
habitantes originarios crearon culturas propias regionales que, mientras se
adentraban en las tierras interiores, quedaron sujetas a ritmos más pausados.
En el Sotavento, las influencias musicales fueron decantándose hacia la
integración colectiva de un mundo predominantemente rural.
A finales del siglo XVIII, de
acuerdo con Antonio García de León en su libro Fandango. El Ritual del mundo
jarocho a través de los siglos (Conaculta/Ivec/Programa Cultural del
Sotavento, 2006),
las regiones fueron adquiriendo
poco a poco su propia identidad y hubo un gran proceso de popularización de la
música y las danzas; de separación contextual a todos los niveles, un
movimiento que indicaba la emergencia de fuerzas inéditas en la sociedad borbónica
de su época, pero que estaba determinado por una transformación relevante de
las identidades culturales. Estas expresiones festivas, reproducidas en los
círculos del gran comercio, se expandieron provocativamente, desafiando al
Estado y la Iglesia, teniendo desde entonces, sobre todo para los criollos y
mestizos, un sentido reivindicativo de lo propio, cumpliendo funciones
políticas de reafirmación nacional que rebasaban por supuesto su carácter
puramente lúdico. Por eso, hablar de la música regional implica la necesidad de
colocarse en el tiempo histórico, que es el principal propiciador de las
configuraciones nacionales”. [p. 18.]
El largo proceso de acrisolamiento
cultural vivido por los diferentes grupos humanos que confluyeron en el
Sotavento maduraron hasta que, a mediados del siglo XVIII, surgió una música claramente representativa de esa
región geográfica llamado son jarocho. Región donde “todo el mundo se sabe un
verso, y si no, tiene la capacidad de componerlo al vuelo; desde los ganaderos
ricachones hasta el humilde pescador. Las sextetas, cuartetas y décimas flotan
en el aire llanero de la misma manera
que la humedad y el calor. El verso trae la moraleja, la chispa del momento, el
refrán o el homenaje. Con él se abre y se cierra la plática. Es el elemento de
identificación” (Pérez Monfort, p. 69), pero no debemos dejar de diferenciar al
son jarocho, como música tradicional, y al fandango, ritual creado para
fortalecer los lazos comunitarios de ese mundo rural.
Fandango: lugar de encuentro
García de León, destacado sonero y
antropólogo oriundo de Jáltipan, comparte que “el territorio social y lúdico de
la fiesta del fandango, que persiste hasta hoy en varios entornos del centro y
sur de Veracruz, constituye precisamente un ejemplo de la fijación de ciertas
prácticas culturales en el sentido de la larga duración, de la maduración de
una identidad regional. Esta fiesta –el fandango de tarima– y el género del son
jarocho, se fueron afirmando como distintivos sólo hasta las postrimerías del
mundo colonial; recreando sus propias improvisaciones, forjando sus
particularidades y abriéndose espacios entre lo profano y lo religioso. El
fandango resume de muchas maneras y en varios planos la historia del Sotavento
y los lenguajes que maduraron desde tiempos coloniales: la lírica amorosa –que
es su principal expresión–, la expansión ganadera, las relaciones sociales, los
arquetipos culturales, el comercio colonial, la marinería, las guerras y
destierros, la picaresca, las creencias y los mitos” (p. 18). Es en el avance
de ese proceso que, para mediados del siglo XIX, se establece el protocolo del
fandango que rige hasta nuestros días. Continúa García de León:
Así, la identidad jarocha se fue
acunando en una costa tropical, húmeda y poco poblada, con regiones pantanosas,
de llanuras ganaderas de monte bajo o surcadas por las cuencas de varios ríos
que desembocan sus aguas en el Golfo de México, y cuya población más
característica eran los campesinos y vaqueros mestizos descendientes de la
triple raíz indígena, africana y europea. Su manera de hacer música y
divertirse con ella se fue expandiendo por el litoral central del Golfo de
México, en un entorno que coincide con el más inmediato mercado interior, el
puerto, con su vasto hinterland: desde Veracruz hasta la barra de
Nautla, hacia el norte –el Barlovento–, y por el sur, hasta la región de
Huimanguillo, es decir, la región aledaña al puerto, la cuenca del Papaloapan,
los lomeríos volcánicos de Los Tuxtlas y la cuenca del Coatzacoalcos. El
fandango fue entonces la fiesta que daba identidad al mundo de los blancos,
mestizos, negros y mulatos que compartían la cultura local sin identificarse ni
con los peninsulares ni con los indios, que creaban una cultura propia a partir
de los pueblos camineros, antiguas cabeceras ahora mestizadas y que
conservaban, en muchos casos, sus barrios aborígenes, sus repúblicas de indios.
[p. 19.]
Otra particularidad que tiene el jarocho
mexicano es ser el producto regional de un devenir histórico, económico y
social cuyas características compartió
con otras regiones del Caribe español, y que lo hacen muy parecido, en cuanto a
su música, con el guajiro cubano, el jíbaro portorriqueño o el
llanero venezolano. Con ello se afirma el grito de guerra de los
investigadores de la africanía en México: ¡Veracruz, también es Caribe!
Como puede verse, el fandango está
integrado a la vida cotidiana en el sur de Veracruz, y su población es una entusiasta participante
en los festejos de sus fiestas patronales; pero casi siempre se ha desarrollado
en un ámbito local, intimista, con invitación a los jaraneros y bailadores de
los poblados cercanos. Pero fue en Tlacotalpan, a fin de los años setenta,
cuando la celebración de la Candelaria eran la feria, los toros y los
fandangos, que algunos músicos e instituciones organizan “concursos” de
jaraneros y decimistas pero, ante las protestas por los resultados, para el
tercer año se decidió cambiar el formato al de “festival”, y finalmente al de
“encuentro”, lo que proyectó a Tlacotalpan y al son jarocho al ámbito nacional.
Desde sus inicios, la sede del Encuentro de Jaraneros es la hermosa Plaza Doña
Martha, que data de la época del virreinato; en ese entonces llamada Plazuela
de Plateros. Durante la Independencia se convierte en la Plaza Matamoros, pero
su actual nombre lo debe a doña Martha Tejedor de Chelesque, distinguida dama
que dedicó sus tardes y gran parte de su tiempo a arreglar la plaza con
plantas, colocar farolas y pintar sus bancas. Así, el pueblo comenzó a llamarla
Plazuela de Doña Martha. Actualmente, es el destacado grupo de son jarocho
local Siquisirí el encargado de organizar los encuentros.
Sin duda,
el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan ha sido muy importante en la
popularización del son jarocho, propiciando los encuentros en otras localidades
del sur de Veracruz y que haya fandangos en diversas ciudades de México; que
este presente en las comunidades chicanas de Estados Unidos, en búsqueda de
identidad. Además, es valorado y reconocido cada vez más por las facultades de
música, donde se imparten talleres. Sin duda, esta música es la más vigorosa de
las músicas regionales de nuestro país, y el Encuentro de Jaraneros de
Tlacotalpan es la vitrina que nos muestra lo que está sucediendo con esta
música. Imagine, paciente lector, mi sorpresa cuando en un encuentro un grupo
argentino presentó su disco de son jarocho tradicional. Debemos, como buenos
veracruzanos, conocer y respetar el legado cultural que nos ha sido heredado.
Asistamos con alegría a las próximas fiestas de la Candelaria, a disfrutar del
XXXV Encuentro de Jaraneros y Decimistas.♦ Por Eduardo Sánchez Rodríguez