En
esta primera entrega, Hipólito Rodríguez aborda uno de los males más
perniciosos de los tiempos modernos: el colapso de las ciudades a causa del número
excesivo de automóviles. Xalapa, nuestra
ciudad, no es la excepción: sacrifica
sus espacios verdes para dar paso a todo tipo de vehículos, no a las personas.
Así como los
cuerpos humanos pueden caer en situaciones de arteriosclerosis por el
taponamiento de sus arterias vitales, así las ciudades pueden caer en
situaciones de parálisis por el embotellamiento de las venas que permiten
circular a sus habitantes. Xalapa es hoy víctima del colesterol urbano.
El
congestionamiento no es una enfermedad que sólo aqueja a nuestra ciudad, pero
esto no es un consuelo. Con el abaratamiento de los automóviles, el
extraordinario incremento del número de coches que circulan por las ciudades es
un fenómeno universal. En la actualidad, no hay ciudad que no padezca esta
enfermedad propia de la modernidad. Con el acceso a bienes de consumo antes
considerados exclusivos de las clases altas, han proliferado padecimientos que
merman la salud de todos los estratos sociales, incluso los más empobrecidos.
El
fordismo, un modelo de sociedad que prosperó en las principales economías del
mundo a lo largo de buena parte del siglo XX, es el causante de ese mal ahora
universal. El mítico Ford, dueño de grandes fábricas, propuso que sus
productos, unos simpáticos carritos, pudieran ser adquiridos por sus propios
trabajadores. Astuto, el empresario sabía que la demanda de sus productos
pronto se acabaría, y su negocio se colapsaría, a menos que pudiera incorporar
a su consumo a más personas. En consecuencia, acudió a una herramienta
fundamental: el crédito. Su ejemplo no tardó en cundir. Todos podemos adquirir
cualquier mercancía, aun las costosas, si disponemos de la posibilidad de
comprar en abonitos fáciles. En pocos años, el negocio creció: miles de
personas se endeudaron con el propósito de acceder a uno de los símbolos de la
modernidad.
El
problema es que en la medida en que el automóvil se vulgarizó, se perdió una de
sus principales virtudes: la velocidad. Mientras eran pocos los vehículos que
circulaban, sus dueños podían disfrutar de esa ventaja inigualable: ser más
rápidos que los demás. Pero cuando las calles comenzaron a verse saturadas de
más y más carros, la ventaja desapareció. Y a medida que pasa el tiempo, las
desventajas crecen.
Desde
que el problema se presentó, las ciudades comenzaron a reorganizarse para poder
digerir a este peculiar bicho, convertido ya en una plaga. Ensancharon sus
avenidas, construyeron puentes, túneles, pasos a desnivel, viaductos,
periféricos, libramientos, segundos pisos, una multitud de intervenciones que
no para. Desde entonces, se registra una auténtica reconfiguración del paisaje
urbano. Urbes antaño caminables, con paseos maravillosos, vieron desaparecer
calles, bulevares, hasta las mismas banquetas. Con tal de ampliar los espacios
de circulación, se eliminó todo aquello que podía estorbar. El humilde
transeúnte, el vulnerable peatón, se ha vuelto un peligro, y no tardará en
convertirse en una especie en extinción. La hipertrofia del pavimento ha
suscitado la desaparición de las áreas verdes, la reducción y cercamiento de
los prados. Los mismísimos camellones poblados de árboles, que brindan sombra
en forma generosa, se vieron acosados por la expansión del cemento y el
chapopote. Los parques, de suyo una utopía, pues no otra cosa es tener a la
naturaleza en el seno de la ciudad, también han visto mermadas sus
posibilidades de sobrevivencia.
Las
aceras que habían permitido a nuestros ancestros deambular tranquila, cómodamente,
ahora se encuentran sometidas a una extrema tensión y se busca achicarlas. Los
llamados centros históricos son esa suerte de reliquia que la modernidad no
entiende: pertenecen a una época en la que la gente solía pasear y hacer sus
compras a pie. Ante el abrumador incremento del parque vehicular (un oxímoron),
las áreas centrales han devenido un laberinto intransitable, un conjunto de
callecitas saturadas de coches y vendedores ambulantes donde conviven peatones
abrumados por la contaminación y el pequeño comercio.
La
Ciudad de las Flores, la vieja Xalapa, no ha escapado a ese destino: la
modernidad ha convertido a su área central en un espacio colmado en las horas
pico por embotellamientos que aturden a peatones y automovilistas. Los
ciudadanos, azorados por la lentitud de su tránsito, contemplan a sus poderosos
medios de transporte como máquinas estúpidas, ansiosas por correr pero
incapaces de ir a más de veinte kilómetros por hora. Las bicicletas son vistas
con envidia, y por eso corren (peligro).
Todos
sabemos que los espacios de circulación son espacios públicos: han sido
financiados gracias a nuestros impuestos. Su función es ayudar a que los coches
y las personas circulen. Sin embargo, cada día es más frecuente que esos
espacios se privaticen: las calles e incluso las principales avenidas son ahora
utilizadas para estacionarse. Si antes había dos o tres carriles para circular,
ahora sólo disponemos de uno. Los propios coches se han convertido en enemigos
de la movilidad. Ese es el colesterol que nos agobia. El policía de tránsito se
ha convertido en un remedio ineficaz: a menos que cuente con una grúa, los
dueños de los automóviles no se sienten desafiados por su presencia y suelen
estacionarse en lugares prohibidos, contraviniendo el más elemental civismo.
Nadie quiere caminar, y sin mayor preocupación los usuarios del automóvil se
detienen en las vías de circulación, volviéndose un estorbo para los demás.
La
antaño Ciudad de las Flores es ahora la ciudad de los embudos. Las grandes
obras de ingeniería, puentes y túneles, diseñados para beneficio de la
circulación, desembocan en esas arterias saturadas de estorbos en que se han
convertido nuestras calles. En Xalapa, las autoridades mientras tanto parecen
contemplar la decadencia urbana como si fuese algo ajeno a ellas. El colesterol
parece que también ha llegado a afectarles. ♦
Por Hipólito Rodríguez