A UN MES DEL PARO DE LABORES EN LA EX UNIDAD DE
HUMANIDADES DE LA UV, HÉCTOR MIGUEL SÁNCHEZ SE OCUPA DE LAS CAUSAS Y LOS LOGROS
DE LA MOVILIZACIÓN ESTUDIANTIL, DE LAS SIMPATÍAS Y RECHAZOS A SUS PETICIONES,
LOS DUDOSOS ACUERDOS Y SU ESCASA REPRESENTATIVIDAD.
El pasado martes 2 de
octubre, un grupo de estudiantes –y, al parecer, también de académicos– tomó la
Unidad de Humanidades de la Universidad Veracruzana. Fue un acontecimiento que
a varios nos tomó por sorpresa y, no obstante, ya había una serie de signos que
podían prefigurarlo: la aparición del movimiento Yo Soy 132 (12 de mayo), con
sus correspondientes simpatizantes xalapeños; las manifestaciones locales en
contra del fraude electoral de julio y, en días recientes (29 de septiembre),
la agresión a Adela Micha durante la entrega, por parte de la Universidad
Popular Autónoma de Veracruz, de su doctorado honoris causa. Todos estos
acontecimientos nos hablan del clima de inconformidad social vivido en Veracruz
y en el país y, en concreto, del repudio a las “instituciones” educativas y
gubernamentales. A esta situación, ya de por sí tensa, hay que agregar dos
ingredientes: la inminente aprobación de la reforma laboral (de cuño
neoliberalista) y la conmemoración de la matanza de Tlatelolco; el resultado:
un acto real y simbólico de protesta. El 8 de octubre, tras un diálogo de más
de cinco horas entre el Primer Comité General de Huelga y el rector de la
universidad, se llegó a un acuerdo de 14 puntos y se devolvieron las
instalaciones. Ahora que ha concluido la huelga, analicemos las distintas caras
del fenómeno y veamos cuál podría ser su efectividad en tanto praxis que
llevaría a una transformación sustancial de la realidad.
Por una
parte, vimos las inconsistencias políticas del Comité General de Huelga. No
obstante haber sido respaldado por un considerable número de simpatizantes
(alrededor de 800), el comité demostró tener una concepción de la democracia
tan incompleta como la de las instancias de gobierno: la totalidad de
estudiantes, académicos y personal administrativo de Humanidades no decidió de
forma consensuada la toma del plantel; por el contrario: el comité, asumiendo
representar los intereses de toda la Unidad (como los gobernantes dicen
representar al pueblo), actuó arbitrariamente, sin legitimidad, lo que queda demostrado
por el hecho de que la mayor parte de los “representados” ni siquiera conocía
la decisión del comité. Se pasó por alto, pues, que todo acto representativo
debe tener una base participativa real que lo presuponga.
Por otro
lado nos encontramos con la postura “políticamente correcta” de los
“representantes universitarios”, que, en su comunicado del 5 de octubre, se
presentaron a sí mismos como “[…] respetuos[os] de la libre expresión de los
universitarios[…]” y como abiert[os] “[…] al diálogo y [al] razonamiento con
los estudiantes en desacuerdo”. Esta posición es engañosa: si la universidad
contara ordinariamente con los mecanismos de comunicación para que los
estudiantes, académicos y personal administrativo pudieran incidir críticamente
en la transformación de la institución y, en general, de la sociedad, toda
huelga sería prácticamente impensable. El comité tuvo que recurrir a este acto
real y simbólico porque sintió que los intereses de la “sociedad universitaria”
no estaban siendo atendidos y que la única forma de “llamar la atención” de
“sus representantes” era mediante una protesta de gran envergadura. La
universidad, así bien, es tan antidemocrática –o, si se prefiere, tan
formalmente democrática– como el gobierno y el comité: los “representantes”
universitarios toman las decisiones y los “representados” sólo pueden
acatarlas, aunque se genere la ilusión de que hay diálogo y de que todo marcha
en orden.
Finalmente
está la postura de los estudiantes, profesores, personal académico de
Humanidades y población en general que no respaldaron al comité. Buena parte de
ellos mostró una actitud de indiferencia o de puro desdén tan antidemocrática
(aunque en otro sentido) como la de las autoridades universitarias, el gobierno
o el comité. Sumergidos en la hoy imperante cultura del individualismo y de la
apatía política, juzgaban de “porros, seudoestudiantes o revoltosos” a los
simpatizantes del comité y afirmaban que “a la escuela se va a estudiar, no a
hacer desmanes políticos”. Otros reclamaban abstractamente su derecho a
estudiar cuando, durante los días ordinarios de clase, en lo único que piensan
es en cómo divertirse el fin de semana (o, si son profesores, en seguir
cobrando su cheque). Algunos más, por último, aprovecharon los “días de
descanso” generados por la huelga y aguardaron en casa a que “todo volviera al
orden”. La huelga sirvió así, entre otras cosas, para poner en evidencia que,
además de estudiantes, somos entes políticos “por naturaleza”, y que hay un
mundo por transformar que rebasa los límites de nuestras preocupaciones
individuales.
Entre
las peticiones del Comité de Huelga se encontraban, por ejemplo, la
fiscalización del presupuesto destinado a los equipos deportivos de la
universidad, la revisión del Modelo Educativo Integral y Flexible (MEIF) y la
pronunciación oficial en torno a la reforma laboral. No obstante, aunque dichas
reivindicaciones son no sólo justas, sino imprescindibles, la forma en que “se
hicieron oír”, a más de antidemocrática, fue ingenua.
No negamos la importancia de las huelgas y
manifestaciones para dar cauce a peticiones inmediatas, ni los logros que a
través de la historia han conseguido; sin embargo, ¿son el camino más
estratégico? El “acuerdo” con los “representantes universitarios”, además de
que no es legítimo (dado que no hay una democracia participativa en la Unidad
de Humanidades que le diera legitimidad representativa al Comité de Huelga),
atiende sólo aspectos superficiales: importantes, sí, y que benefician no sólo
al comité, sino a toda la Unidad, pero que siguen sin resolver o siquiera
plantear el problema de una democracia participativa crítica capaz de
transformar la universidad y la sociedad en general. En suma, la toma de la
Unidad de Humanidades no ayudó ni a generar, ni a fortalecer, ni a transformar
críticamente las instituciones de la sociedad. ♦
Por Héctor Miguel Sánchez