México encabeza la lista de países que menos libros leen
en el mundo. Para paliar tan vergonzosa distinción, “Reto Lector” es la nueva
estrategia con la que nuestras autoridades educativas pretenden enfrentar la
situación. Diego Salas reflexiona sobre sus principales y controvertidas
líneas. Y agrega: “Todo esto complica
las cosas en un país lleno de atracos (políticos, económicos, sociales, etc.),
porque ahora suceden con mayor frecuencia, en mayor magnitud y con mayor
descaro, y ante eso, la única explicación posible es que los delincuentes están
convencidísimos de que a la gente se le va a olvidar más tarde que temprano”.
Desde que comenzó el año circula una iniciativa que es, a la vez, evidencia de buenas
intenciones, de mala interpretación, y de resonancia de las políticas
educativas mexicanas respecto a la enseñanza de la literatura. Se trata de algo
llamado “Reto Lector”, donde se invita a la gente a leer cincuenta páginas al
día, para que, al final del año, el participante logre la flamante cifra de 18,
250 páginas leídas, las cuales, según la estimación de los propios
organizadores, deben representar un aproximado de 73 libros. Seguramente
consideran que un libro sólo es libro si es gordo, de 250 páginas para arriba.
La buena
intención radica en la evidente estrategia para reivindicar la imagen
internacional del país: si un porcentaje significativo de mexicanos alcanzara
esa cifra, seguramente desaparecería el nombre de México de aquella lista atroz
que lideramos bajo el título Países que menos libros leen en el mundo.
Por lo demás, no veo ni cambio ni beneficio alguno. Fuera de esa lista, los
funcionarios que viajen a foros internacionales se evitarían la pena de
aclararle a los organizadores que ellos tampoco necesitan doblaje al español
para poder comprender una videoconferencia pregrabada, que sí pueden leer
subtítulos.
La mala
interpretación está ligada más bien a la razón por la cual se armó un escándalo
internacional al admitir que en este país la gente es incapaz de leer un libro
completo al año. Lo malo es el fenómeno,
porque la consecuencia, en realidad, era predecible. Y, en ese caso, la
consecuencia es que la gente no lea, pero el fenómeno, en cambio, es que a la gente le gusta cada
vez menos reflexionar sobre las cosas que están pensando. Aclaro, no se
necesita leer para reflexionar, pero la lectura facilita la reflexión. Se puede
reflexionar en la conversación con los demás; sin embargo, a la hora de
explicar y repetir las cosas, nadie puede negar que la paciencia de la tinta es
mucho mayor que la del hombre.
Pero
regreso al tema.
La
ausencia de este hábito es una tragedia por partida doble. En primer lugar, los
mexicanos no admiten el trabajo reflexivo que exige un libro entero; pero,
además, ni siquiera están dispuestos a reflexionar sobre las escasas páginas de
lo que sea que lleguen a leer en todo el año. Todo esto complica las cosas en
un país lleno de atracos (políticos, económicos, sociales, etc.) porque ahora
suceden con mayor frecuencia, en mayor magnitud y con mayor descaro, y ante
eso, la única explicación posible es que los delincuentes están convencidísimos
de que a la gente se le va a olvidar más tarde que temprano. Y así es, a la
gente se le olvida, porque la reflexión sirve para que el pensamiento se
adhiera a la memoria. O lo que es lo mismo, la reflexión es el Resistol de la
dignidad para la vida cotidiana. Un ejemplo claro puede observarse cuando un
padre de familia, nacido en los ochenta,
se escandaliza porque la leche “ya no sale como antes”, olvidando que su
generación pasó los primeros años de su infancia tomando leche Conasupo, que,
además de no ser leche, era radioactiva.
La gente
no va a dejar de elegir como mandatario a un político con comprobados vínculos
con el narcotráfico sólo porque alguna vez sus ojos pasaron sobre aquellas
líneas que dictaban “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”.
Eso más bien está condicionado por el hecho de que se den cuenta o no de las
consecuencias de tener a ese señor dirigiéndolos con mayor autoridad.
Esto da
pie al último punto: políticas educativas. No hay nada peor para el futuro de
la literatura que obligar a los maestros a cubrir una cuota de lector por
periodo escolar. Casi siempre los que hacen caso de tales ocurrencias son los
profesores de nivel básico, medio y medio superior. Por lo regular los maestros
no han leído los libros que les encargan a sus alumnos, de lo que se desprende
que la selección de contenidos no sea relevante en relación con las
experiencias de vida de los muchachos, y que, además, las lecturas, si no
malas, al menos resulten anacrónicas. A mí me ocurrió con la poesía. Un
maestro, en la primaria, me puso a leer a Salvador Díaz Mirón y a Ramón López
Velarde. Me aprendí algunos poemas de memoria, y ninguno lo entendí (tampoco me
los explicó el maestro). Y además viví hasta los 16 años creyendo que la poesía
era casi por completo incomprensible, y lo poco comprensible, era cursi.
Hay una
cosa más. Creo que esta visión de “fomento a la lectura” basada en aspectos
cuantitativos es contraproducente para lo que, se supone, debería favorecer.
Supongamos que uno de los emprendedores del
“reto”, obsesionado por ganar todo lo que se presente a su paso, logra
pasar de 0 a 50 libros en menos de un año, venciendo así al 40 por ciento de
los competidores. Antes de eso, en la
era cero de la lectura, el tipo actuaba como normalmente actúa la gente que
reflexiona escasamente sobre las cosas: de forma impulsiva; aprovechando
beneficios a corto plazo que, a la larga, traerán mayores daños; o adhiriéndose
a todos los movimientos o asociaciones (incluyo las pandillas que golpean niños
a la hora del recreo) que ganen por mayoría de miembros. Un día, alguien que lo conoce, alguien que
fue víctima de su ímpetu, constancia y coraje (después de todo, por algo habrá
alcanzado aquella cifra) se lo encuentra de frente. Se saludan cordialmente. El
de los 50 libros le hace cara de estar viendo a un ignorante, y se despiden. De
inmediato, el que no ha leído cincuenta libros busca al primer conocido que
tenga cerca para decirle: “Mira, para que veas que los libros no sirven para
nada, ése se leyó 50 este año y sigue siendo un imbécil.” ♦
Por Diego Salas