Con estas cejitas, La Doña me hace los mandados. [Roman Gary] |
Ambos cambiaron su nombre en busca de la
fama. Siendo ella la señorita Dorothy y él el señor Kacew probablemente nunca
hubieran llegado a conocerse, pero ambos cambiaron su nombre en busca de la
fama y la consiguieron y se conocieron y no fueron felices.
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Él se llamaba Roman Kacew y había nacido un lunes en Vilna,
un poblado de Lituania, nunca habló lituano, pero sí ruso y yidish. Cursó estudios
de danza y violín, para los que estaba negado por completo. Más tarde vivió en
Varsovia y aprendió a hablar y escribir en polaco. A la edad de trece años
llegó a Niza con su madre, aprendió el francés y decidió que sería escritor.
Cambió su nombre gracias a una sugerencia de su madre, quien le dijo que, si
quería triunfar en París, debía quitarse ese nombre de portero y adoptar un
nombre de escritor: “Un gran escritor francés no puede tener un nombre ruso. Si
fueses un virtuoso violinista estaría muy bien, pero para un titán de la
literatura francesa no funciona.” Obediente, destinó un cuaderno que fue
llenando con cuanto nombre creyó poder rebautizarse. Terminó por adoptar uno
compuesto por el suyo y un seudónimo que había sido usado por su madre. Así, al
firmar su primera novela, desapareció Roman Kacew y nació Romain Gary.
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Ella se llamaba Jean Dorothy Seberg y había nacido un
viernes trece en Marshalltown, un pequeño pueblo en el estado de Iowa, Estados
Unidos. Una versión (mucho más atractiva que la posible y desabrida verdad)
cuenta que ella nunca quiso ser famosa. Pero la fama, de la que, ya en la vida,
ya en la leyenda, huía, fue a buscarla hasta su pueblo. Ahí la encontró por
medio de Otto Preminger entre otras 18 mil aspirantes al protagónico de Juana de Arco, una película basada en la
obra de Bernard Shaw, que resultó un completo fracaso y que estaría por
completo olvidada si no fuera porque marcó su debut en el cine. Así, al filmar
su primera película, se despojó del Doroty y nació Jean Seberg.
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Él combatió a los nazis en Polonia y más tarde participó en
el frente francés como piloto en la Segunda Guerra Mundial (Charles de Gaulle
en persona le otorgaría la Cruz de Guerra), luego de su paso por la RAF, formó
parte de las fuerzas aéreas francesas libres y fue enviado al norte de África.
En 1940 la escuadra de Gary se une en Jartún a las fuerzas británicas y
participa en el desalojo de los italianos que ocupaban Abisinia. El viaje fue,
como tantos capítulos de su vida, novelesco por demás: once días sin casi nada
que comer (a las pocas latas de compota que llevaban, añadieron las presas que
pudieron cazar) y sin suministros de agua, se vieron obligados a beber de los
ríos que hallaban a su paso. Al tiempo que aplacaban su sed, también contraían
el tifus. Un año después, estando ya en Damasco, Gary sufriría un nuevo ataque
de fiebre tifoidea. Al año siguiente fueron enviados de regreso a Inglaterra,
un viaje no menos peligroso que el de ida: sesenta y ocho días en barco bajo la
amenaza constante de la aviación y los submarinos alemanes. El 16 de mayo de
1944, tras convalecer en un hospital, fue destinado como jefe de la cancillería
en el Estado Mayor del general Corniglion-Molinier. Había sido elegido gracias
a sus conocimientos de derecho y a su amplio dominio de varios idiomas (a los
aprendidos en la infancia había sumado el alemán, italiano, español e inglés).
En Londres conoce a un gran número de mujeres (siempre en busca de ese amor que
cumpliera la promesa hecha al alba por la vida). Una de ellas, Lesley Blanch,
periodista y escritora que llegaría a ser directora de Vogue, y, como el propio Gary, infatigable viajera, logra lo que
muchas más desearon sin conseguir: convertirse en su esposa. Vivieron y
viajaron casi veinte años juntos, hasta que Gary la dejó por una joven actriz
norteamericana.
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Ella, por una de esas paradojas que tiene la vida, estuvo a
punto de morir durante la filmación de Juana
de Arco, en condiciones muy semejantes a las del personaje que
interpretaba: un error en los cálculos del rodaje hizo que las llamas se
encendieran por más tiempo del planeado justo en la escena de la hoguera,
poniendo en peligro la vida de la actriz. Tiempo después declararía: “Tengo dos
recuerdos de Juana de Arco, el
primero fue cuando me quemaron en la hoguera en la película, y el segundo,
cuando los críticos me quemaron en la hoguera. El último es el más doloroso. Yo
tenía miedo como un conejo y eso se veía en la pantalla. No fue una buena
experiencia.” Tan no lo fue que ella decidió abandonar el cine y volver a su
vida pueblerina y a su novio (el saxofonista Paul Desmond). Preminger la
convencería de volver al cine. Esta vez como la protagonista de la versión
cinematográfica de la exitosa novela de Françoise Sagan, Buenos días, tristeza. Preminger defendió su elección (en un
principio se había pensado en Audrey Hepburn), pero la crítica nuevamente la
quemó en la hoguera. Un año más tarde se casó con François Moreuil. Será el
primero de una larga cadena de fracasos sentimentales. Moreuil era, a más de un
hombre sumamente violento, un vividor sin oficio conocido. Había estudiado
derecho, pero nunca lo ejerció y tras su matrimonio con Seberg se interesó en
el cine y logró dirigir a su mujer en una película olvidable y ya olvidada: El recreo. El matrimonio (calificado por
Seberg como “un terrible error”) se disolvió en 1960. Un año antes filmó bajo
la dirección del joven Jean-Luc Godard la inolvidable Sin aliento, al lado de un también muy joven Jean-Paul Belmondo.
Esta película por sí sola haría desaparecer todos sus fracasos fílmicos
(pasados y por venir) y la convertiría en una actriz de culto.
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Él era el Cónsul General de Francia en Los Ángeles y se casó
con ella poco después de que dejara a Moreuil. Le llevaba 24 años de edad y era
ya un autor consagrado. En su bibliografía había títulos como la excelente Las raíces del cielo, “un libro raro,
simbólico y denso”, según André Maurois, que lo hizo merecedor del primero de
los dos Goncourt que, increíblemente, llegó a ganar. Ese año (1960) también
marca el de la publicación de una de sus obras más significativas: La promesa del alba, un libro
autobiográfico en el que da cuenta de las muchas excentricidades de su madre,
las cuales habrían de marcarlo a lo largo de su vida. Más que un ajuste de
cuentas, es un amoroso homenaje y un testimonio sobre una desaforada búsqueda
de un amor que compensara al amor materno ya perdido: “No es bueno que a uno le
quieran tanto, tan joven, tan temprano. Te acostumbras mal. Creemos haber
triunfado. Creemos que eso existe en otra parte, que lo podemos encontrar. Con
el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás cumple.” Su
madre había muerto de cáncer en 1941 y la familia de su padre había sido
exterminada en Auschwitz.
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Ella, sin saber bien a bien en qué se metía, aceptó
participar en la película de un joven director francés. Sin aliento no sólo marcó el debut de Jean-Luc Godard en la
dirección y la consagración de Jean-Paul Belmondo, también, según Carles Gamez,
marcaba el nacimiento de un ícono de la pantalla y de la moda: “Una muchacha de
aspecto andrógino, cabello corto, camiseta 'New
York Herald Tribune' y pantalones pitillo camina por los Campos Elíseos con
un fajo de periódicos bajo el brazo mientras va gritando el nombre del periódico:
¡New York Herald Tribune!”. Es sólo
una muchacha que, al igual que la actriz que la caracterizaba, nunca parecía
saber qué era aquello que debía hacer, una mujer "perversamente tocada por
la divinidad", como la describe Carlos Fuentes en la novela que escribió a
partir de su romance con Seberg. A sus 21 años, Jean no sólo era la imagen de
la Nouvelle Vague, sino de la misma
modernidad. Una mujer que nunca se doblegó ante las imposiciones de la
industria cinematográfica y que estaba poseída por un deseo de felicidad nunca
alcanzada, tan grande o más como el que dominaba a Gary.
Sin embargo, la esbelta figura que lucía un corte de pelo
que la hacía parecer un muchacho, también era la de una mujer desesperada que
buscó y no pudo hallar la felicidad, sea esto lo que sea. Jean Seberg encarnó
“el fin de una era de la moda, encorsetada y dictada por los adultos, y el
comienzo de otra, libre y urbana, de ese estilo ‘nueva ola’ como el movimiento
cinematográfico que tomaba las calles de París. Jean Seberg fijaba ese estilo y
ese momento en que la juventud es la marca y la moda, el proyector de ese
espíritu de libertad. Un ícono que después de medio siglo sigue irradiando su
belleza inmortal”, pero que ahora ya le dice poco o nada a los jóvenes, quizá
sólo encarne la imagen de la mujer que ama, pero no puede, no sabe, hallar el
amor, que lucha por su libertad más que por la libertad, que no sabe qué hacer
con ella y que al final se ve derrotada por el sistema al que tan abiertamente
combatió.
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Él era rico y famoso, sus libros se editaban y los críticos
(por los cuales no sentía mucho respeto) lo elogiaban sin reservas. Al igual
que la de Jean Seberg, su vida estuvo ligada al cine, pero ninguno de sus
proyectos cinematográficos alcanzó el éxito: Peter Ustinov dirigió Lady L., llevando a Sofía Loren y a Paul
Newman como estelares; John Huston dirigió la versión de Las raíces del cielo con Juliette Greco y Errol Flynn, y Samuel
Fuller lo intentó con White Dog. El
mismo Gary probó suerte en dos
ocasiones y en las dos fracasó. Les
oiseaux vont mourir au Pérou (1968) y
Kill (1972) hoy sólo son recordadas como las películas que el escritor
Romain Gary dirigió.
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Ella lo conoció poco antes de filmar Sin aliento y quedó prendada de su elegante y refinada figura. Al
contrario de los hombres con quienes se había relacionado hasta ese momento,
Gary era un hombre maduro que profesaba un ideario muy distinto al suyo, era
dueño de una exitosa trayectoria y asediado por las mujeres.
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Él, como ella, fue un hombre de amores numerosos, fáciles y
pasajeros. Su primera mujer se los había soportado, ya por ignorancia, ya
porque en realidad lo amaba. Cuando ésta se enteró de los amores de Gary con
Seberg, les hizo saber que vendería cara su derrota: “Prefiero ser la viuda de
Gary a ser su exesposa.” Pero al final, luego de un cruento y costoso (en todos
los terrenos) divorcio que casi dejó en la ruina a Gary, se alejó por completo
de la pareja.
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Como tantas parejas, creyeron que sólo con amor podrían
superar sus diferencias. Como tantas parejas, creyeron que existía el amor...
Cuando la conoció “era pequeña, rubia, con el pelo cortado como un muchacho,
blanca, pálida, con ojos azules o quizá grises, muy risueños, en juego
constante con la sonrisa, con los hoyuelos de las mejillas” (Carlos Fuentes).
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Él era un hombre de modales elegantes que detestaba el
alcohol y a los alcohólicos, dueño de un rostro que un amigo suyo describió con
acierto como “un mapa bello de bondad y de tormentas”. Un rostro que estaba
iluminado por unos grandes ojos claros, piel bronceada (“de meridional”, diría
Anaís Nin) y una frente con amplias entradas. Su boca, sin embargo, estaba
aquejada por un rictus (debido a una herida sufrida en la guerra) que enrarecía
sus rasgos. “Sin esa boca –escribió Nin– que le daba aire de rufián, habría
sido guapo”. Un rostro que le ofrecía a la joven Seberg cierto confort, cierta
seguridad y un amor que muy pronto dejó de bastarle. Gary no pudo proteger a Seberg
de sí misma. Se casaron en 1963, tuvieron un hijo y, según testimonio del
propio Gary, fueron felices hasta 1969, año en que ya no pudo cuidarla ni
satisfacerla ni espiritual ni físicamente.
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Ella no tardaría en descubrir que Gary no era el hombre que
ella buscaba, como tampoco lo fueron sus sucesivos amantes Carlos Fuentes,
Clint Eastwood, el director español Ricardo Franco, ni tampoco uno de los
dirigentes de los Panteras Negras (quienes la usaron de una forma atroz), y una
larga lista de jóvenes desconocidos que ella solía recoger en los bares y
fiestas que frecuentaba. Hacia el final de su vida hizo una nueva, y para no
variar, desdichada elección sentimental: se casó con Ahmed Hasni, un gigoló que
le propinaba brutales palizas.
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Él y ella siguieron su vida por su lado. Ambas, hasta cierto
modo, previsibles: Gary continuó con su brillante carrera literaria, cambiando
de nombre, ya no para buscar la fama, sino para divertirse con los críticos;
Jean, en un tobogán que no pocas veces rozaba la locura: “Lo mismo salía toda
desnuda del baño de un aeropuerto que había decidido alimentarse tan sólo de
comida para perros” (Antón Castro). Si Gary detestaba el alcohol y a los
alcohólicos, Jean se llevaba muy bien con ellos, y con una caterva de traficantes,
cocainómanos, heroinómanos y vividores que ayudaron en mucho a hacer su vida
más miserable.
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Él, acaso porque despreciaba a los críticos (sobre todo a
los de izquierda), acaso porque estaba cansado de la seriedad que suele ser
inherente al dolor, y también porque
estaba cansado de ser “el famoso Romain Gary”, decidió jugarle al mundillo
cultural francés una broma genial: dejó de ser Romain Gary y se convirtió en
otro escritor: Émile Ajar (también sería Fosco Sinibaldi y Shatan Bogat, pero
aquí sólo nos ocuparemos de Ajar). Este episodio, por sí solo, daría para una
novela: Gary fue más lejos. No se contentó con el uso de un simple seudónimo y,
ante el creciente éxito de la primera novela firmada con este nombre, lo llevó
al siguiente nivel: lo convirtió en un heterónimo. Octavio Paz en un ensayo
sobre Valery Larbaud y Pessoa aclara la diferencia entre ambos: “¿Qué es un
heterónimo? En lugar de acudir a nuestros diccionarios, casi siempre vagos, es
mejor oír a Pessoa: ‘La obra pseudónima es del autor en su persona, salvo que
firma con otro nombre; la heterónima es del autor fuera de su persona.’ Al igual que Pessoa, Gary llegó al heterónimo
por una broma, pero si Pessoa se contentó con otorgarles una biografía, Gary le
otorgó un rostro y una voz”.
Cuando apareció La
vida ante sí, firmada por el desconocido y talentoso Émile Ajar, del que
sólo se sabía que vivía en Río de Janeiro, desde donde un amigo de Gary
reenviaba los manuscritos de éste a la editorial Gallimard, se convirtió en uno
de sus más grandes éxitos: ganó el Premio Goncourt, un premio que Gary ya había
ganado en el pasado y que ningún escritor puede recibir en más de una ocasión.
Acaso cansado de que los críticos lo acusaran de facilista y romántico y
celebraran unánimemente al desconocido Ajar, convenció a su primo Paul
Pavlowich para que fuera el “rostro de Ajar”. Paul no se hizo del rogar y
apareció sonriente ante los medios de comunicación y la crítica que se deshizo
en halagos para él. La broma había llegado a un punto que quizá Gary nunca
imaginó: la novela fue llevada al cine y ganó un Oscar a la mejor película
extranjera y un César para la mejor actriz Simone Signoret.
Cuando las sospechas de los críticos sobre la posibilidad de
que Ajar fuera el seudónimo tras el que se enmascaraba un gran escritor
(sospecharon de Raymond Queneau y de Louis Aragon), Gary le dió una vuelta de
tuerca más a la broma y publicó la tercera de las cuatro que firmaría Ajar: Pseudo. Ya el título nos dice mucho. En
ella reafirmaba su identidad (es decir la broma) y decía apasionado: “¡Soy
Émile Ajar! –grité, golpeándome el pecho–. ¡El auténtico, el único! ¡Soy el
hijo de mis obras y el padre de las mismas! ¡No debo nada a nadie! ¡No soy un
impostor! ¡No soy un seudo-seudo!”
Gary entregó a su editor un nuevo libro, Vida y muerte de Émile Ajar, con la
indicación de que no se publicara sino hasta después de su muerte. En él
explicaba puntualmente la broma: él era Émile Ajar. No hubo un solo crítico de
cuantos lo atacaron que saliera a reconocer su error.
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Ella, por su parte, ajena a las bromas y fiel a su forma de
vida, saltó de una cama a otra, filmó todas las malas películas, se embarazó
por segunda vez. Gracias a su relación con grupos radicales, el FBI patrocinó
una campaña de desprestigio contra la actriz y, entre otras cosas, hicieron
circular el rumor de que el padre del niño era uno de los líderes de los
Panteras Negras. La niña nació muerta. Fue enterrada en un ataúd de cristal
para que todo el mundo pudiera ver que era blanca. De nada sirvió que se
comprobara que la campaña era falsa. Volvió a París, donde cada año, en el
aniversario de la muerte de su hija, trataba de suicidarse. No le hacían falta
ya razones para tocar fondo. En 1979 emprendió, según se dice, un viaje hacia
el fondo de la noche equipada con agua mineral, barbitúricos y su enorme
desdicha y su apetito carnal y sus ansias de amar y ser amada.
Fue su octavo intento de suicidio. La hallaron desnuda
dentro de una auto Renault, envuelta en un sarape de Saltillo (que Carlos
Fuentes aseguraba era idéntico a uno que él le había regalado), con quemaduras
de cigarro por todo el cuerpo y una nota dirigida a su primer hijo en la que
podía leerse: “Perdóname, yo no puedo vivir más así”.
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Un año después del suicidio de Jean, agotado ya de padecer
la enfermedad de ser hombre, de ser políglota, de ser héroe de guerra, viajero
y seductor, se vistió con una elegante pijama de seda, cerró las cortinas de su
habitación, como quien baja el telón en el teatro, se acostó en su cama, se
puso en la boca un revólver Smith & Wesson y él (Romain Gary, Émile Ajar o
Roman Kacew o cualquiera de los mucho que fue) jaló el gatillo, cansado de
buscar sin hallar la promesa del alba. ♦
*La información la he tomado de un gran
número de fuentes: muchas de ellas están en la red y no será difícil hallarlas.
Los libros de Gary, con un poco de suerte, pueden hallarse en librerías y en
http://ebiblioteca.org, donde pueden descargarse de manera gratuita.
Por Rafael Antúnez