Es un escenario catastrófico, y además, inminente: los
embotellamientos van a seguir creciendo, y se van a seguir multiplicando. Cada
día habrá más en donde siempre ha habido, y aparecerán nuevos, en los lugares
más insospechados –ya de por sí, en esta capital, los hay a las dos de la
mañana, en fin de semana, producto de los alcoholímetros.
Nada indica que haya manera de solucionar el
problema mientras no se reproduzca la generación de atletas en potencia capaces
de subir colina arriba bicicleta, mientras hablan –manos libres mediante– de
asuntos urgentes con un familiar o un compañero de trabajo. Sin embargo, para
gracia de los que no viviremos para ver eso, puedo asegurar que el problema no
es el embotellamiento, sino la actitud que tomamos ante eso.
En condiciones normales, es decir, si uno no tiene
alguna urgencia clínica o es objeto de algún tipo de persecución
automovilística, cualquier persona puede sobrevivir a un embotellamiento. En
realidad, en esta zona del país, uno no se la pasa tan mal. Después de todo, se
puede esperar sentado, escuchando la radio, y bajo la sombra. La sed y el
hambre se solucionan previendo las condiciones del viaje con una botella de
agua de medio litro y un par de chocolates, dispuestos abajo del asiento del
piloto. Es decir, todo eso que ocurre como efecto directo de estar
“inesperadamente” atrapado en medio de un mar de lámina y gasolina, se puede
sobrellevar con dignidad si se hace acopio de paciencia, amor al presente, y
algunos víveres básicos.
El problema de fondo es otro. Lo que de verdad
perjudica es la flagelación emocional autoinflingida de pensar que nadie nos va
a creer –como si sólo uno supiera que la sobrepoblación de vehículos es un mal
crónico– que hubo un embotellamiento, y que por eso seremos implacablemente
castigados por el retraso. Ésa es la raíz de todo: un sentimiento de culpa
innecesario, y que, además, es generado desde, por y hacia nosotros mismos.
Ahí, en esa mortificación gratuita subyacen los ornamentos del martirologio que
caracterizan a nuestra vida cotidiana: el odio sincero y desmesurado a un
prójimo que ni siquiera podemos ver desde nuestro asiento; la saturación de
gases tóxicos, producto de nuestra ingenua esperanza por avanzar tan
intempestivamente que, de tomarse veinte segundos extra –en lo que encendemos
de nuevo el coche– para avanzar, supondría un atentado contra nuestra vida y
nuestra reputación de gente respetable en sociedad; y, finalmente, el ruido, el
uso compulsivo del claxon y la potencia del estéreo, como si sólo así pudiera
ser enunciado adecuadamente nuestro encriptado himno de la desgracia.
Hay algunas soluciones para este último aspecto. En
primer lugar se debería cambiar al claxon por un altavoz, pero no por uno de
esos megáfonos rudimentarios que producen, sin importar la persona que lo use,
la misma voz nasal, chillona y desarrapada; sino un procesador de alta
tecnología, aunque sea china, que digitalice la voz y la reproduzca lo más
parecido posible a la del usuario en turno, ni más ni menos. Esto podría ayudar
a apaciguar a los rezagados de la fila. Bastaría con que alguno de ellos
dijera: “el del Focus rojo que está junto a la camioneta de Bimbo, ¿me podría
decir por qué no avanza nadie?”, y a la brevedad, la explicación emergería con
mayor o menor precisión en voz del conductor aludido o de cualquiera de sus
vecinos que sienta la obligación moral de responder a una pregunta, aunque no
se la hayan formulado a él. No siempre será una respuesta concreta y
contundente, es seguro; pero de alguna forma, por más vago que sea lo que se
obtenga de aquello, será indiscutiblemente tranquilizador saber que adelante no
hay personas mal intencionadas, estacionadas por el mero gusto de ver las
calles anegadas de esmog y gente sudorosa.
Lo admito, eso daría pie a que, en muchas
ocasiones, un connato de pleito se difundiera a lo largo y ancho de los
caminos; aunque, como ya es tradición en los connatos de pleito mexicanos
–cuando menos en los de esta zona del país–, el intercambio apasionado de
“qués” (V.gr: “¿Qué?”, “¿Pos qué?”, “¿Pos qué de qué?”, “Pos ora, ¿o
qué?”, y así hasta el infinito) siempre termina por relajar la tensión hasta
evitar el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Otra de las ventajas es que la urbe
embotellada se volvería una tierra fértil de buenos oradores. Y debo hacer
hincapié: buenos oradores, no gente con “labia”. Los buenos oradores se
caracterizan por decir cosas coherentes, y con mucha seguridad; en cambio, la
gente con “labia” se limita a tener mucha seguridad. Es probable que después de
muchos años de ejercer esta práctica comunicativo-catártica comencemos a tener
resultados a la vista. Tal vez aparezcan futbolistas capaces de unir cinco
oraciones de forma más o menos razonable durante las entrevistas.
Otro punto a favor será que la gente que se vale del
búfer de su coche para llamar la atención, ya no tendrá que hacerlo. Es más,
estará obligada a refinar sus prácticas. En lugar de andar por ahí
presumiéndole a cualquier desconocido el hecho de que en su auto sí se escucha
claramente el “prum prum” del bombo –y sin controlar bien a bien el efecto que
eso puede causar en el otro–, el automovilista interesado podría limitarse a
anunciar su presencia durante los embotellamientos con la mejor carta de
presentación de que disponga: “Hola, buenas tardes, yo soy Felipe, y como no
nos vamos a mover, más vale entretenerse con algo. Soy malo contando chistes,
pero da la casualidad que hoy traigo el periódico en el carro…”♦