Knock Out de Darío Carrillo, es para Roberto Gutiérrez Currás,
un poemario que “presenta al box como una metáfora de la vida; la vida, que no
es justa, y en consecuencia el box, que tampoco lo es”. Es también, prueba de
que la literatura le debe más al boxeo que el boxeo a la literatura.
El boxeo es un arte noble y el arte es un juego salvaje. Eso pensaba hasta que hace poco me
desvelé viendo el combate entre Maravilla
Martínez y el inglés Martín Murray. Pensaba –quizá porque sólo he mostrado
interés por los grandes combates: Mano de Piedra Durán, Foreman, Mohamed Alí–
que el box era directo y frontal. Que, al contrario que en el mundo del arte en
el cual me muevo, el boxeo era menos subjetivo. Nos damos con todo; uno gana y
otro pierde.
Pero el
combate que me desveló me quitó la venda. Viendo a un supuesto Maravilla Martínez con los brazos
abajo, peleando en su casa y a quien el inglés mandó a la lona en un par de
ocasiones y le dejó la cara como un mapa. Es un duro Martínez: aguantó los
trancazos, pero de ninguna manera merecía ganar. Reflexionando sobre Knock Out de Darío Carrillo, caí en la
cuenta que este poemario presenta al box como una metáfora de la vida; la vida,
que no es justa, y en consecuencia el box, que tampoco lo es.
Al
terminar el combate, Maravilla se fue a su esquina, levantó los brazos como si
fuera Rocky Balboa buscando a su mujer Adrian y se puso sobre los hombros la
bandera de su país. Supongo que para presionar a los jueces. Lo curioso es que
las miles de personas que se daban cita en el encuentro, jalearon y quisieron
creerse la mentira en el momento en que escucharon cómo daban la victoria al
boxeador argentino.
En el
arte es similar, aunque no hace falta tanta gente: con unos pocos que te
jaleen, porque dicen que saben, el traje del rey desnudo está servido. En ese
paralelismo entre la vida y el box, yo he elegido como forma de lectura para
acercarme a este libro el box y todo lo que se pueda decir al respecto,
victoria, derrota, arte y barbarie; la lírica de lo épico tiene, como digo, su
símil en la vida cotidiana.
Es justo
decir que quizá la literatura le debe más al boxeo que el boxeo a la
literatura, como muestra esta frase del entrenador Cus D’Amato: “Primero
transformé la chispa en una llama. Esta se tornó en fuego, y el fuego en un
incendio”. Así explicaba D’Amato cómo había entrenado a esa finísima persona
llamada Myke Tyson.
Por lo
visto, en el combate de esa noche, el teatro también le debe algunas buenas
interpretaciones al boxeo. Y no es que el box haya dejado de gustarme. Tengo en
mi memoria los buenos combates. Como en la vida, como en el arte, el box le
debe su fama a su afición a lo insólito. Ese combate que sólo puede darse una
vez y que viene acompañado de otro montón de combates mediocres como el que he
citado antes.
El mundo
del arte, por ejemplo, que hasta hace poco lo formaban principalmente los
artistas, tiende cada vez más y de una manera regresiva a buscar zonas de
comodidad. Algunos creadores, como Marcel Duchamp o André Breton, ni tuvieron que buscarla: nacieron en la alta
burguesía. Para los que hoy en día quieren bretonizarse
o duchamizarse, se han inventado las
becas y los doctorados. El ser funcionario-artista es una actitud cada vez más
aceptada. Se pueden tirar cosas al suelo, pero con un colchón que las proteja. Los que eligen la vida como un
ring de boxeo no tienen colchón: sólo diez segundos para levantarse.
En el
momento en que preparo este texto mi hija de dos años tira su paleta al piso.
Supongo que para llamar mi atención. Eso está muy en boga en el arte
contemporáneo de un tiempo a esta parte. Y se pierde en un marasmo de reglas y
sustentaciones para sustentar que en el arte no se vive bajo ninguna regla. Veo
la paleta en el suelo y pienso cómo los artistas tiran cosas al suelo o cómo
los boxeadores quieren tirar a su rival a la lona. El box tiene a ratos todavía eso de políticamente incorrecto. “Mi
obra es un 70 por ciento rabia”, decía Jean Michel Basquiat, quien fue un buen
pintor de boxeadores. Perdón por el evidente lugar común, pero el boxeo no
puede concebirse de otra forma. Nace en Tepito, en el Bronx o en el barrio de
Vallecas. Y nace de la rabia.
El
boxeador, como dice Darío, ya sabe: ha elegido una zona de incomodidad en
periodos de tres minutos. No hay tiempo para mayores reflexiones. Es de las
pocas profesiones donde eso se mantiene.
No es fácil ir sobre la noche
Pero se torna más sencillo
Si recurrimos a la desmemoria
El desenvolvimiento o el
desplome
Son las opciones del
equilibrista.
En un
ring de boxeo no existe la neurosis contemporánea ni la depresión: el boxeador
sabe que no puede desperdiciar ni un segundo en pensar demasiado, que la
depresión en el cuadrilátero puede ser curada al instante con diazepam y valium
en guante comprimido. Pero el boxeador ha aprendido no sólo a vivir en esa zona
incómoda que es el cuadrilátero, sino que comprende y acepta su opción de
equilibrista.
Incluso
cuando suena la campana y el entrenador comienza a decir todo eso que dice tan
rápido y que apenas se escucha, en verdad sólo está intentando que el boxeador
no piense. Ese equilibrio se traduce en Knock
Out, donde la precisión del verso corto mantiene el ritmo y escenifica la
tensión de un combate. Y es también verso que se alarga más en el abatimiento y
las tentaciones de renuncia.
Un buen
amigo me comentó algo muy importante y a tono con uno de los poemas del libro
de Darío Carrillo: “Mira Roberto, en el box existen vencedores pero no
vencidos. En todo caso derrotados. ¿Por qué? Porque para el derrotado siempre
existe una segunda oportunidad”.
Al
acabar el combate aquel, todo el mundo hablaba de que Murray tendría su segunda
oportunidad. Hizo méritos, pegó duro y fue valiente. Ningún boxeador quiere
dejar el boxeo. Pocos, aunque ahí está esa frase de Finito López justificando su retirada: “¿Con cuántos millones de
los que puedo ganar me puedo comprar un cerebro nuevo?”. Es como dejar la vida,
como bajar los brazos. Hay ídolos caídos, como el boxeador español Urtain,
quien se suicidó años después de dejar el boxeo. Demasiado tiempo para pensar.
El campo en paz después de la
pelea
Cuando la historia ya está
escrita
Cuando la sangre pinta y ya
no mancha.
Y
desaparece, como dice Darío, la urgencia del agua en un símil preciso entre la
vida y el box. Las urgencias nos llevan, las incomodidades nos mueven, y si eso
desaparece, entramos en zona de riesgo;
llega la depresión, la locura. Pero los tipos duros no bailan. Habrá
dignidad en la derrota y méritos para la revancha, si se plantan los pies en el
suelo.
Al
torero Juan Belmonte lo llamaban El Pasmo
de Triana, por lo quietecito que se quedaba delante de los toros. Su
valentía rozaba la locura. “Juanito –le
dijo Valle Inclán una noche–, para que seas perfecto, sólo falta que un día de
estos ¡te mate un toro en la plaza!”. A lo que Juanito, Juan Belmonte,
respondió: “Se hará lo que se pueda maestro, se hará lo que se pueda”.
Decía el
poeta Paul Valéry que para su libro Cementerio
marino había prescindido de las palabras para crear primero el ritmo y la estructura,
a la que después le añadió versos. Yo creo que Valéry se pasó mucho con eso. A
mí no me importa pasarme si digo lo siguiente: si se llevaran de Knock Out las palabras y dejaran sólo el
ritmo, seguiría siendo un libro de boxeo. Si se llevaran el ritmo, yo seguiría
siendo el amigo del campeón.
Finalmente
Darío, te dedico esta frase de Mohamed Alí, para que sigas escribiendo y
podamos estar dentro de cinco o seis años presentando otro libro.
¡Soy
duro!... He estado talando árboles…Me he peleado con un alligator… Me he pegado con una ballena… He esposado al trueno y he
metido al rayo en la cárcel. La semana pasada asesiné a una roca, lesioné a una
piedra y mandé al hospital a un ladrillo.♦
Por Roberto Gutiérrez Currás