Jean y Romain


Publicado porJosé Homero el 5:41 p.m.


Con estas cejitas, La Doña me hace los mandados. [Roman Gary]
 Uno de los grandes enigmas de la novela francesa contemporánea fue la identidad de Émile Ajar. Tras el seudónimo se ocultaba Romain Gary, novelista exitoso desdeñado por la crítica. La historia de este autor sorprendente, único en ganar dos veces el premio Goncourt, se entrevera con la vida no menos sorprendente de quien fuera su gran amor: Jean Seberg, la cazadora solitaria de Carlos Fuentes, musa inolvidable de Jean-Luc Godard. Con maestría y fino sentido literario Rafael Antúnez aborda estas vidas para festejar el centenario de Gary.
Ambos cambiaron su nombre en busca de la fama. Siendo ella la señorita Dorothy y él el señor Kacew probablemente nunca hubieran llegado a conocerse, pero ambos cambiaron su nombre en busca de la fama y la consiguieron y se conocieron y no fueron felices.
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Él se llamaba Roman Kacew y había nacido un lunes en Vilna, un poblado de Lituania, nunca habló lituano, pero sí ruso y yidish. Cursó estudios de danza y violín, para los que estaba negado por completo. Más tarde vivió en Varsovia y aprendió a hablar y escribir en polaco. A la edad de trece años llegó a Niza con su madre, aprendió el francés y decidió que sería escritor. Cambió su nombre gracias a una sugerencia de su madre, quien le dijo que, si quería triunfar en París, debía quitarse ese nombre de portero y adoptar un nombre de escritor: “Un gran escritor francés no puede tener un nombre ruso. Si fueses un virtuoso violinista estaría muy bien, pero para un titán de la literatura francesa no funciona.” Obediente, destinó un cuaderno que fue llenando con cuanto nombre creyó poder rebautizarse. Terminó por adoptar uno compuesto por el suyo y un seudónimo que había sido usado por su madre. Así, al firmar su primera novela, desapareció Roman Kacew y nació Romain Gary.
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Ella se llamaba Jean Dorothy Seberg y había nacido un viernes trece en Marshalltown, un pequeño pueblo en el estado de Iowa, Estados Unidos. Una versión (mucho más atractiva que la posible y desabrida verdad) cuenta que ella nunca quiso ser famosa. Pero la fama, de la que, ya en la vida, ya en la leyenda, huía, fue a buscarla hasta su pueblo. Ahí la encontró por medio de Otto Preminger entre otras 18 mil aspirantes al protagónico de Juana de Arco, una película basada en la obra de Bernard Shaw, que resultó un completo fracaso y que estaría por completo olvidada si no fuera porque marcó su debut en el cine. Así, al filmar su primera película, se despojó del Doroty y nació Jean Seberg.
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Él combatió a los nazis en Polonia y más tarde participó en el frente francés como piloto en la Segunda Guerra Mundial (Charles de Gaulle en persona le otorgaría la Cruz de Guerra), luego de su paso por la RAF, formó parte de las fuerzas aéreas francesas libres y fue enviado al norte de África. En 1940 la escuadra de Gary se une en Jartún a las fuerzas británicas y participa en el desalojo de los italianos que ocupaban Abisinia. El viaje fue, como tantos capítulos de su vida, novelesco por demás: once días sin casi nada que comer (a las pocas latas de compota que llevaban, añadieron las presas que pudieron cazar) y sin suministros de agua, se vieron obligados a beber de los ríos que hallaban a su paso. Al tiempo que aplacaban su sed, también contraían el tifus. Un año después, estando ya en Damasco, Gary sufriría un nuevo ataque de fiebre tifoidea. Al año siguiente fueron enviados de regreso a Inglaterra, un viaje no menos peligroso que el de ida: sesenta y ocho días en barco bajo la amenaza constante de la aviación y los submarinos alemanes. El 16 de mayo de 1944, tras convalecer en un hospital, fue destinado como jefe de la cancillería en el Estado Mayor del general Corniglion-Molinier. Había sido elegido gracias a sus conocimientos de derecho y a su amplio dominio de varios idiomas (a los aprendidos en la infancia había sumado el alemán, italiano, español e inglés). En Londres conoce a un gran número de mujeres (siempre en busca de ese amor que cumpliera la promesa hecha al alba por la vida). Una de ellas, Lesley Blanch, periodista y escritora que llegaría a ser directora de Vogue, y, como el propio Gary, infatigable viajera, logra lo que muchas más desearon sin conseguir: convertirse en su esposa. Vivieron y viajaron casi veinte años juntos, hasta que Gary la dejó por una joven actriz norteamericana.
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Ella, por una de esas paradojas que tiene la vida, estuvo a punto de morir durante la filmación de Juana de Arco, en condiciones muy semejantes a las del personaje que interpretaba: un error en los cálculos del rodaje hizo que las llamas se encendieran por más tiempo del planeado justo en la escena de la hoguera, poniendo en peligro la vida de la actriz. Tiempo después declararía: “Tengo dos recuerdos de Juana de Arco, el primero fue cuando me quemaron en la hoguera en la película, y el segundo, cuando los críticos me quemaron en la hoguera. El último es el más doloroso. Yo tenía miedo como un conejo y eso se veía en la pantalla. No fue una buena experiencia.” Tan no lo fue que ella decidió abandonar el cine y volver a su vida pueblerina y a su novio (el saxofonista Paul Desmond). Preminger la convencería de volver al cine. Esta vez como la protagonista de la versión cinematográfica de la exitosa novela de Françoise Sagan, Buenos días, tristeza. Preminger defendió su elección (en un principio se había pensado en Audrey Hepburn), pero la crítica nuevamente la quemó en la hoguera. Un año más tarde se casó con François Moreuil. Será el primero de una larga cadena de fracasos sentimentales. Moreuil era, a más de un hombre sumamente violento, un vividor sin oficio conocido. Había estudiado derecho, pero nunca lo ejerció y tras su matrimonio con Seberg se interesó en el cine y logró dirigir a su mujer en una película olvidable y ya olvidada: El recreo. El matrimonio (calificado por Seberg como “un terrible error”) se disolvió en 1960. Un año antes filmó bajo la dirección del joven Jean-Luc Godard la inolvidable Sin aliento, al lado de un también muy joven Jean-Paul Belmondo. Esta película por sí sola haría desaparecer todos sus fracasos fílmicos (pasados y por venir) y la convertiría en una actriz de culto.
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Él era el Cónsul General de Francia en Los Ángeles y se casó con ella poco después de que dejara a Moreuil. Le llevaba 24 años de edad y era ya un autor consagrado. En su bibliografía había títulos como la excelente Las raíces del cielo, “un libro raro, simbólico y denso”, según André Maurois, que lo hizo merecedor del primero de los dos Goncourt que, increíblemente, llegó a ganar. Ese año (1960) también marca el de la publicación de una de sus obras más significativas: La promesa del alba, un libro autobiográfico en el que da cuenta de las muchas excentricidades de su madre, las cuales habrían de marcarlo a lo largo de su vida. Más que un ajuste de cuentas, es un amoroso homenaje y un testimonio sobre una desaforada búsqueda de un amor que compensara al amor materno ya perdido: “No es bueno que a uno le quieran tanto, tan joven, tan temprano. Te acostumbras mal. Creemos haber triunfado. Creemos que eso existe en otra parte, que lo podemos encontrar. Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás cumple.” Su madre había muerto de cáncer en 1941 y la familia de su padre había sido exterminada en Auschwitz.
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Ella, sin saber bien a bien en qué se metía, aceptó participar en la película de un joven director francés. Sin aliento no sólo marcó el debut de Jean-Luc Godard en la dirección y la consagración de Jean-Paul Belmondo, también, según Carles Gamez, marcaba el nacimiento de un ícono de la pantalla y de la moda: “Una muchacha de aspecto andrógino, cabello corto, camiseta 'New York Herald Tribune' y pantalones pitillo camina por los Campos Elíseos con un fajo de periódicos bajo el brazo mientras va gritando el nombre del periódico: ¡New York Herald Tribune!”. Es sólo una muchacha que, al igual que la actriz que la caracterizaba, nunca parecía saber qué era aquello que debía hacer, una mujer "perversamente tocada por la divinidad", como la describe Carlos Fuentes en la novela que escribió a partir de su romance con Seberg. A sus 21 años, Jean no sólo era la imagen de la Nouvelle Vague, sino de la misma modernidad. Una mujer que nunca se doblegó ante las imposiciones de la industria cinematográfica y que estaba poseída por un deseo de felicidad nunca alcanzada, tan grande o más como el que dominaba a Gary.
Sin embargo, la esbelta figura que lucía un corte de pelo que la hacía parecer un muchacho, también era la de una mujer desesperada que buscó y no pudo hallar la felicidad, sea esto lo que sea. Jean Seberg encarnó “el fin de una era de la moda, encorsetada y dictada por los adultos, y el comienzo de otra, libre y urbana, de ese estilo ‘nueva ola’ como el movimiento cinematográfico que tomaba las calles de París. Jean Seberg fijaba ese estilo y ese momento en que la juventud es la marca y la moda, el proyector de ese espíritu de libertad. Un ícono que después de medio siglo sigue irradiando su belleza inmortal”, pero que ahora ya le dice poco o nada a los jóvenes, quizá sólo encarne la imagen de la mujer que ama, pero no puede, no sabe, hallar el amor, que lucha por su libertad más que por la libertad, que no sabe qué hacer con ella y que al final se ve derrotada por el sistema al que tan abiertamente combatió.
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Él era rico y famoso, sus libros se editaban y los críticos (por los cuales no sentía mucho respeto) lo elogiaban sin reservas. Al igual que la de Jean Seberg, su vida estuvo ligada al cine, pero ninguno de sus proyectos cinematográficos alcanzó el éxito: Peter Ustinov dirigió Lady L., llevando a Sofía Loren y a Paul Newman como estelares; John Huston dirigió la versión de Las raíces del cielo con Juliette Greco y Errol Flynn, y Samuel Fuller lo intentó con White Dog. El mismo Gary probó suerte en dos ocasiones y en las dos fracasó. Les oiseaux vont mourir au Pérou (1968) y Kill (1972) hoy sólo son recordadas como las películas que el escritor Romain Gary dirigió.
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Ella lo conoció poco antes de filmar Sin aliento y quedó prendada de su elegante y refinada figura. Al contrario de los hombres con quienes se había relacionado hasta ese momento, Gary era un hombre maduro que profesaba un ideario muy distinto al suyo, era dueño de una exitosa trayectoria y asediado por las mujeres.
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Él, como ella, fue un hombre de amores numerosos, fáciles y pasajeros. Su primera mujer se los había soportado, ya por ignorancia, ya porque en realidad lo amaba. Cuando ésta se enteró de los amores de Gary con Seberg, les hizo saber que vendería cara su derrota: “Prefiero ser la viuda de Gary a ser su exesposa.” Pero al final, luego de un cruento y costoso (en todos los terrenos) divorcio que casi dejó en la ruina a Gary, se alejó por completo de la pareja.
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Como tantas parejas, creyeron que sólo con amor podrían superar sus diferencias. Como tantas parejas, creyeron que existía el amor... Cuando la conoció “era pequeña, rubia, con el pelo cortado como un muchacho, blanca, pálida, con ojos azules o quizá grises, muy risueños, en juego constante con la sonrisa, con los hoyuelos de las mejillas” (Carlos Fuentes).
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Él era un hombre de modales elegantes que detestaba el alcohol y a los alcohólicos, dueño de un rostro que un amigo suyo describió con acierto como “un mapa bello de bondad y de tormentas”. Un rostro que estaba iluminado por unos grandes ojos claros, piel bronceada (“de meridional”, diría Anaís Nin) y una frente con amplias entradas. Su boca, sin embargo, estaba aquejada por un rictus (debido a una herida sufrida en la guerra) que enrarecía sus rasgos. “Sin esa boca –escribió Nin– que le daba aire de rufián, habría sido guapo”. Un rostro que le ofrecía a la joven Seberg cierto confort, cierta seguridad y un amor que muy pronto dejó de bastarle. Gary no pudo proteger a Seberg de sí misma. Se casaron en 1963, tuvieron un hijo y, según testimonio del propio Gary, fueron felices hasta 1969, año en que ya no pudo cuidarla ni satisfacerla ni espiritual ni físicamente.
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Ella no tardaría en descubrir que Gary no era el hombre que ella buscaba, como tampoco lo fueron sus sucesivos amantes Carlos Fuentes, Clint Eastwood, el director español Ricardo Franco, ni tampoco uno de los dirigentes de los Panteras Negras (quienes la usaron de una forma atroz), y una larga lista de jóvenes desconocidos que ella solía recoger en los bares y fiestas que frecuentaba. Hacia el final de su vida hizo una nueva, y para no variar, desdichada elección sentimental: se casó con Ahmed Hasni, un gigoló que le propinaba brutales palizas.
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Él y ella siguieron su vida por su lado. Ambas, hasta cierto modo, previsibles: Gary continuó con su brillante carrera literaria, cambiando de nombre, ya no para buscar la fama, sino para divertirse con los críticos; Jean, en un tobogán que no pocas veces rozaba la locura: “Lo mismo salía toda desnuda del baño de un aeropuerto que había decidido alimentarse tan sólo de comida para perros” (Antón Castro). Si Gary detestaba el alcohol y a los alcohólicos, Jean se llevaba muy bien con ellos, y con una caterva de traficantes, cocainómanos, heroinómanos y vividores que ayudaron en mucho a hacer su vida más miserable.
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Él, acaso porque despreciaba a los críticos (sobre todo a los de izquierda), acaso porque estaba cansado de la seriedad que suele ser inherente al dolor, y  también porque estaba cansado de ser “el famoso Romain Gary”, decidió jugarle al mundillo cultural francés una broma genial: dejó de ser Romain Gary y se convirtió en otro escritor: Émile Ajar (también sería Fosco Sinibaldi y Shatan Bogat, pero aquí sólo nos ocuparemos de Ajar). Este episodio, por sí solo, daría para una novela: Gary fue más lejos. No se contentó con el uso de un simple seudónimo y, ante el creciente éxito de la primera novela firmada con este nombre, lo llevó al siguiente nivel: lo convirtió en un heterónimo. Octavio Paz en un ensayo sobre Valery Larbaud y Pessoa aclara la diferencia entre ambos: “¿Qué es un heterónimo? En lugar de acudir a nuestros diccionarios, casi siempre vagos, es mejor oír a Pessoa: ‘La obra pseudónima es del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre; la heterónima es del autor fuera de su persona.’ Al igual que Pessoa, Gary llegó al heterónimo por una broma, pero si Pessoa se contentó con otorgarles una biografía, Gary le otorgó un rostro y una voz”.
Cuando apareció La vida ante sí, firmada por el desconocido y talentoso Émile Ajar, del que sólo se sabía que vivía en Río de Janeiro, desde donde un amigo de Gary reenviaba los manuscritos de éste a la editorial Gallimard, se convirtió en uno de sus más grandes éxitos: ganó el Premio Goncourt, un premio que Gary ya había ganado en el pasado y que ningún escritor puede recibir en más de una ocasión. Acaso cansado de que los críticos lo acusaran de facilista y romántico y celebraran unánimemente al desconocido Ajar, convenció a su primo Paul Pavlowich para que fuera el “rostro de Ajar”. Paul no se hizo del rogar y apareció sonriente ante los medios de comunicación y la crítica que se deshizo en halagos para él. La broma había llegado a un punto que quizá Gary nunca imaginó: la novela fue llevada al cine y ganó un Oscar a la mejor película extranjera y un César para la mejor actriz Simone Signoret.
Cuando las sospechas de los críticos sobre la posibilidad de que Ajar fuera el seudónimo tras el que se enmascaraba un gran escritor (sospecharon de Raymond Queneau y de Louis Aragon), Gary le dió una vuelta de tuerca más a la broma y publicó la tercera de las cuatro que firmaría Ajar: Pseudo. Ya el título nos dice mucho. En ella reafirmaba su identidad (es decir la broma) y decía apasionado: “¡Soy Émile Ajar! –grité, golpeándome el pecho–. ¡El auténtico, el único! ¡Soy el hijo de mis obras y el padre de las mismas! ¡No debo nada a nadie! ¡No soy un impostor! ¡No soy un seudo-seudo!”
Gary entregó a su editor un nuevo libro, Vida y muerte de Émile Ajar, con la indicación de que no se publicara sino hasta después de su muerte. En él explicaba puntualmente la broma: él era Émile Ajar. No hubo un solo crítico de cuantos lo atacaron que saliera a reconocer su error.
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Ella, por su parte, ajena a las bromas y fiel a su forma de vida, saltó de una cama a otra, filmó todas las malas películas, se embarazó por segunda vez. Gracias a su relación con grupos radicales, el FBI patrocinó una campaña de desprestigio contra la actriz y, entre otras cosas, hicieron circular el rumor de que el padre del niño era uno de los líderes de los Panteras Negras. La niña nació muerta. Fue enterrada en un ataúd de cristal para que todo el mundo pudiera ver que era blanca. De nada sirvió que se comprobara que la campaña era falsa. Volvió a París, donde cada año, en el aniversario de la muerte de su hija, trataba de suicidarse. No le hacían falta ya razones para tocar fondo. En 1979 emprendió, según se dice, un viaje hacia el fondo de la noche equipada con agua mineral, barbitúricos y su enorme desdicha y su apetito carnal y sus ansias de amar y ser amada.
Fue su octavo intento de suicidio. La hallaron desnuda dentro de una auto Renault, envuelta en un sarape de Saltillo (que Carlos Fuentes aseguraba era idéntico a uno que él le había regalado), con quemaduras de cigarro por todo el cuerpo y una nota dirigida a su primer hijo en la que podía leerse: “Perdóname, yo no puedo vivir más así”.
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Un año después del suicidio de Jean, agotado ya de padecer la enfermedad de ser hombre, de ser políglota, de ser héroe de guerra, viajero y seductor, se vistió con una elegante pijama de seda, cerró las cortinas de su habitación, como quien baja el telón en el teatro, se acostó en su cama, se puso en la boca un revólver Smith & Wesson y él (Romain Gary, Émile Ajar o Roman Kacew o cualquiera de los mucho que fue) jaló el gatillo, cansado de buscar sin hallar la promesa del alba.
*La información la he tomado de un gran número de fuentes: muchas de ellas están en la red y no será difícil hallarlas. Los libros de Gary, con un poco de suerte, pueden hallarse en librerías y en http://ebiblioteca.org, donde pueden descargarse de manera gratuita.





Por Rafael Antúnez


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