Por azares del
destino, y debido a mi temperamento y ascendente zodiacal, durante la mayor
parte de mi vida he contado con la bendición de no tener que trabajar. Sin
embargo, y como prueba de que el laburo no puede ser sino una maldición en
sentido bíblico, hubo un tiempo muy breve de mi vida en que me desempeñé como community
manager en una empresa de publicidad argentina, gremio al que tengo por uno
de los menos honrados del planeta y en el que sin lugar a dudas trabajan
algunos de los tipos más sobrados y cretinos de la Tierra: los directores
creativos. En mi descargo, debo decir que el poco tiempo que duré hice el
trabajo mal y de malas, ya que si bien mi manejo de redes (Twitter, Facebook y Tumblr) tenía algo de
estilo para los prehistóricos estándares de 2009, era más bien un inepto, por lo
que pronto asumí una receta que debería estar tatuada en el pecho de todos los
holgazanes verdaderos: si hay que trabajar bajos las órdenes de pendejos más
pendejos que uno, debe evitarse a toda costa el contacto con publicistas.
De manera continua
me pasaba de lanza, no asumía mis responsabilidades y, por si fuera poco, se me apareció la mayor amenaza a la que
puede enfrentarse un mexicano de la clase trabajadora en la Argentina: el
colombiano recién llegado, de temple servicial y obediente, suele hacer lo que
a un mexicano le lleva tres días en apenas dos horas y media, de manera
solícita y buen talante, lo que excita la mezquindad de los patrones. En Buenos
Aires es apreciada la mano de obra colombiana por efectiva, agradecida y
luchadora.
Por ello, más que
extrañarme, me pareció muy natural que luego de una semana cuando pudo
apreciarse el nivel de mis capacidades por oposición a los de una recién
egresada oriunda de Cali, fueran muy claros al momento de despedirme,
diciéndome “vos no volverás acá nunca” (con lo poco que pagaron, pude pagarme
un vuelo a Nueva York).
Esa última intentona
por enfrentar cara a cara al mundo laboral –el periodismo cultural es otra
cosa– me demostró algo que suele olvidarse por su naturaleza milagrosa:
trabajar por cuenta propia, una vez que se ha pasado el nivel básico de
esquizofrenia, permite una libertad irrestricta que obliga al hombre a un
contacto directo consigo mismo, propiciando un diálogo que de otra manera sería
imposible y no admite equivalencias con ningún emolumento. Es mucho más sano,
barato y efectivo dialogar con uno mismo (o para el caso, con los vecinos) que
invertir el dinero bien habido en una incómoda terapia.
Aquel que trabaja
por su cuenta, así no disponga de seguro social, sexo oficinista ni el aliviane
del aguinaldo, posee el arcano privilegio de mirar al mundo y sus
circunstancias de costado, lo que constituye un privilegio exclusivo para
comprender los oscuros entramados de la sociedad capitalista: sólo quien
instaura su propio tiempo para usufructuar a plenitud sus beneficios sabe lo
que valen las cosas y sus empeños, porque la vida humana pautada de manera
categórica no es otra cosa que un tortuoso escalafón hacia la muerte.
Cierto: no todos los
espíritus están preparados para tomar las riendas de su vida y mucho habrá de
escucharse todavía aquella cobarde cantaleta que asegura que hace falta mucha
plata para pagarse la vida.
Lo que dicta la
experiencia, si uno se asume espartano y aprende el arte del sibarita sin
varito, es que hay muchas más cosas en la Tierra, Horacio, que las que tanto
cacarea tu porfiada filosofía. ♦
Por Rafael Toriz