MISERIA Y ESCRITURA CONSTITUYEN UNO DE LOS DÚOS MÁS
MISTIFICADOS EN TORNO A LA LITERATURA. A PARTIR DE LA LECTURA DE PARÍS ERA UNA
FIESTA, JOSUÉ CASTILLO PARTE DEL EJEMPLO DE HEMINGWAY PARA DILUCIDAR LA
CUESTIÓN. QUIÉN DIRÍA, ESCRIBE CASTILLO, “QUE EN SU INTENTO POR CREAR SU PROPIO
MITO ERNEST PERDERÍA POR EL CAMINO A CIENTOS Y CIENTOS DE JÓVENES INGENUOS QUE,
EVENTUALMENTE Y A LA MALA, SE ENTERARÍAN QUE LA POBREZA NO ES UNA FIESTA”.
Yo he hablado de París según era en los primeros
tiempos,
cuando éramos muy pobres y muy felices.
Ernest Hemingway
Se han escrito cientos
y miles y millones de caracteres para hacer encomios de la miseria, para
reconocer en ella una fuente de inspiración primigenia en la elaboración del
texto, o bien la condición necesaria para las grandes obras, los poemas de
largo aliento o las novelas definitivas. Muchos se ruborizan por no haber
sufrido lo suficiente, se avergüenzan de su apellido, de su cuna, y buscan a
toda costa camuflarse y hacerse pasar por uno de nosotros, los jodidos.
El
capital, que conoce muy bien el ritmo del mundo y sus tendencias, está ahí para
ofertar lo necesario para sentirse a gusto y vivir la pose sin limitaciones.
Una gama interminable de productos se ofertan para el escritor en ciernes:
desde el fedora nuevo pero que parece desgastado hasta jeans deslavados a la maistro albañil. También se han adoptado
toda clase de prácticas y costumbres para verse más sucio, más legítimo.
Nuestros contemporáneos no escatiman en dinero para verse como pordioseros, así
como los anteriores a nosotros se esforzaban demasiado por parecer proletarios.
Así, la miseria se vuelve la forma de vida más legítima para el creador. En
algunos casos, incluso, tiene tanta importancia que puede justificar el intento
poético más palurdo. Nos hemos perdimos tanto por nuestra falta de talento que,
en nuestra desesperación, tomamos por fundamental lo accesorio.
Un
título tentativo para este texto era: “«puede ser mal poeta, pero al menos
vive como un verdadero artista» y otras patrañas”.
La
pobreza es un fantasma que acecha a los jóvenes creadores. Se dice por ahí, se
cuenta y se rumora que para ser un artista, uno de verdad, hay que arriesgarse
y vivir la bohemia. Gozar la pobreza e, incluso, la miseria. En París era
una fiesta, reconocidísimo por muchos como uno de los más grandes libros de
escritores para escritores, Hemingway se extiende hablando de las condiciones
nada agradables que vivío en París. Además del retrato de la capacidad que ha
de tener el escritor para encontrar una historia sincera en cada oportunidad,
nos encontramos con que la pobreza es un elemento necesario para forjarse como
un creador sincero y de calidad, una prueba de disciplina. Hallaremos un
capítulo entero dedicado al hambre ―El hambre era una buena
disciplina― y cómo ésta puede llevar nuestra recepción
estética a un nivel vedado en otras condiciones. Teniendo hambre, llegué a
entender mejor a Cézanne y su modo de componer paisajes. Muchas veces me
pregunté si él tendría también hambre cuand pintaba, pero me dijo que si la
tenía era seguramente porque se le había olvidado la hora de la comida. Más
adelante insiste: mi hambre estaba reprimida, pero mis sentidos se habían
puesto de nuevo en receptividad exacerbada.
Pero no
hay que olvidar que, como todo, el París de Hemingway es una ficción más. Y París
era una fiesta es otra de las estrategias del autor por construirse una
leyenda, devenir un personaje literario y alejarse por fin de la terrenalidad a
la que, como nosotros, el viejo Ernest estaba condenado. Estamos de pie ante la
obra en la que Hemingway intentó imponerse, bajo las condiciones controladas de
la autoficción, su idea de virilidad. Habríamos de considerar esta obra de
Hemingway como su intento de estar a la altura de su héroes. Ernest rompe la
barrera autor-narrador para devenir ejemplo de sus reglas de estoicismo,
disciplina en la adversidad y elegancia en el sufrimiento. Quién diría que en
su intento por crear su propio mito, Ernest perdería por el camino a cientos y
cientos de jóvenes ingenuos que, eventualmente y a la mala, se enterarían que
la pobreza no es una fiesta.
Las
mistificaciones alrededor de la vida de un creador mueren una a una cuando
sobre ti cae la espada de Damocles y, en milésimas de segundo, pasa la vida
ante tus ojos. Reaccionas y por fin logras admirar las proporciones de cada una
de las decisiones. El trabajo soñado, en donde te pagaban bien y sólo tenías
que soportar a un patrón estúpido o a una jefa advenediza ante quienes sólo
tenías que bajar la cabeza y decir “sí” para procurarte, por lo menos, una
holgada existencia. Y la posibilidad de crear una familia con esa buena chica
que tan bien cae a tu familia y que te quiere a montones, pero que no
representa otra cosa que la estabilidad y la bonanza que te han enseñado que
todos deben aspirar. O esa vida familiar llena de mimos, como comida caliente y
segura todo el día, o sábanas y ropas limpias, a cambio, simplemente, de vivir
bajo el mismo techo con personas con las que lo único que tienes en común es la
sangre. Esas posibilidades que abandonaste de titularte y ser profesor en una
preparatoria o en tu alma mater a cambio de prolongar, ad nauseam, la
tradición académica de hacer una tesis de algún tema mil veces tratado. Pero
no, renunciaste a tu familia, a la academia y a la comodidad. Renunciaste a los
cumpleaños con los compañeros de trabajo y los reportes mensuales de
aprovechamiento, a los exámenes semestrales, a la evaluación. Rechazaste ser
una momia más en exhibición en tu facultad. Y perdiste también los domingos
despreocupados, tus dos semanas de vacaciones al año y el derecho a un año
sabático después de varios de castrense puntualidad y servicio al apostolado de
la educación. ¿Y qué harás cuando veas que no era fácil para el que quiere
vivir fuera del redil y hacerse el héroe o el bohemio? ¿Ahora que ves el tamaño
de la apuesta y sientes el estómago vacío y estás solo, qué harás? ¿Te
arrepientes? Ya no hay tiempo para llorar y te tienes que amachinar porque la
vida no es bonita y no tienes amigos. La vida te quiebra si no asumes las
consecuencias de lo que has hecho aun sin estar consciente. Y no es que la vida
sea mala o miserable o culera, life does what knows how to do.
This
ain’t child’s play. Entonces llegan el dolor y la
melancolía, como banderillas que coronan a un toro ya desgastado. Esto no lo
puede calcular nadie, sólo pasa cuando tienes las manos abajo y no hay manera
de defenderse. ¿Te enseñó tu noviecita a lidiar con la desesperanza? ¿Te
ayudaron las clases a las siete de la mañana sobre estoicismo y cinismo a
lidiar con el dolor? ¿En dónde están tus amigos ahora, en dónde los que te
pidieron que llamaras? Cuando vives la miseria absoluta ya no hay nada ni
nadie, tu único refugio es la escritura.
Y notas
que la miseria no es trendy como imaginabas. Que no existe esa sabiduría
del miserable que va a juzgar a todos los hombres desde el atalaya del saber.
No eres más santo, no te acercaste al uno sino a la suciedad.
Y pareciera que se confirma el mito, que se encomia el
lugar común. Pero la miseria no inspira a nadie, no despierta ninguna capacidad
oculta en el espíritu que hace que los versos o los párrafos manen de las manos
así porque sí. No hay ninguna magia. Si hay creación desde la miseria es porque
el hombre despojado de toda comodidad intenta asirse a algo, lo que sea, y no
le queda nada más que sí mismo. Te enfrentas al silencio, pero te quedan las
letras. Cuando todos te han abandonado y no te queda ni un mendrugo de pan a la
mano, la escritura se presenta como pharmakón. Se escribe para escapar
de ese momento mientras que paradójicamente nos entregamos a su encuentro. ♦