Autor de una vasta obra
narrativa, que incluye novelas y cuentos, Jorge López Páez (Huatusco, 1922)
celebra este año su noventa aniversario. Con motivo de este acontecimiento, el
Instituto Veracruzano de la Cultura rinde un homenaje a nuestro Premio Xavier
Villaurrutia con la publicación de El
Atlántico Veracruz, una antología preparada y prologada por Carlos Miranda
Ayala y que refrenda el aplauso unánime a uno de los narradores más destacados
de México perteneciente a la Generación del Medio Siglo.
La primera persona que conocí en mi vida que lee los
clásicos en griego y latín debió ser Jorge López Páez, y sigue siendo la única.
Fue en 1986 o 1987, en la desaparecida cantina ubicada en la esquina de
Revillagigedo y Artículo 123, El Puerto de Cádiz, a la que íbamos por entonces
los colaboradores y los editores del Semanario Cultural de Novedades,
más algunos amigos de La Jornada Semanal.
Un mediodía, antes de la hora de comer, al entrar vi,
en una de las primeras mesas, a Juan José Reyes, jefe de Redacción del Semanario,
acompañado por un hombre de figura algo menuda –tiempo después, Juan José me
contó que López Páez es su padrino de bautizo.Mucho antes que su capacidad de
leer en griego y latín, la primera sorpresa que me dio Jorge, a no más de diez
minutos de conversación, fue cuando me preguntó dónde había aprendido inglés.
No había yo pronunciado una sola palabra que no fuera en español. “En la
primaria”, respondí, y pregunté cómo lo había sabido. Con la fascinación exacta
que me producía Sherlock Holmes. “Por el movimiento de tus labios”, dijo, y de
inmediato reconocí que era cierto. La pronunciación del inglés es muy labial,
de modo que, sobre todo en el caso de las vocales, no se abre la boca
demasiado; las sílabas no se marcan tanto como en español. Eso quería decir,
deduje al reparar en el Mediterráneo, que el maestro López Páez conocía bien el
inglés y, supe después, lo lee perfectamente, como pude comprobar apenas leí un
cuento suyo, donde era perceptible la influencia de E. M. Forster.
Pocos años más tarde, en febrero de 1994, Jorge me
honró invitándome a presentar en una Feria del Libro de Minería el libro que
contiene su cuento más conocido, Doña Herlinda y su hijo (fce, 1993).
Apunté entonces, y lo repito ahora, que Jorge López Páez se tomó la molestia de
nacer muy pocos meses tras la muerte de Marcel Proust, en noviembre de 1922, en
una tierra muy ajena al París y el Combray del mayor escritor francés de la
modernidad, en Huatusco, estado de Veracruz.
Hice aquel apunte porque en la prosa de López Páez
existe una virtud primordial que distingue a la de Proust: la atención a los
detalles. Cuando tuve el placer de visitar por vez primera su pent-house
en la calle de Havre, y en las subsecuentes, pude apreciar que López Páez vive
rodeado de detalles, entre detalles, con detalles, por y para los detalles.
Detrás de ellos, en su literatura, López Páez enfatiza el mundo de las
apariencias no en el sentido despectivo común, el cual dicta que como te ven te
tratan, sino uno casi opuesto: como te presentas vives. Me atrevo a afirmar que
los ambientes en los puntos culminantes de los textos lópezpaecianos son
crepusculares porque lo que presenta bajo la luminosa luz del sol adquiere, al
atardecer, un equilibrio de claroscuros aportado por la vida real y, al caer la
noche, la parte del mundo que no es evidente, donde las apariencias, como las
de los gatos, se igualan en una profundidad abisal, en una carnalidad sórdida
con frecuencia pero con una vivacidad que no conoce la luz, lo vistoso.
Jorge solía organizar una comida los 25 de diciembre a
la que no faltaban sus amigos más cercanos de toda la vida, y convidaba a unos
cuantos artistas. Esa primera ocasión pude admirar su notable colección de
pintura, de la que resalta un famoso y muy colorido cuadro de Juan Soriano que
preside su sala. Hay obras valiosas incluso en el baño de visitas y, por toda
la casa, grandes jarrones que fungen como macetas que contienen decenas de
plantas diferentes.
Jorge publicaba con alguna regularidad cuentos en el Semanario
de Novedades, extensos por lo común. Hacia 1990 o 1991, la revista Textual,
de El Nacional, tuvo como tema central de su número 16 los viajes, donde
publiqué un cuento. Hasta donde recuerdo, no había leído nada mío, pero al
encontrarnos en el Salón Palacio, la cantina a la que nos habíamos mudado y la
cual sigue frecuentando él los viernes, fue muy encomioso de mi texto, lo que
me resultó grato en particular pero también me aleccionó. Desde entonces, cada
vez que nos vemos me pregunta si estoy escribiendo algo y me estimula para que
no deje de hacerlo. Apunto esto sólo para dar idea de lo agradecido que vivo
con López Páez por mostrar un generoso interés que, sé bien, prodiga a sus
alumnos de los talleres que ha impartido. Es decir, no sólo lee clásicos
griegos y latinos, también a los creadores jóvenes.
Nunca he ido a Huatusco, Veracruz, lo que sé de él es
por lo que relata Jorge López Páez. Al leer sus libros, entrevistas o ensayos
sobre su obra, uno sabe que él creció en un ambiente apacible mitad bucólico,
mitad urbano, en el que entró en contacto con la naturaleza desde pequeño, lo
que se aprecia en su conocimiento de la flora en general y, al menos, de la
fauna local. Jorge habla con abundancia y deleite de la comida huatusqueña,
otro arte que ha cultivado a lo largo de su vida y que muchos hemos tenido el
placer de apreciar.
No creo disparatarme si hablo de López Páez como un
literato culinario. Escribe con la meticulosidad, el orden y el tacto justos
con los que un cocinero prepara un platillo no pocas veces menos vistoso que
exquisito. Si se empieza a leer sin atención absoluta cualquiera de sus textos,
no se llega a la tercera página sin tener que regresar al principio porque
desde la primera línea se está construyendo tanto la atmósfera como la
historia, aunque se expusieron con tanta sutileza que, si hay una mínima
distracción, se entra a medias.
Jorge López Páez cumple noventa años en noviembre del
año que corre. Por sí mismo, eso es un prodigio y alcanza tal edad en
magníficas condiciones. Quien viva tanto tiempo, desde luego, recibe algunos
arañazos en la salud; Jorge ha sufrido un par de percances que ha superado
gracias a una vida mucho muy disciplinada en todos los planos. Se acuesta y se
levanta temprano, practica yoga, come bien y, hasta hace no mucho, caminaba
distancias antimodernas.Para celebrar su aniversario, el Instituto Veracruzano
de la Cultura, a través de mi querido amigo José Homero, y por encomienda del
director general de dicha institución, el maestro Alejandro Mariano Pérez, me
honró encargándome elaborar la presente antología y prologarla. Apenas recibí
la invitación, me puse en contacto con Jorge, quien me invitó a que lo
platicáramos en su casa. Mi idea inmediata fue elegir pasajes de las novelas y
cuentos de su obra que sucediesen o aludieran a Veracruz. Estuvo de acuerdo e
inclusive me sugirió en cuáles libros buscar.Se incluyen, así, dos fragmentos
de novela: el capítulo iii de El solitario Atlántico (1958), acaso la
más celebrada junto con Los cerros azules (1993), y el capítulo seis de La
costa (1980); los cuentos “Tía Tota y Totita”, de El nuevo embajador y
otros cuentos (2004); “Rinconcito donde las olas…”, publicado en la revista
Universidad de México en 2006, y “Doña Amada Hirschfelt”, que publicó en
Tierra Adentro en 2002.
Es necesario señalar que la bibliografía de Jorge
López Páez es muy vasta, con al menos seis libros de cuentos, diez novelas y
varias antologías. Además de los libros ya mencionados, sobresalen Mi primo
Carlos (1965), Silenciosa sirena (1988) y Lolita, toca ese vals
(1994). Asimismo, que ha obtenido los reconocimientos más altos que existen en
México: el Premio Xavier Villaurrutia (1993), el Internacional de Cuento La
Palabra y el Hombre (1994), el Mazatlán de Literatura (2003) y el de
Lingüística y Literatura (2008).
Como señala el escritor Ignacio Trejo Fuentes en la
nota introductoría del Material de Lectura, López Páez fue pionero en la
literatura mexicana de dos temas universales: la infancia y la homosexualidad.
Desde sus primeras obras, como ejemplifica El solitario Atlántico –que
evoca a Herman Melville–, pone en claro que la niñez es una etapa en la que se
sufre a la vez que se juega, pero hay una distancia entre el juego y su ludricidad
y los deseos y las necesidades de un niño que no encuentran satisfacción. De
nueva cuenta impera el crepúsculo que divide la luz, que alimenta y hace
parecer esplendoroso el mundo, de la oscuridad no totalmente declarada en la
que las emociones y los pensamientos encuentran, en la soledad, cauces sin
contención ni orden. Lo mismo es aplicable a la homosexualidad. En el mundo, o
mejor dicho la sociedad de la literatura lopezpaceana, los deseos y las puestas
en práctica de las personas del mismo sexo que mantienen relaciones sexuales
tienen que “guardar” –como custodiar– las apariencias, al punto en que dichos
personajes, pese a haber rebasado los límites de la prudencia social, es decir,
pese a haber hecho el amor con desenfreno pasional o con docilidad romántica,
han de seguirse tratando como amigos distanciados por una pared que no debe
recibir la luz del sol que representa el juicio colectivo. El amor homosexual
nace condenado al acallamiento, mientras que el amor filial es estruendoso,
tanto que vulnera, tanto que necesita lastimar a los hijos. Los padres, tanto
de los personajes homosexuales como de los niños, son gente que emana control y
frialdad, inclusive indiferencia y, no escasas veces, manipulación; quieren a
sus hijos en la medida en que les sirven de justificación para obrar “mal” –a
ojos de los críos, que portan la mirada del autor, que son un poco como los de
la mamita de Pedro Infante en Nosotros los pobres cuando el mariguano
encarnado por Miguel Inclán roba el dinero del Toro y la mata.
A López Páez lo distingue entre la gente que conozco
otra característica: es un gran viajero. Ha visto mucho mundo, como se decía
antes. Uno sólo puede empezar a imaginarse la calidad de sus viajes cuando se
piensa en su cultura, su conocimiento de lenguas y su acervo de lecturas, más
su gusto culinario –hay quien afirma que la de Huatusco es la mejor cocina de
Veracruz–, por las buenas bebidas –en una de nuestras conversaciones recientes
me platicó del exquisito vodka que se bebe en Rusia, el más popular– y por las
antigüedades, más su curiosidad, ingenio y humor cáustico.
Sin embargo, el espíritu errante de López Páez no
contraviene su apego a lo mexicano, al amor a su tierra, dicho esto sin el
menor nacionalismo. En su literatura, Veracruz aparece en toda su variada
geografía, la que quizá formó su multifacética visión.♦
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