Un 12 de noviembre de 1923, en Córdoba, Veracruz, nació uno de nuestros más
altos poetas. En homenaje a sus 89 primaveras, celebradas en las Primeras
Jornadas Literarias en el Natalicio de Rubén Bonifaz Nuño, Rafael Toriz aborda
la veta amorosa de la obra poética del autor de El manto y la corona. En su poesía, dice Toriz, “el amor no sólo atiende al otro como
complemento erótico sino también lo entiende a través de la empatía, ese
semejante para el que tiende una mano amiga”.
Mas cae mi lengua;
entre mis
huesos,
tenue flama se escurre.
Catulo
Casi todos los sabemos: entre la realidad y el deseo –entre la boca y la
piel– suele irrumpir el azar y la necesidad, la separación, la imposibilidad.
El tedio.
Con el tiempo llega el desencanto y el hecho de
enamorarse se va tornando una ficción, fruto proscrito, memoria difusa: acaso
una mentada de madre, pero no todo el tiempo. Caer rendido ante el otro y ser
además el objeto de sus delirios es semejante a ganarse la lotería: una
casualidad que casi nunca se consuma y mucho menos permanece, pero sucede. En
cuestiones del corazón siempre estamos expuestos a los designios del capricho y
los albures: águila que vuela victoriosa o sol que nos devora, macilento.
La poesía amorosa de Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba,
1923) es una anatomía profunda de los complicados mecanismos del corazón. Dueño
de una de las obras líricas más conspicuas de la lengua, su trabajo ha sido una
exploración del hombre enamorado y rechazado; del ente sensible enfrentado al despotismo
de la urbe, con las esperanzas deshechas y el horrible sabor a cenicero donde antes hubo besos. Bonifaz le
ha cantado al roto, al pelado que por el hecho de ser consciente gana,
sublimándose, la dignidad. En su poesía el amor no sólo atiende al otro como
complemento erótico sino también lo entiende a través de la empatía, ese
semejante para el que tiende una mano amiga.
A estas alturas hacer una semblanza del poeta
resultaría innecesario (el bardo, de humildad arrolladora, es un gigante). Sin
embargo no estará de más mencionar que egresó de derecho en la UNAM, se especializó en letras clásicas y devino
profesor de latín y literatura. Dirigió la célebre Bibliotheca Scriptorum
Graecorum et Romanorum Mexicana y la colección Nuestros Clásicos, pero, sobre
todo, destacó como traductor exquisito, vertiendo al español, en versiones
inmaculadas, la Ilíada (Homero), la Eneida y las Geórgicas
de Virgilio, las Metamorfosis y El arte de amar del gran Ovidio, De
la natura de las cosas de Lucrecio, las Églogas de Dante y sobre
todo un libro del que aún no consigo reponerme y que cambió mi vida para
siempre: Cármenes, de Catulo.
Bonifaz, cercano desde su juventud a la
sensibilidad y cosmogonía del mundo prehispánico, ha escrito también obras que
testimonian su pasión por los universos de los antiguos mexicanos, columna
vertebral de este país. Destacan sus ensayos La puerta del templo, El
cercado cósmico, Imagen de Tláloc, Escultura azteca y Hombres
y serpientes. Bonifaz, el erudito, ha sido toda su vida un humanista
comprometido, un profesor consecuente y un poeta extraordinario.
La presente antología no pretende sino juntar
algunas flores de su vastísimo jardín, ofreciendo un mosaico de la riqueza de
su poesía, atenta como pocas a la métrica y los recursos formales del canto.
Los poemas seleccionados van desde sus primeros libros, pasando por su etapa de
consolidación –creo que el consenso es absoluto al considerar Los demonios y
los días no sólo su mejor libro sino también como la obra que quintaesencia
sus poderes– con títulos como El manto y la corona, Fuego de pobres,
El ala del tigre, hasta la etapa de madurez, que incluye obras como Albur
de amor, Pulsera para Lucía Méndez y su último libro, Calacas,
obra de senectud por la que siento una especial fascinación.
Poco más es lo que puedo añadir. Ante un poeta tan
grandioso todo lo que resta, amén de conminar a su lectura, acaso sea compartir
una alusión. Era yo muy joven cuando lo conocí. Me sorprendió muchísimo su
cordialidad, su vestimenta impecable –él, qué duda cabe, es el catrín de la
lotería– y una generosidad que desbordaba cada uno de sus gestos y todas sus
palabras. El poeta escuchaba a jóvenes escritores, ansiosos y maravillados.
También imprudentes.
Cuando pude hacerle una consulta (él ya estaba
absolutamente ciego), le pregunté a bocajarro y sin dobles intenciones: “¿Por
qué Pulsera para Lucía Méndez?” El poeta, que hasta entonces había
estado alegre y muy cordial, guardó un silencio de mármol. Tomó de un trago su
vaso de Coca-Cola, hasta entonces indemne, y me dijo:
—Mire joven, ni quiero ser descortés… ¡Pinche
vida!
Y enfiló, con seriedad y aferrado a su bastón,
hacia su vocho.
Años después volví a verlo, de nuevo en un
encuentro con jóvenes autores (su generosidad, es bien sabida, no hace sino
acrecentarse con los años).
Luego de que todo mundo habló, me acerqué
tímidamente y le pedí con un hilo de voz que me firmara uno de sus poemarios.
El poeta, gustoso y como pudo, trazó las letras de su nombre.
Ya me había dado vuelta cuando me tomó por el
brazo, y con su mirada cubierta por la niebla, me dijo:
—Hoy, 13 de diciembre, es el día de Santa Lucía.
Sentí, como nunca antes en la vida, un relámpago en
el cuerpo.
Confío que la selección que continúa postergue en
otros ojos ese mismo encantamiento. ♦
Por Rafael Toriz