En los
últimos días de agosto Córdoba conmemoró los históricos Tratados firmados en
esa ciudad hace 191 años. Dos festivales, el de Teatro Emilio Carballido y el
Tratados de Córdoba, desempolvaron las antiguas glorias de sus espacios
culturales. En esta crónica, Josué Castillo aborda las representaciones
escénicas y los espectáculos musicales que tuvieron lugar, a pesar del escaso
apoyo de las autoridades. Córdoba, una
ciudad “que insiste por ser reconocida y recordada por lo que no es, nunca fue
y nunca será, pero que le da la espalda a lo que ha creado, sea por desmemoria,
sea por ignorancia”.
El 24 de agosto fue el día álgido de la temporada. Ese mismo día, pero de 1921, Álvaro Obregón, junto con José Vasconcelos, visitó la pequeña ciudad de Córdoba para iniciar, conmemorando los Tratados de Córdoba, los festejos por el centenario de la independencia nacional.
Los tiempos han
cambiado. La relevancia de los tratados así como el papel de la ciudad han sido
cada vez más cuestionados, por lo que los festejos tienen una importancia
mayor: éstos son una de las formas en las que la ciudad ha buscado asirse a una
identidad que le permita recuperarse del ostracismo en el que, desde el engaño
del milagro mexicano, ha permanecido.
Para festejar
el 191 aniversario se planeó que, paralelamente, se llevaran a cabo el IV
Festival de Teatro Emilio Carballido, a la vez que el Festival Tratados de
Córdoba. El primero contaría con la presencia de la cantante Lila Downs, quien
actuaría en el auditorio Manuel Suárez; en el marco del segundo se
establecerían conciertos, dos representaciones de la firma de los tratados, así
como la inauguración de obra pública que representaría un gran apoyo para el
desarrollo cultural cordobés, por ejemplo la inauguración del camino, y su iluminado,
que llevaría a la USBI Córdoba.
El Festival
Emilio Carballido, hay que decirlo, fue todo un éxito. La mayoría de las obras
tuvieron un lleno casi total en los dos teatros, el antiguo Pedro Díaz y –el
más moderno– del IMSS, que fueron usados como locaciones. Así los asistentes,
cordobeses en su mayoría, pudieron gozar desde teatro infantil y de títeres –Guillermo
y el nagual de Emilio Carballido, por la compañía FiguraT; Titirijugando
y El oso que no lo era de Carlos Converso–, clásicos de Carballido –Un
gran ramo de rosas, por la compañía Soñar la Noche; Nora, por varios
artistas cordobeses–, teatro juvenil – como Zona de perros, por el
Teatro Ambulante Dagoberto Guillaumín y Las tremendas aventuras de la
Capitana Gazpacho, por As-Teatro–, un espectáculo musical – Lara y sus
mujeres, por la compañía México en Movimiento– e, incluso, puestas en
escena de tono más experimental, como El ruido del agua dice lo que pienso, con
Adriana Duch, y La carcajada libertaria, performance realizado por Luis
Fernando Zapata, en representación de Exfanfarria-Teatro, compañía del país
invitado al festival: Colombia. No sería una exageración decir que esta última
hizo el culmen del festival. Si bien no fue la obra principal, puesto reservado
para Nora, que cerró el festival, es la que un mayor impacto logró en la
audiencia.
En una ciudad
en la que el teatro no es costumbre, y de hecho está practicamente ausente en
su vida cotidiana, el espectáculo inicia antes de que se abra el telón. Algún
joven por allí, al frente, aprovechando el quórum lee un libro ancho y pesado
armado con su gafas de pasta; la señora emperifollada –el teatro, especialmente
el Díaz, nos cuenta Pitol, es donde las buenas familias de la región
pasaban gratas horas buscando ser vistas– hace algún comentario ocasional sobre
la importancia de la cultura en su vida; autoridades municipales, presentes al
pie del cañón, con un rictus de profundidad y la mano en el mentón se mantienen
inmóviles en sus lugares, las más de las veces porque han cedido ante Morfeo. El
público se asienta en el lugar común de lo que debe hacer en el teatro:
callas, aplaudes, cara de serio, sales, comentas. Demasiada pose, exceso de
civilización. Y es entonces cuando se revelan las potencias mágicas y
desestabilizadoras del teatro. El escenario y las luces como poesía concreta,
así como el esfuerzo de los actores generan ambiente y efectos que hacen pasar
del refinado jo jo jo hacia la carcajada ruidosa, antesala al dolor en el
vientre o la lágrima jovial. De entre la pose emerge el gozo auténtico. La
careta no hace más que potencializar los efectos liberadores de la magia
teatral.
Así, nuestro
ritmo vital fue alterado en más de una ocasión. La falta de una cultura teatral
ha hecho que cada quien responda con naturalidad a los impulsos del arte.
Mientras que en ciudades más cosmopolitas los asistentes se mantienen callados
y a la expectativa del momento adecuado para reír –y sólo, claro, respondiendo
a algunas situaciones o chistes cultísimos, no vaya a ser que se les confunda
con gentiles– con La carcajada perdieron la pose y, tratando de huir
unos y condenados a la inmovilidad durante el performance otros, tuvieron que
enfrentarse a la realidad latianoamericana de sangre, muerte y desolación. Esa
realidad de una serie de guerras sin sentido as is, en toda su crudeza.
Una realidad tan auténtica y presente que solamente es comprensible, sin riesgo
de perderse en la súbita locura, a través de la ficción y el arte.
De manera
simultánea en otras locaciones, como el Portal de Zevallos y el Salón Central
del Palacio Municipal, se desarrollaba el festival Tratados de Córdoba 2012.
Que a diferencia del Carballido quedaría manco, pues casi la mitad de los
festejos serían cancelados, justo el 24 de agosto, día en el que los Tratados
de Córdoba fueron firmados. A la cancelación del concierto de Lila Downs se le
siguió la noticia de que, para no resentir su ausencia, sería sustituida por
Espinoza Paz, quien en punto de las 8:30 de la noche llenaría la plaza central
para que, en un evento en el que no hubo lugar a diferencias de clase,
gozáramos con un ponte en mi lugar más de una vez o su hola bebé.
Por el concierto, por cierto, fue cancelada una conferencia sobre los Tratados
así como la representación de su firma.
Previo a
Espinoza, hora y media, en la casa de la cultura se preparaba la develación del
busto en honor a uno de los grandes benefactores de la ciudad: don Luis Sáinz
López-Negrete, quien, solamente, donó al municipio, presidido entonces en 1971
por Héctor Salmerón, el famoso Portal de La Gloria. Edificio histórico en el
que alguna vez pernoctaron Iturbide, Maximiliano y Carlota, Juárez y en el que,
incluso, vivió el descubridor de Octavio Paz: Jorge Cuesta. Lusane –como se
hacía llamar él, así como el idioma sintético que inventó para solucionar
problemas que encontraba en el esperanto–, quien habría muerto el 7 de junio,
fue homenajeado por quienes lo conocieron en vida, entre ellos Miguel
Capistrán, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
Así se ve
Córdoba, desesperada por formarse una identidad. Un municipio que ha acabado
con su historia, sus edificios y sus intelectuales. Que insiste por ser
reconocida y recordada por lo que no es, nunca fue y nunca será, pero que le da
la espalda a lo que ha creado, sea por desmemoria, sea por ignorancia.
Las obras
públicas que beneficiarían a la cultura, así como un libro sobre la historia de
Córdoba por Enrique Florescano, nunca se llevaron a cabo por indisposición de
las autoridades, quienes terminaron improvisando cada aspecto de estos
festejos. El aplauso se lo llevan, como siempre, los actores y organizadores
que, con todo en contra, lograron dar un gran festival, así como honrar a quien
lo merece, al margen del apoyo de las autoridades. ♦
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