El otro día vi en televisión una
extraordinaria conversación entre Michael Bay y James Cameron. El director de Titanic
y Avatar le preguntaba al director de Transformers cómo había
logrado la profundidad secuencial a partir del 3D. De verdad que la plática se
tornó exquisita con dos grandes astros del cine blockbuster. Sin
embargo, también existe un discurso antípoda al descrito: el cine del finlandés
Aki Kaurismaki.
Evidentemente alejado de
las retóricas dominantes del cine, Kaurismaki hace películas con un acento
delicado, dormilón, con un aire de ausencia que las distingue del resto
de los lenguajes que han apostado más por la taquicardia de la edición. Desde
que lo conocemos con Los vaqueros de Leningrado van a América,
Kaurismaki procura historias en una especie de duermevela que extiende la
reflexión basada en composiciones austeras.
Le Havre, el puerto de la
esperanza es
una cinta humanista en más de un costado. Por ello no estaría tan seguro que al
haber incursionado en otro contexto –el puerto francés de Le Havre-, Kaurismaki
se distancie de las siluetas taciturnas que ha trazado en Helsinki. En cuanto a
estilo no, porque prosigue con ese minimalismo que congela la melancolía –en
apariencia de patente finlandesa–, con personajes entrañables desde un universo
outsider. Y en cuanto a su contenido tampoco hay distancia de su
anterior trabajo, porque el resultado de los discursos filmados en Helsinki
como Un hombre sin pasado, donde después de agotar al extremo el
problema de la identidad, ofrecen una salida igualmente candorosa como la de Le
Havre –y de forma curiosa también con su actriz fetiche Kati Outinen.
Insistamos que el ambiente looser
de los filmes de Kaurismaki es muy circunspecto. Evita los contrastes
dramáticos entre clases sociales, a pesar de inclinarse por la parte vieja de
Le Havre. Podría ser, sí, que estamos frente a un efecto buscado por Jean
Pierre Jeunet en Amelie para subrayar la parte íntima de una ciudad,
pero el esteticismo idealizante del París de Jeunet no tiene paralelo con el
enfoque pausado y digamos que neutro –o parco– de Kaurismaki por Le Havre.
Quieto, con humor negro,
equilibrado para no lindar en la apología, el barrio, según Kaurismaki, es un
telón de fondo que no se convierte en una fotografía turística sino en un
cálido lienzo –como la cantinucha y sus clochards.
Me parece además que
Kaurismaki mantiene ese concepto donde las cosas permanecen intocadas por el
tiempo, tal como resalta Carlos Bonfil de Le Havre. Ahora bien, este humanismo
de Le Havre descarta el acento por supuesto animista de una fiesta popular. Se
trata de una solidaridad social con el migrante de color sin azotarse, por
ejemplo, por la política persecutoria francesa. Es más, el personaje del
policía, Monet, es quien da el toque redentor al asunto con un carácter
exquisito en la vena Kaurismaki: silente, sosegado, corona ese apoyo
clandestino de todo el barrio.
Como representación, Le
Havre, el puerto de la esperanza rodea el desfogue de una Noche de San
Juan, por citar esa fiesta de la luz y de la alegría finlandesa que marca el
solsticio de verano. Arto Paasilinna en la novela Delicioso suicidio en
grupo cita dicha celebración para encuadrar el sino del finlandés: la huida
de la tristeza, y luego revierte el estereotipo con una absurda situación.
Kaurismaki tiene sólidos vasos con Paasilinna para vencer ese excedente
simbólico negativo del finlandés –aunque en Le Havre es francés.
Felicidad sin júbilo en Le
Havre…, en lo personal no es gratuito el nombre del policía. En 1872, el pintor
Claude Monet pintó Impresión, sol naciente, un cuadro de escasos
pinceles que son una instantánea del puerto. En este sentido coincide
Kaurismaki con una impresión y no un mural. Marcel, el escritor bohemio
recluido en el oficio de lustrabotas, le sirve para enseñarnos el valor de la
vida más allá de las cosas. Vagabundo, gardeliano, el “Cuesta abajo” de
Kaurismaki finalmente es un cuesta arriba escueto, parco y revitalizador.
Por Raciel D. Martínez