Rafael Antúnez |
En el presente artículo el autor nos habla sobre
el libro de Rafael Antúnez: Nostalgias de un fumador. “¿Qué es lo
que te gusta de fumar?. Todo —respondió inmediatamente—… el paquete nuevo entre
mis manos… quitarle la tira de celofán… sacar el primer cigarrillo y llevarlo
hasta mis labios… “.
Nunca he fumado. No sé lo que es tener un cigarro
entre los dedos… encenderlo… darle el golpe… colocarlo sobre el cenicero…
llevarlo, una y otra vez, de la mano a la boca y de la boca a la mano…
disfrutarlo larga, detenida y placenteramente. En días pasados, sin embargo,
leí un libro que —lo digo con toda sinceridad y toda honestidad— disfruté como
me imagino que su autor disfrutaba sus viejos Muratti: larga, detenida y
placenteramente.
¿He comenzado esta presentación como
quien enciende un cigarro y le da un golpe —un golpe de efecto? Si así fuera,
no era esa mi intención. En realidad, a lo que quiero llegar—de lo que quiero
partir es que a lo largo de la lectura de este libro se fue apoderando de mí el
sentimiento de que su autor: 1) había
estructurado su libro como un ensayo,
es decir, para acudir a sus propias palabras, como “un género que nos brinda
esa libertad para mezclar, combinar, divagar y aun desvariar” (o jugar,
agregaría yo); 2) lo había
estructurado tomando como columna vertebral o como hilo conductor uno de los
ensayos del libro —el que le da título y, acaso, el que más cercano está a su
autor, si no por razones literarias, sí por motivos personales, 3) lo había estructurado a manera de un
diálogo con el lector como verdadero
interlocutor, como alguien a quien se sienta a la mesa para ser partícipe de un
convite en el que hay numerosos y variados platos, y 4) nos invitaba a leerlo como quien disfruta —en singular— o
mientras disfrutamos —en plural— un cigarro.
El libro abre con el ensayo que le da
título: “Nostalgias de un fumador”. El autor, sin embargo, no nos entrega este
ensayo completo, de un solo golpe (de nuevo el golpe), para que lo leamos de
corrido. No, nos lo va entregando por partes: el apartado I en la página 11,
apartado al que sigue el ensayo “La sal(sa) de la vida”, al que sigue, en la
página 21, el apartado II de “Nostalgias…”… y así sucesivamente.
¿Ustedes fuman? Si lo hacen, ¿tienen
la costumbre de fumar mientras comen? Si no lo hacen, ¿alguna vez han comido en
compañía de alguien que fuma mientras come? Pues bien, así es como me imagino
que Rafael Antúnez estructuró su libro: se sentó a la mesa (de su estudio o de
su comedor), llamó a los invitados a acompañarlo, encendió un Muratti, les
ofreció a los invitados una amplia variedad de platos y, entre plato y plato,
fue consumiendo su cigarro.
Lo primero que les ofreció fue la
entrada: un espléndido y luminoso ensayo sobre, precisamente, las nostalgias de
un fumador. Luego, colocó el cigarro sobre el cenicero y les ofreció el primer
plato: una salsa, la sal(sa) de la vida. Una salsa que es, al mismo tiempo, una
suerte de delimitación del terreno y de declaración de principios: “El de la
salsa —nos dice Antúnez—, como muchas veces el ensayo y como la vida misma, es
un arte de la combinación y de la conciliación, a la vez que una defensa del
diálogo y del mestizaje, del viaje y de la libre invención”. Muy buen primer
plato, muy buena combinación y conciliación de pescado, hierbas aromáticas
secas y sal, muy buen tiempo de reposo.
A continuación, con uno de esos
movimientos nerviosos que le conocemos, Rafael volvió a su cigarro, volvió a
sus nostalgias de fumador. ¿Qué es lo que te gusta de fumar?, le preguntó
intempestivamente uno de los invitados. Todo —respondió inmediatamente—… el
paquete nuevo entre mis manos… quitarle la tira de celofán… sacar el primer
cigarrillo y llevarlo hasta mis labios… Me gusta la primera fumada, cuando la
llama entra a mis pulmones… Me hace sentir como si fuera a explotar, para luego
observar cómo lentamente sale de mí, hecha una nube sinuosa que nunca tiene
igual. El invitado sonrió, tomó su copa de vino y siguió con la mirada la nube
sinuosa.
A partir de ese momento llegó una
amplia variedad de platillos. Cada invitado podía servirse del que quisiera y
cada uno de ellos encontró en todos los platos que probó conocimiento del arte
de combinar y conciliar, sazón, buen gusto; imaginación, invención, creación,
apuesta, arriesgue, confrontación, sentido del humor; valor y honestidad al
hablar de sí mismo, una persona viva y real detrás de confesiones humanas y
sinceras; capacidad nata de observación y de registro; contención, claridad,
inteligencia; una escrupulosa preocupación por la flaubertiana le mot juste, un cuidado obsesivo por la
construcción de la frase que conmovería al mismísimo Proust; lecturas a diestra
y siniestra, erudición, sabiduría; un autor más decimonónico que neoposmoderno, en fin, la confirmación
de que, más allá o más acá de los géneros, sus fronteras o los rompimientos de
éstas, lo que finalmente prevalece, vale y trasciende es la literatura a secas,
la literatura simple y llana.
Creo que no hubo platillo que no
gustara, que no dejara a los comensales un sabor (un saber) especial, un gusto chez Antúnez, en la doble traducción
que, hasta donde me da mi francés, esta expresión puede tener: en casa de Antúnez y bajo el sello de Antúnez: “La risa, ante
todo, humaniza a los hombres, nos da un lugar distinto en el mundo y nos hace
tolerable la vida”; “En el sueño, como en la música, como en la poesía, todo es
joven, y el hombre asiste al mundo por primera vez y por vez primera lo
descubre y se descubre en él, entero. En sus provincias no podemos aburrirnos y
siempre somos sorprendidos por su lógica desconocida y cambiante que nos hace
convivir con vivos y muertos, ser otros: niños y adultos a la vez, dueños de lo
que sabemos y de lo que ignoramos y aun de aquello que jamás llegaremos a saber
sino en el sueño”; “Ahí radica el arte del ensayista y el fin de todo arte: en
la reconciliación de lo irreconciliable, en hacernos ver aquello tan
perfectamente oculto que necesita del arte para ser visible, aquello que sólo
el arte puede hacernos visible: la realidad”.
En mi caso, el plato fuerte lo
encontré en “El peregrino inmóvil”, ese extraordinario, bello y lúcido texto
que con plena justicia puede figurar en la antología más estricta y exigente
del ensayo en lengua castellana. Creo que si algún platillo resume y muestra la
enorme capacidad ensayística de Rafa es precisamente éste. Como un verdadero chef, en él hace gala de todas sus artes
combinatorias, creadoras e inventoras. Luego de pasar revista a la vida de
Kant, Dickinson, Herrera y Reissig, Del Casal, Lezama Lima y Holan, Antúnez nos
dice: “El verdadero viajero no va por el mundo. Lleva el mundo consigo,
descubre algo que sólo el viaje nos da: la certeza de que podemos estar en más
de un lugar a la vez”.
Mientras disfrutaba sus propios
platillos y mientras veía a sus invitados deleitarse con ellos, Antúnez no
dejaba de fumar. No bien terminaba un cigarro cuando ya comenzaba otro.
Exactamente, se fumó los quince cigarros que, mentirosamente, le confesó que
fumaba diariamente a la doctora que en alguna ocasión lo entrevistó; los mismos
quince apartados en que está dividido el ensayo que da título al libro; los
mismos quince ensayos que el volumen contiene; los mismos quince platos que les
ofreció a los comensales.
¿Cómo terminó la velada? Como todas
las veladas que Rafa organiza, ésta es de largo aliento. No ha terminado.
Continúa hoy que nos hemos reunido para celebrar la aparición de este libro, y
seguirá cada vez que tengamos la buena idea de volver a las páginas de este título
memorable y entrañable, de estas Nostalgias
de un fumador. ♦
Rafael Antúnez, Nostalgias de un fumador, Voladores, Ivec, 2013.
Por Agustín del Moral Tejeda