Xalapa y el colesterol urbano/I


Publicado porJosé Homero el 1:44 p.m.




En esta primera entrega, Hipólito Rodríguez aborda uno de los males más perniciosos de los tiempos modernos: el colapso de las ciudades a causa del número excesivo de automóviles.  Xalapa, nuestra ciudad,  no es la excepción: sacrifica sus espacios verdes para dar paso a todo tipo de vehículos, no a las personas.
Así como los cuerpos humanos pueden caer en situaciones de arteriosclerosis por el taponamiento de sus arterias vitales, así las ciudades pueden caer en situaciones de parálisis por el embotellamiento de las venas que permiten circular a sus habitantes. Xalapa es hoy víctima del colesterol urbano.
El congestionamiento no es una enfermedad que sólo aqueja a nuestra ciudad, pero esto no es un consuelo. Con el abaratamiento de los automóviles, el extraordinario incremento del número de coches que circulan por las ciudades es un fenómeno universal. En la actualidad, no hay ciudad que no padezca esta enfermedad propia de la modernidad. Con el acceso a bienes de consumo antes considerados exclusivos de las clases altas, han proliferado padecimientos que merman la salud de todos los estratos sociales, incluso los más empobrecidos.
El fordismo, un modelo de sociedad que prosperó en las principales economías del mundo a lo largo de buena parte del siglo XX, es el causante de ese mal ahora universal. El mítico Ford, dueño de grandes fábricas, propuso que sus productos, unos simpáticos carritos, pudieran ser adquiridos por sus propios trabajadores. Astuto, el empresario sabía que la demanda de sus productos pronto se acabaría, y su negocio se colapsaría, a menos que pudiera incorporar a su consumo a más personas. En consecuencia, acudió a una herramienta fundamental: el crédito. Su ejemplo no tardó en cundir. Todos podemos adquirir cualquier mercancía, aun las costosas, si disponemos de la posibilidad de comprar en abonitos fáciles. En pocos años, el negocio creció: miles de personas se endeudaron con el propósito de acceder a uno de los símbolos de la modernidad.
El problema es que en la medida en que el automóvil se vulgarizó, se perdió una de sus principales virtudes: la velocidad. Mientras eran pocos los vehículos que circulaban, sus dueños podían disfrutar de esa ventaja inigualable: ser más rápidos que los demás. Pero cuando las calles comenzaron a verse saturadas de más y más carros, la ventaja desapareció. Y a medida que pasa el tiempo, las desventajas crecen.
Desde que el problema se presentó, las ciudades comenzaron a reorganizarse para poder digerir a este peculiar bicho, convertido ya en una plaga. Ensancharon sus avenidas, construyeron puentes, túneles, pasos a desnivel, viaductos, periféricos, libramientos, segundos pisos, una multitud de intervenciones que no para. Desde entonces, se registra una auténtica reconfiguración del paisaje urbano. Urbes antaño caminables, con paseos maravillosos, vieron desaparecer calles, bulevares, hasta las mismas banquetas. Con tal de ampliar los espacios de circulación, se eliminó todo aquello que podía estorbar. El humilde transeúnte, el vulnerable peatón, se ha vuelto un peligro, y no tardará en convertirse en una especie en extinción. La hipertrofia del pavimento ha suscitado la desaparición de las áreas verdes, la reducción y cercamiento de los prados. Los mismísimos camellones poblados de árboles, que brindan sombra en forma generosa, se vieron acosados por la expansión del cemento y el chapopote. Los parques, de suyo una utopía, pues no otra cosa es tener a la naturaleza en el seno de la ciudad, también han visto mermadas sus posibilidades de sobrevivencia.
Las aceras que habían permitido a nuestros ancestros deambular tranquila, cómodamente, ahora se encuentran sometidas a una extrema tensión y se busca achicarlas. Los llamados centros históricos son esa suerte de reliquia que la modernidad no entiende: pertenecen a una época en la que la gente solía pasear y hacer sus compras a pie. Ante el abrumador incremento del parque vehicular (un oxímoron), las áreas centrales han devenido un laberinto intransitable, un conjunto de callecitas saturadas de coches y vendedores ambulantes donde conviven peatones abrumados por la contaminación y el pequeño comercio.
La Ciudad de las Flores, la vieja Xalapa, no ha escapado a ese destino: la modernidad ha convertido a su área central en un espacio colmado en las horas pico por embotellamientos que aturden a peatones y automovilistas. Los ciudadanos, azorados por la lentitud de su tránsito, contemplan a sus poderosos medios de transporte como máquinas estúpidas, ansiosas por correr pero incapaces de ir a más de veinte kilómetros por hora. Las bicicletas son vistas con envidia, y por eso corren (peligro).
Todos sabemos que los espacios de circulación son espacios públicos: han sido financiados gracias a nuestros impuestos. Su función es ayudar a que los coches y las personas circulen. Sin embargo, cada día es más frecuente que esos espacios se privaticen: las calles e incluso las principales avenidas son ahora utilizadas para estacionarse. Si antes había dos o tres carriles para circular, ahora sólo disponemos de uno. Los propios coches se han convertido en enemigos de la movilidad. Ese es el colesterol que nos agobia. El policía de tránsito se ha convertido en un remedio ineficaz: a menos que cuente con una grúa, los dueños de los automóviles no se sienten desafiados por su presencia y suelen estacionarse en lugares prohibidos, contraviniendo el más elemental civismo. Nadie quiere caminar, y sin mayor preocupación los usuarios del automóvil se detienen en las vías de circulación, volviéndose un estorbo para los demás.
La antaño Ciudad de las Flores es ahora la ciudad de los embudos. Las grandes obras de ingeniería, puentes y túneles, diseñados para beneficio de la circulación, desembocan en esas arterias saturadas de estorbos en que se han convertido nuestras calles. En Xalapa, las autoridades mientras tanto parecen contemplar la decadencia urbana como si fuese algo ajeno a ellas. El colesterol parece que también ha llegado a afectarles.





Por Hipólito Rodríguez

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