Abandonados por el Espíritu


Publicado porUnknown el 1:43 p.m.


El glamour maldito con que se enmarca la última novela de Michel Houellebecq pudiera estar empañando el fondo de Sumisión. Recordemos que Sumisión paradójicamente es víctima coyuntural del ataque terrorista a la revista satírica Charlie Hebdo. Se envolvió su aparición en el contexto de escándalo de intolerancia religiosa, que incluía la persecución a Houllebecq, hecho que más acentuó el morbo de su lectura -lo que insistimos contribuyó al eclipse del discurso de la obra con mucho más aristas que un panfleto político.
Houellebecq se defendió alegando imparcialidad en su fábula, y remarcó eso precisamente: el carácter ficcional y por tanto lo inocua e irrelevante que puede ser la acusación en contra de una novela por agitar al público de forma unánime y automática. Lo anterior, con todo respeto, es estúpido plantearlo… y no lo dijo Houellebecq.  
Resaltemos algunos aspectos que nos parecen más distintivos de Sumisión, como por ejemplo, la banalización espiritual.
En Sumisión se percibe una clave para deleitarse con la estepa existencial de Houellebecq: la disolución individual se da en el momento cismático de la política. Mientras el ascenso político de una corriente en apariencia aglutinante en Francia, en el experimento interreligioso más importante para domesticar el choque de las civilizaciones, Houellebecq pinta un lienzo cruel, una pieza plástica post El Bosco donde ya no hay quien crea esa atemorizante representación en donde Cristo separa a la cohorte de los elegidos de la legión de los condenados. No, no hay advenimiento como lo imaginamos, pero sí una dolorosa selección espiritual de las especies.
Francois, nuestro pecador en Sumisión, se sume en una fantástica inacción. Arrobado, ni siquiera con el síndrome Stendhal en un Rocamadour visiblemente sitio de ensueño, comienza a empequeñecer en la capilla de Notre-Dame frente a la famosa Virgen Negra que tiene una silueta y atmósfera poco habitual para el lenguaje estético cristiano. 
La descripción de Houellebecq es lapidaria: no hay una retórica sentimental en los rostros de la virgen ni en el niño. El niño ya era rey del mundo, dice Houellebecq, la sensación de poder y de fuerza intangible era aterradora.
Francois es resultado de la medianía o grisura del hombre moderno que Houellebecq ha retratado desde Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales y Plataforma. Ese fracaso de la mediana edad en donde el acantilado es tal, que su altura y viento frío calan de una manera que anulan la posibilidad de observar de dónde viene la ominosa soledad.
Cuando ocurre el punto de inflexión de Sumisión, los riesgos de una Eurabia y de una simulación moderada de la tolerancia interreligiosa ganando la presidencia de Francia, son apenas el magma superior de lo que ocurre por debajo a todos los individuos.
Lo que le pasa es nada con relación a la reyerta política. Francois: soltero, para empezar, sin familia ni proyecto similar; luego, soltero un poco cultivado; y después, soltero un poco triste, tampoco demasiado, sin grandes distracciones y con una sexualidad que se le acaba de escapar al territorializarse en Tel Aviv: sólo una foto alcanza para satisfacer el hormigueo de la mano masturbadora.
El futuro político para Houellebecq es una charada en el más amplio sentido del término.
En el pueblo de Rocamadour se dice que la cristiandad medieval pudo haber sido cuna de una gran civilización. Ahí desfilaron reyes de todo tipo que se arrodillaron frente a la Virgen Negra. Y la reflexión apunta a dicho lugar de este misántropo que es Houellebecq: la Revolución francesa ni la República duraron tanto tiempo como la cristiandad medieval y su símbolo pétreo: Rocamadour. Lo que se debate al interior es un simbolismo trascendental: se trata de que el corazón de la devoción no es Jesucristo, ni el padre, sino la mujer, la madre: la Virgen María.
Este vuelco político a su vez genera un vuelco en la vida de los académicos de La Sorbona. Pero a Francois poco le importa la perniciosa consecuencia de un gobierno islámico, que seguro modificaría las prácticas universitarias -de hecho a las primeras de cambio padecerá una jubilación forzosa.
Francois comparte, o cree compartir, la misma situación de Huysmans, motivo central de su tesis de doctorado. Las dudas de la conversión religiosa y el deseo desesperado de incorporarse a un rito, sin embargo no tiene paralelo entre ambos. No disminuyo con esto el dolor de los dos: pero mientras en Huysmans esa duda lo hace sufrir como un romántico, lo de Francois acontece en la burbuja de Houellebecq al ritmo misántropo de El mapa y el territorio. Sentado frente a unos muslos de pato -lo que enaltece la identidad turística de Rocamadour-, Francois tiene un ataque de hipoglucemia mística.
Regresa entonces para una despedida de Rocamadour y envolverse en la comedia de enredos que ha sido el triunfo islámico: observa Francois a la Virgen Negra que lo esperaba en la oscuridad con la grandeza ya descrita, pero aun así, esa conversión quedó distante mientras el personaje se hunde en la banca, limitado dice Houellebecq, y se va de la capilla con su cuerpo deteriorado, perecedero.
Así, abandonado por el Espíritu, como uno de los tantos personajes que el tedio mata en el cosmos de Houellebecq, Francois se disuelve en el permanente relevo de turistas todos un poco diferentes y todos un poco similares. Lo espera en París la conversión por conveniencia: después de una jubilación le condicionan regresar a la Universidad Islámica de La Sorbona con la posibilidad de más salario y tres mujeres validadas en matrimonio. Esto es lo que resta en el fondo empañado de la novela: grandiosa Sumisión con una nueva vida en donde no se extrañará nada.
Sumisión de Michel Houellebecq, Anagrama, Barcelona, 2015, 288 pp.






Por Raciel D. Martínez

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