Lêdo Ivo |
La Noche es misteriosa. En el horizonte de cuerpos
tendidos, los sueños se levantan como pájaros. Los jets alteran el riguroso
diseño de las constelaciones. Insectos salidos de las profundidades de la
tierra y de las selvas perturban el silencio planetario. Luces dispersas sellan
el insomnio de criaturas perseguidas por terrores y obsesiones. El deseo de los
amantes se une al rumor de las lluvias inesperadas. Emisario de la herrumbre y
de las avaricias que anticipan la destrucción y la muerte, el viento agrede las
casas y los jardines y, en la oscuridad de los cuartos, los muebles y objetos
sorben la memoria del mundo.
Aunque insertada en el orden del universo, y siendo el principio y el fin,
la Noche no se rinde a la rutina de la vida. En ese territorio propicio a los
litigios y sortilegios, que habla un idioma extranjero, el poeta se siente
dividido e innumerable. Soñando y viéndose soñar, al mismo tiempo despierto y
dormido, vaga en la frontera donde sueño y vigilia se unen para saquear los
bienes que ha dejado por el día, que es la gran morada de los hombres. Yo y
otro, voz de sí mismo y de los que no tienen voz, el poeta se interroga y se
responde; y, visitante de la Noche, es visitado por algo o alguien habituado a
atravesar puertas cerradas.
Esta colección de poemas pretende expresar el misterio de la Noche que,
convertida en lenguaje, cercó mi universo de hombre y de artista.
* Prólogo del libro La noche misteriosa
(1973-1982), trad. de Rafael Antúnez, que el Instituto Literario de
Veracruz pondrá en circulación próximamente.
La puerta
La puerta está abierta el día entero
pero en la noche yo mismo voy a cerrarla.
No espero ningún visitante nocturno
a no ser el ladrón que salta el muro de los sueños.
La noche es tan silenciosa que me hace escuchar
el nacimiento de los manantiales en la selva.
Mi cama blanca como la vía láctea
es pequeña para mí en la negra noche.
Ocupo todo el espacio del mundo. Mi mano desatenta
derrumba una estrella y espanta un murciélago.
El latir de mi corazón intriga a los búhos
que, en las ramas de los cedros, rumian el enigma
del día y de la noche paridos por las aguas.
En mi sueño de piedra quedo inmóvil y viajo.
Soy el viento que palpa las alcachofas
y herrumbra los arreos colgados en el establo.
Soy la hormiga que, guiada por las constelaciones,
respira los perfumes de la tierra y del océano.
Un hombre que sueña es todo lo que no es:
el mar que los navíos han de averiar,
el silbo negro del tren entre las hogueras,
la mancha que oscurece el tambor de queroseno.
Si antes de dormir cierro mi puerta
en el sueño se abre. Y quien no vino de día
pisando las hojas de los eucaliptos
viene de noche y conoce el camino, igual a los
muertos
que jamás me vieron pero saben dónde estoy
–cubierto por una mortaja, como todos los que
sueñan
y se agitan en la oscuridad, y gritan palabras
que huirán del diccionario e irán a respirar el
aire de la noche que huele a jazmín
y al dulce estiércol fermentado.
Los visitantes indeseables atraviesan las puertas
atrancadas
y las persianas que filtran el paso de la brisa y
me rodean.
¡Oh, misterio del mundo! Ningún candado cierra el
portal de la noche.
Fue en vano que al anochecer pensara en dormir solo
protegido por el alambre de púas que cerca mis
tierras
y por mis perros que sueñan con los ojos abiertos.
La noche, con una simple brisa destruye los muros
de los hombres.
Aunque mi puerta va a amanecer cerrada
sé que alguien la abrió en el silencio de la noche
y asistió en la oscuridad a mi sueño inquieto.
Los aperos
En el galpón guardamos las azadas oxidadas.
Y allá ellas esperan la muerte, como los viejos en
los asilos.
Esta hoz no está más afilada. Este rastrillo
ya no sabe limpiar la basura de la huerta.
Pero no nos deshacemos de nada –es nuestra ley.
En el oscuro depósito donde reposan escorpiones
yace esta llave que no abre puerta alguna.
Dios y el caballo
Dios mira la herradura que el caballo
perdió en el pasto.
Y mira contra el sol su sombra; y oye el rumor
de la cola impaciente que espanta las moscas;
y el temblor de su crin. Y el relincho
en la colina.
El caballo duerme en la noche a descampado.
Lo calienta el frío de Dios.
El burro
En lo alto de la barranca reseca
pasta un burro. Sus grandes dientes amarillos
trituran la hierba seca que quedó
de tanta primavera.
La tierra es oscura. En el cielo completamente azul
el sol lanza fulgores que calientan
tomates, alcachofas y berenjenas.
El burro contempla el día trémulo
de tanta claridad
y emite un relincho: su tributo
a la belleza del universo.
La noche misteriosa
Cuando duermo, un pájaro
se posa en mi hombro.
Voy sin mi sombra
por esa alameda
que sólo existe en los sueños.
El sol rasga la niebla
que cae del blanco cielo.
El pájaro vuela
y termina el asombro.
La soledad divina
¿Dónde está Dios? En el desierto. Dios está
más allá del desierto, donde la sombra del cacto
olvida a la selva abolida.
Siendo de piedra, Dios está más allá
de la piedra erosionada. Y siendo viento
Dios se tiende como un perro más allá de la
frontera.
Y Dios es el desierto. Ningún caballero llega
a la garganta del desfiladero. Ningún caballo
relincha, mojado de sudor.
En la planicie desolada que las almas no cortejan,
en el espacio puro –soledad divina–
Dios es. Y es como si no fuese.
Dios camina entre los hombres como un sonámbulo
y no podemos despertarlo.
Versiones
de Rafael Antúnez ♦