Qué Playboy ni qué nada, El Santos trae en exclusiva a la ganadora del debate [El Santos vs. La Tetona Mendoza] |
Es
placentero, y por supuesto catártico, ver a los
personajes que crearon en La Jornada, Jis y Trino, trasladados al cine
en la película El Santos vs. La Tetona Mendoza, dirigida por Alejandro
Lozano y Andrés Couturier.
Reconozcamos que el éxito de los monos de El Santos y la
Tetona Mendoza fue un shock de culto: sorprender a todo el ambiente comiquero
con su humor desparpajado, que no respetaba a ningún personaje de la política,
la cultura, el deporte o el espectáculo.
Mientras que en la propia La Jornada leíamos unos
cartones críticos pero habría que aceptar que correctos en su forma (Helguera y
El Fisgón, entre otros), las tiras de Jis y Trino fueron iconoclastas en más de
un sentido. Nunca tuvieron formulismos ni empacho para pitorrearse de temas de
moda o para incluir sin justificación alguna temas de franca referencia
psicodélica –pienso en este caso en los alucines de peyote o en los viajes con
la bacha de yerba más potente.
Y es que en el contexto de una cultura mexicana,
sacralizante en su lenguaje moderado por las buenas costumbres de la televisión
conservadora, las caricaturas de Jis y Trino resultaban liberadoras de un corsé
impuesto y acordado silenciosamente en el resto de los mass media, que
entre Gobernación y la autocensura, no permitían la proclama vocinglera de las
groserías.
Lo más curioso de esta subversión, es que Jis y Trino
parecían no hacerlo a propósito, o más bien, que no era su deliberado objetivo.
Era demasiada espontaneidad para trazarse una meta tan específica a los ojos de
unos cartonistas que sólo intentaban echar desmadre –por ejemplo, han confesado
que Las Poquianchis del Espacio son un homenaje a las amigas de sus mamás, que
dicho sea de paso, quedaron complacidas con la sátira.
La escatología con que montaban sus tiras provenía de
chistes cebos o de una escritura automática que nada más reflejaba una esgrima de
puntadas alternadas, en donde Jis dibujaba un cuadro y Trino le contestaba con
otro y así hasta concluir en epílogos inconexos en donde ninguno de los dos
ganaba o prevalecía.
Eso le dio muchísima frescura a sus pachequeces. Demasiada
loquera para quienes registrábamos un sube y baja telúrico que no conducía más
que a la irrupción de la mamada.
Por ello no me convence redondamente del todo la
película. Sí, hay que aceptar el tremendo trabajo de producción que calca
a pie juntillas la atmósfera santiana y tetoniana. Como dicen por ahí, no
traiciona la película el aire ni el concepto que gira alrededor de la tira
–genial el Tetonas Palace. También habría que subrayar que el carácter de cada
uno de los personajes es perfecto (sublimes El Diablo Zepeda y El Charro
Negro). Puedo imaginar muy bien las voces de los personajes sin restar la
explosividad de cada silueta publicada en los periódicos impresos.
Pero lo que me provoca un difícil tránsito del cómic a la
pantalla grande es la extensión de la trama donde los zombis medio la hacen
como telón de fondo. Lo que pasaba con el espontaneísmo de la tira es que no
utilizaba más allá de veinte cuadros, en donde Jis y Trino intercambiaban
ocurrencias sobre tópico cualquiera: el Santos viendo una revista –Playboy,
claro está–, oyendo ópera o jugando una cáscara. Luego, sin tanta explicación
–o, más bien, ni una–, venía un alambicado vuelco con situaciones tontas e
inesperadas.
La película tiene de sobra dichas puntadas, sin embargo
el mantener un eje central disminuye el punch de las tiras con el timing
de los albures que implican rapidez. Hay secuencias que se alargan como esa
que tiene de fondo la música de Rocky.
Carlos Monsiváis los describió al dedillo, con ese humor
cábula que tiene sus raíces en Doña Borola de La familia Burrón, Hermelinda
Linda y Aventuras de Aniceto pero también con fuerte vertiente en el
cómic contracultural de Robert Crumb. Ahora en su trasplante al cine, al Santos
le cobra el derecho de piso un lenguaje que de origen no era el suyo. De todos
modos su escatología, aun con su desfase de quince o veinte años, mantiene al
Santos como un personaje incómodo para los manuales de Carreño que por ahí
subsisten. ♦
Por Raciel D. Martínez